Memorias de una depresión
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Memorias de una depresión

La cárcel blanca

Joaquín Díaz

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  1. 104 páginas
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Memorias de una depresión

La cárcel blanca

Joaquín Díaz

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Información del libro

Este libro es muy singular. No se trata de un estudio ni una monografía, pertenece al género —tan atractivo, tan peligroso— memorialístico. Reúne recuerdos y escritos de una etapa dolorosa, en la que el autor fue víctima de una honda depresión: "la enfermedad de nuestro tiempo", según el psiquiatra Luis Rojas Marcos; algo que debe producirnos verdadero temor, pienso yo, porque, en todas las épocas, ha acechado a las personas más sensibles.

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Información

Año
2017
ISBN
9788494659782
1
Aquí estoy, en esta estrecha celda que mi mente ha creado. Los amigos se acercan a alimentarme como a un camaldulense o a un catojo. Oigo sus voces más allá de los muros y escucho débilmente sus palabras de aliento. A veces mitigan la soledad y otras veces me hunden más profundamente en esta cárcel blanca. Elena dice que quisiera entrar en ese metro cuadrado; es una caja llena de gavetas que no me atrevo a abrir. Creo que los papeles que contienen están ordenados, pero cuando quiero sacar cualquiera de ellos me asusta el laberinto con el que tengo que enfrentarme y desisto. Dejo para otro momento acomodar y dar sentido a los recuerdos y continúo quieto. ¿Será este el lugar en el que Pedro pedía a Jesucristo hacer tres tiendas?
2
Hoy me he puesto a escribir y he conseguido llenar varios folios. Quisiera ver el mundo desde dos puntos para gozar de varias perspectivas. Estoy seguro de que la realidad tiene siempre dos o más caras y resulta difícil elegir con cuál nos encontramos más a gusto. Trato de transferir esta sensación al papel pero percibo que siempre me inclino por la parte más débil y pierdo la ecuanimidad. Escribo una especie de moraleja como si fuese una persona incapaz de valerse por sí misma, que debe mirar el mundo a través de una pequeña ventana, pero al final la parábola me deja insatisfecho:
Bendigo al cielo por haberme dejado contemplar tanta hermosura. Desde que por la mañana, casi al alba, me sientan en este sillón de mimbre, noto como si estuviese en el mejor trono que existe; aquí veo los rayos del primer sol; aquí los tordos en invierno y las golondrinas en verano me distraen con su vuelo rápido. Pasan veloces, pasan como las horas de la vida. Este palmo de ventana es mi pequeño mundo.
Aquí distingo las nubes por sus colores. A veces, como por milagro, el azul es gris y el gris casi plomo. Ahora, ese copo se deshace y forma otra figura caprichosa. Parece un rostro, y de pronto se transforma en un huso que se deshilacha en mechones suaves. Después aparece ese cielo oscuro que ensombrece la sala y deja en penumbra muebles y pensamientos. Luego vuelven las guedejas blancas y mi corazón se alegra con la luz. Cuando el sol del verano cae verticalmente fuera, siento la frescura de la habitación umbrosa. Oigo las voces de niños que gritan juegos que desconozco; algunos chillan provocando a los más lentos. Se animan, se jalean, se reprochan, riñen y se reconcilian.
Al caer la claridad veo los últimos restos del sol que se me va como el agua entre las manos. Cuando mi hermano llega para subirme al lecho siento su brazo izquierdo abrazando fuertemente mi pecho y veo su puño derecho cerrado que sobresale por encima de las piernas que no siento.
Después espero otro día, otro resplandor, más nubes, más pájaros; la luminosidad del exterior que nunca veo, el mundo que pasa otra vez ante mis ojos, y mis ojos ávidos de ese movimiento que jamás penetra, que siempre pasa, diferente, gentil, generoso de hechuras y colores…
(Escribo otra moraleja imaginándome un diálogo entre dos personas a las que no les gusta la vida en el campo):
—No se me ocurre por qué se hicieron tan pequeñas las ventanas en los pueblos. Parece como si la gente tuviera miedo de mirar al exterior…
Los arquitectos suelen decir que los antiguos tenían la costumbre de hacer huecos pequeños hacia el norte para evitar los fríos, dejando la solana al mediodía…
—Se ve que no sabían calentarse. Hoy día se podrían abrir grandes ventanas que permitiesen por lo menos ver pasar a la gente los domingos. Me molesta el inmovilismo de los pueblos. Todo esto está tan muerto que huele a podredumbre con solo pasearse por las calles. Qué peste hay a ganado… Vamos donde podamos tomarnos una copa y divertirnos…
3
Hoy me he decidido a repasar antiguos sueños copiados en una libreta. Antaño me divertía traducirlos a palabras nada más despertarme y llegué a conseguir cierta habilidad para relatar los pormenores, esos detalles evanescentes que tan fácilmente se nos olvidan al recobrar la conciencia. Vuelvo a copiar, pues me interesa y me intriga, este sueño doble de noviembre de 1971:
Una playa. Es de noche. Estoy sobre unas rocas observando las evoluciones de un coche metalizado que al girar bruscamente sobre el agua levanta cortinas de líquido. Me acerco como si tuviese un zoom. Entro en el coche y pretendo arrancarlo, pues pienso que alguien que está entre la arena y el agua, delante de mí, va a venir y no quiero que eso suceda, por lo que trato de preparar la huida.
Arranco el coche hacia atrás y doy una vuelta con él, pero cambia el decorado y avanzo por una carretera muy estrecha a gran velocidad. Al notar que no soy capaz de dominar el vehículo por la gran cantidad de curvas que hay, me desplazo suavemente, como volando, y voy cayendo en los tramos de carretera menos peligrosos. En este momento he abandonado el coche, ya que lo veo allá abajo, pequeño, y es mi mano la que lo mueve con tranquilidad, depositándolo en la carretera.
Seguidamente, estoy en una casa de campo —no se ve la casa pero la presiento—, y estoy allí para pasar unas vacaciones. Al cabo de unos instantes intento besar a June en la habitación destartalada en la que estoy. Intuyo que los muebles son de madera y también la puerta, que comienza a obsesionarme pues creo que se puede abrir en cualquier momento y aparecer por ella Fritz. Cuando voy a cerrarla (ya que es lo que me impide besar a June), compruebo que el pestillo está averiado, y en ese momento aparece la cara de alguien —no es Fritz, pero es rubio como él— que me desasosiega. Entonces me despierto.
La misma noche anoto:
Estamos en el comedor de la casa de la calle de Portugal. Veo perfectamente sus paredes color naranja y los trincheros de estilo español apoyados en las paredes. Nos reunimos a la mesa para celebrar algo y entre los comensales está Eva. Mamá se dispone a servir, pero en ese momento cambia la posición de los asistentes y yo me encuentro frente a ellos con la puerta a mi derecha, justo donde ellos estaban antes. Mamá está dando el pésame a Eva por la muerte de su padre, aunque no menciona la palabra muerte. Quiero aparentar que no atiendo a la conversación, pero en realidad me interesa lo que están diciendo. Hay algo sobre el armario, sin embargo, que me atrae más. Me despierto.
4
Un sentimiento de melancolía, nubes de nostalgia y tristeza me envuelven cada vez que pienso en la prematura muerte de Eva Sobredo, hoy recordada como Cecilia. La conocí a comienzos del verano de 1969. Por aquel entonces yo escribía una sección fija en la revista Mundo Joven y recibía un montón de cartas de aficionados preguntando e interesándose por los temas tratados en los artículos. Su carta me atrajo singularmente; utilizaba términos muy peculiares, y al final de la misiva venía a pedirme una entrevista pues se confesaba una gran aficionada al folk, principalmente el americano; seguía asiduamente la página y quería comentar conmigo algunos aspectos desconocidos para ella. Cuando llegó a mi apartamento de Madrid, me sorprendió: vestía unos vaqueros y un jersey negro y llevaba una curiosa pamela parecida al sombrero de Jimi Hendrix. En medio de la conversación —yo tenía cierta prisa pues debía ir a Movierecord a entregar el artículo semanal— me habló de sus canciones. Había compuesto algunas —letra y música— y le interesaba conocer mi opinión. Me temí lo peor; sin embargo, al escuchar los primeros compases fui detectando paulatinamente algo diferente en su estilo. Tenía un curioso acento (luego me explicó que era bilingüe, pues había vivido mucho tiempo en los Estados Unidos) y sus melodías eran ciertamente originales. La invité a que me acompañara a la redacción de Mundo Joven y allí le presenté a José María Íñigo y a otros redactores. Destaqué su particular forma de cantar y auguré que daría pronto mucho que hablar. Cuando nos despedimos, le sugerí que me visitara días más tarde pues su estilo podía en...

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