FEDERICO FALOPPA
Por un lenguaje no racista
Este es el coro de la raza predadora que son todos
esos que se esconden tras una cara distinta y decente
y no se meten nunca en discusiones
nunca nunca nunca nunca.
MAU MAU, Raza predadora
(de Bàss paradis, 1994)
Tirar la piedra y esconder la mano.
A menudo se ha escrito sobre la fortuna, si queremos llamarla así, de la expresión “no soy racista, pero…”: sobre su difusión, sobre su uso tan frecuente y penetrante. Y de cómo, en cambio, por lo general las personas que la utilizan expresan -más o menos conscientemente, mediante la figura retórica de la preterición- opiniones y posiciones muy ambiguas, cuando no claramente racistas, introducidas por la conjunción adversativa “pero”.
Aunque menos frecuentemente se ha observado que si la frase tiene tan amplia circulación no es solo por la creciente presencia y visibilidad de los noraperos –término inventado en 2007 por el periodista Giovanni Maria Bellu para designar a los que, precisamente, dicen “NO soy RAcista, PERO…”–, sino porque, a pesar de todo, el racismo (y el declararse abiertamente racistas) todavía está considerado como un estigma social en Italia. Es decir, nadie (o casi nadie) quiere o querría sentirse etiquetar de racista por miedo a incurrir en la censura, la sanción y el aislamiento social, sean cuales sean sus posiciones auténticas.
También en presencia de gestos o actos verbales que definiríamos como racistas -es decir discriminatorios en base a una presunta distinción y superioridad (racial) de un grupo respecto a los demás-, oiríamos probablemente decir, a los responsables de dichos comportamientos, “no soy racista”, “esto no es racismo”, “solo soy realista”. O cosas parecidas.
Uno de los ejemplos más recientes de esta negación (en algunos casos, los psicólogos la llamarían más propiamente denegación: el hablante se impide, a través de la verbalización, admitir lo que, en cambio, desearía pensar y hacer) lo han proporcionado unos videoclips que en Italia han circulado por la web en el mes de julio de 2015. Videoclips que mostraban a algunos miembros de Forza Nova y algunos habitantes de Casale San Nicola, pequeño pueblo a las puertas de Roma, durante un acto de protesta contra el alojamiento temporal de un grupo de refugiados en un espacio de acogida de la zona. Cuando se revisan esas imágenes (y aquella cerrazón rabiosa frente a los recién llegados por parte de los manifestantes), se nota, por ejemplo, cómo los protagonistas de las intimidaciones -a pesar de su violenta oposición a la presencia de los refugiados- no querían ser etiquetados como “racistas”. “No somos racistas”, repetían, en efecto, a quien les preguntaba las razones de la protesta.
De esta (de)negación se ha hecho eco la versión online del periódico “Corriere della Sera”, que al día siguiente de los hechos preguntaba a sus lectores mediante una encuesta: “Las protestas contra los inmigrantes en Casale San Nicola ¿son un nuevo episodio de racismo? ¿Sí/No?” Ni los votos (468, divididos entre un 28% de “sí” y un 72% de “no”) ni los comentarios de los lectores se hicieron esperar: y para la gran mayoría de los que intervinieron no se trataba en absoluto de racismo, sino de legítima defensa de un territorio -y de sus habitantes- amenazado por la llegada de un grupo de extraños, implícitamente peligrosos para la comunidad.
Pero, si no era racismo, ¿qué era?, se seguía interrogando desde las páginas del “Corriere” Donatella Di Cesare en un breve e incisivo escrito publicado el domingo 19 de julio:
[…] ¿cómo definir la violencia con la que los habitantes de Casale San Nicola han logrado su propósito de alejar un autobús con 19 inmigrantes?
[…] ¿Quizás no se debe hablar de racismo porque no teorizan la existencia de las razas? ¿Entonces debemos hablar de “nuevo racismo” y de odio hacia el otro y el extranjero?
Las palabras para decirlo.
Entonces, ¿cómo definir esa violencia? ¿Racismo? ¿Nuevo racismo? ¿Odio hacia el extranjero? Un primer paso para desarticular el discurso racista sería el de llamarlo por su nombre. No vacilar ante las definiciones, aunque estas cambian, mutan, parecen evasivas. Porque –aunque solo por oposición semántica, por claridad terminológica– el antirracismo es mucho más eficaz si se mide con algo preciso. Se llama a las cosas por su nombre, sin temor a dorar la píldora, a afrontar la realidad por lo que es. Sin embargo, esto no siempre es fácil, inmediato, evidente. Lo sabemos desde hace al menos tres décadas: el racismo denominado “clásico” (un conjunto de teorías elaboradas entre los siglos XVII y XVIII y que culminan con el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, de Joseph-Arthur de Gobineau, 1853-55), basado en la idea de que el patrimonio biológico-cultural de las poblaciones determina su psicología y sus comportamientos morales, y que existen razas superiores porque son más puras respecto de las demás, hoy raramente encuentra eco, si no es en algunos círculos de fanáticos o en las palabras de algún agent provocateur ansioso de notoriedad. Y el racismo como se le ha conocido en el siglo XX –hijo del “clásico”, padre de los campos de exterminio y de la Solución final– ciertamente ha cambiado en sus reivindicaciones y articulaciones: con un punto de no retorno, se nos augura, marcado por la caída, a principios de la década de los noventa del siglo pasado, del último régimen político basado en la desigualdad racial sancionada por leyes, la Sudáfrica del apartheid. En consecuencia, cómo ha cambiado el discurso racista, que ya no se rige tanto (o solo) por evidentes y explícitas jerarquías raciales de base biológica, sino por una densa articulación de factores (y reivindicaciones) sociales y culturales, como nos ha explicado en las páginas precedentes Marco Aime.
Sin embargo, las nuevas articulaciones del pensamiento racista, como escribió Martin Barker ya en 1981 en su The New Racism: Conservatives and the Ideology of the Tribe (El nuevo racismo: los conservadores y la ideología de la tribu), difunden la convicción de que grupos humanos portadores de determinadas características culturales son incompatibles con la cultura dominante; son por tanto una amenaza para su integridad y supervivencia y se presentan, al igual que las “clásicas”, como un sistema ideológico destinado a justificar discursos, políticas y prácticas de exclusión contra personas, por ejemplo los inmigrantes o las denominadas “minorías étnicas”, considerados indeseables por ser extraños no tanto al patrimonio biológico sino al cultural de la mayoría. E incluso en ausencia de razas –cuya existencia ha sido definitivamente puesta en discusión por las ciencias biológicas y sociales, pero cuya invención ha estado y e...