Los atributos de Dios
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Los atributos de Dios

A. W. Pink

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Los atributos de Dios

A. W. Pink

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Este libro de Pink, explora atributos como los decretos de Dios, Su presciencia, soberanía, santidad, gracia y misericordia (entre muchos otros), y los presenta de una manera muy útil para los pastores, maestros, y estudiantes de la Biblia. Pink enseña que, nuestro Dios, Quien es sobre todo nombre, no puede ser encontrado solamente mediante el escrutinio humano, sino sólo puede ser conocido si Se nos revela por el Espíritu, mediante Su Palabra viva.

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Información

Año
2020
ISBN
9781629462431
Categoría
Teología

Capítulo 1

LA SOLEDAD DE DIOS

El titulo de este artículo quizá no sea suficientemente explícito para indicar su tema. Ello es debido, en parte, al hecho de que muy pocas personas, hoy en día, están acostumbradas a meditar sobre las perfecciones personales de Dios. Relativamente pocos de aquellos que leen la Biblia ocasionalmente, saben de la grandeza del carácter Divino, que inspira temor e incita a la adoración. Que Dios es grande en sabiduría, maravilloso en poder, y, sin embargo, lleno de misericordia, es tenido por muchos como algo casi del dominio público; pero sostener una concepción correcta, al menos aproximada, de Su ser, naturaleza, atributos, tal como se revelan en la Santa Escritura, es cosa que muy pocas personas han alcanzado en estos tiempos degenerados. Dios es único en Su excelencia. “¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?” (Éxodo 15:11).

Antes de todo

“En el principio… Dios” (Génesis 1:1). Hubo un “tiempo”, por así decirlo, cuando Dios, en la unidad de Su naturaleza (aunque existiendo igualmente en tres Personas divinas), habitaba solo. “En el principio… Dios.” No había cielo, que es donde se manifiesta de manera particular Su gloria en el tiempo presente. No había tierra que ocupara Su atención. No había ángeles que cantaran Sus alabanzas, ni universo que se sostuviese por la palabra de Su poder. No había nada ni nadie sino Dios; y esto, no durante un día, un año, o una época, sino “desde el siglo”. Durante una eternidad pasada, Dios estuvo solo: completo, suficiente, satisfecho en Sí mismo, no necesitando nada. Si un universo, o ánge1es, o seres humanos le hubiesen sido necesarios en alguna manera, hubiesen sido llamados a la existencia desde toda la eternidad. Nada añadieron esencialmente a Dios al ser creados. Él no cambia (Malaquías 3:6), por lo que Su gloria substancial no puede ser aumentada ni disminuida.

Su voluntad soberana

Dios no estaba bajo coacción, obligación, ni necesidad alguna de crear. El hecho de que quisiera hacerlo fue puramente un acto soberano de Su parte, no producido por nada fuera de Sí mismo; no determinado por nada sino por Su propia buena voluntad, ya que Él “hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11). La razón para que Él creara fue sencillamente para manifestar Su gloria. ¿Cree alguno de nuestros lectores que hemos ido más allá de lo que la Escritura nos autoriza? Entonces, nuestra apelación será a la Ley y al Testimonio: “Levantaos, bendecid a Jehová vuestro Dios desde la eternidad hasta la eternidad; y bendígase el nombre tuyo, glorioso y alto sobre toda bendición y alabanza” (Nehemías 9:5). Dios no sale ganando nada ni siquiera con nuestra adoración. El no necesitaba esa gloria externa de Su gracia que procede de Sus redimidos, porque es suficientemente glorioso en Sí mismo sin ella. ¿Qué fue lo que le movió a predestinar a Sus elegidos para la alabanza de la gloria de Su gracia? Fue, como nos dice Efesios 1:5, “el puro afecto de su voluntad.”
Sabemos que el terreno elevado que estamos pisando es nuevo y extraño para casi todos nuestros lectores; por esta razón, haremos bien en movernos despacio. Recurramos de nuevo a las Escrituras. Al final de Romanos 11, donde el apóstol concluye su larga argumentación sobre la salvación por la pura y soberana gracia, pregunta: “Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado?” (versículos 34–35). La importancia de esto es que es imposible someter al Todopoderoso a obligación alguna hacia la criatura; Dios no sale ganando nada con nosotros. “Si fueres justo, ¿qué le darás a él? ¿O qué recibirá de tu mano? Al hombre como tú dañará tu impiedad, Y al hijo de hombre aprovechará tu justicia” (Job 35:7–8), pero nada de esto puede, en verdad, afectar a Dios, Quien es bendito en Sí mismo. “cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos” (Lucas 17:10), nuestra obediencia no ha aprovechado en absoluto a Dios.
Es más, nuestro Señor Jesucristo no añadió nada al ser y a la gloria esencial de Dios, ni por lo que hizo, ni por lo que sufrió. Es verdad, bendita y gloriosa verdad, que nos manifestó la gloria de Dios, pero no añadió nada a Dios. Él mismo lo declara explícitamente y sin apelación posible al decir: “Mi bien á ti no aprovecha” (Salmo 16:2 RVA). Todo este salmo es de Cristo. La bondad y la justicia de Cristo aprovechó a Sus santos en la tierra (Salmo 16:3), pero Dios estaba por encima y más allá de todo ello, pues es “el Bendito” (Marcos 14:61).
Es absolutamente cierto que Dios es honrado y deshonrado por los hombres; no en Su ser substancial, sino en Su carácter oficial. Es igualmente cierto que Dios ha sido “glorificado” por la Creación, la providencia y la redención. Esto no lo negamos, ni por un momento. Pero todo ello tiene que ver con Su gloria manifestativa, y nuestro reconocimiento de ella. Con todo, si Dios así lo hubiera deseado, habría podido continuar solo por toda la eternidad, sin dar a conocer Su gloria a criatura alguna. El que lo hiciera así o no, fue determinado solamente por Su propia voluntad. Él era perfectamente bendito en Sí mismo antes de que la primera criatura fuese llamada a la vida. Y, ¿qué son para Dios todas las obras de Sus manos, incluso ahora? Dejemos otra vez que la Escritura conteste:
“He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas; he aquí que hace desaparecer las islas como polvo. Ni el Líbano bastará para el fuego, ni todos sus animales para el sacrificio. Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es. ¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?” (Isaías 40:15–18).
Este es el Dios de la Escritura; sí, todavía es “el Dios no conocido” (Hechos 17:23) para las multitudes descuidadas.
“Él está sentado sobre el círculo de la tierra, cuyos moradores son como langostas; él extiende los cielos como una cortina, los despliega como una tienda para morar. Él convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana” (Isaías 40:22–23).
¡Cuán infinitamente distinto es el Dios de la Escritura del “dios” del púlpito promedio!
El testimonio del Nuevo Testamento no difiere en nada del que hallamos en el Antiguo: no podría ser de otro modo, teniendo ambos el mismo Autor. También ahí leemos: “La cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén.” (1 Timoteo 6:15–16). Él debe ser reverenciado, glorificado y adorado. É1 está solo en Su majestad, es único en Su excelencia, incomparable en Sus perfecciones. Él lo sostiene todo, pero, en Sí mismo, es independiente de todo. Él da a todos, pero no es enriquecido por nadie.

Mediante la revelación

Un Dios así no puede ser conocido mediante la investigación; Él sólo puede ser conocido tal como el Espíritu Santo Lo revela al corazón, por medio de la Palabra. Es verdad que la Creación revela un Creador, y que los hombres son totalmente “inexcusables”; sin embargo, todavía tenemos que decir con Job: “He aquí, estas cosas son sólo los bordes de sus caminos; ¡Y cuán leve es el susurro que hemos oído de él! Pero el trueno de su poder, ¿quién lo puede comprender?” (Job 26:14). Creemos que el argumento llamado “diseño inteligente”, usado por algunos “apologistas” sinceros para probar la existencia de Dios, ha producido mucho más daño que beneficio, ya que ha intentado bajar al gran Dios al nivel de la comprensión finita, y de este modo ha perdido de vista Su excelencia única.
Se ha trazado una analogía con el salvaje que encuentra un reloj en la selva, quien, después de un examen detenido, deduce que existe un relojero. Hasta aquí está muy bien. Pero intentemos ir más lejos: supongamos que el salvaje trata de formarse una concepción de ese relojero, sus afectos personales y sus características; su disposición, conocimientos y carácter moral; todo lo que, en conjunto, forma una personalidad. ¿Podría tal salvaje alguna vez pensar o imaginar a un hombre real —el hombre que hizo el reloj— y decir: “Yo le conozco”? Tal pregunta parece inútil pero, ¿está acaso el Dios eterno e infinito más al alcance de la razón humana? Ciertamente no. El Dios de la Escritura puede ser conocido solamente por aquellos a quienes Él mismo Se da a conocer.
Tampoco el intelecto puede conocer a Dios. “Dios es Espíritu” (Juan 4:24), y, por lo tanto, solo puede ser conocido espiritualmente. El hombre caído no es espiritual, sino carnal. Está muerto a todo lo que es espiritual. A menos que nazca de nuevo, que sea llevado sobrenaturalmente de la muerte a la vida, milagrosamente trasladado de las tinieblas a la luz, no puede siquiera ver las cosas de Dios (Juan 3:3), y mucho menos entenderlas (1 Corintios 2:14). El Espíritu Santo ha de resplandecer en nuestros corazones (no en el intelecto) ...

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