Ojos celestes
eBook - ePub

Ojos celestes

Memorias de un subversivo

  1. 138 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Ojos celestes

Memorias de un subversivo

Descripción del libro

El secuestro y la desaparición. La huida y el exilio. Brasil y Holanda. Y el retorno a la Argentina.


Andrés Thompson relata con tono humano, a veces escéptico y con humor, su juventud subversiva. Y al hacerlo, retrata a toda una generación que se formó antes, durante y después de la última dictadura militar. A la manera de una autobiografía novelada, la vida de los afectos y la de los camaradas se mezclan en una historia que se lee sin pausa de principio a fin.


Sus reflexiones sobre la época y cómo estas se traducen al presente aportan una nueva mirada, fresca y crítica, a un momento de la Argentina y del mundo en el que los aires de libertad y emancipación dejaron huellas que aún perduran.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Ojos celestes de Andrés Thompson en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Historia y Biografías históricas. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789876918275

1
Aterrizaje

Hasta ese día, yo no sabía que en los aeropuertos siempre hay que mirar para arriba. Todos los carteles indican el camino a seguir. Quizás por estar tan ocupados cargando bolsos y mochilas, pañales y mamaderas, bebés y nervios, no los vimos. Una pena que en ese momento Caetano no cantara “while my eyes go looking for flying saucers in the sky”. Parecíamos un grupo de emigrantes gitanos, sin menospreciar a nadie, en tierra de nadie. Así que nos perdimos en el aeropuerto de Frankfurt y cuando finalmente llegamos a nuestra puerta de salida para tomar la conexión a Ámsterdam, el avión ya había partido. Con mi precario inglés –aunque había estudiado nunca lo había usado en serio– conseguimos que nos colocaran en otro vuelo, tres horas más tarde. Armamos el segundo campamento (el primero había sido en el avión de Lufthansa), buscamos agua, cambiamos pañales y consolamos los llantos. Quienes nos esperaban en el aeropuerto de Schiphol en Ámsterdam –una delegación del Ministerio de Relaciones Exteriores, de la Comisión Oficial para Refugiados y de Amnistía Internacional– se cansaron de esperar y se fueron. Nadie supo explicarles por qué no habíamos llegado en el vuelo del que tenían constancia que habíamos partido.
Al pasar por Migraciones era lógico que nuestros pasaportes llamaran la atención de los funcionarios y que al constatar que no había nadie afuera que pudiera explicar qué íbamos a hacer allí, y nosotros tampoco, nos hicieron salir de la fila y nos detuvieron en una sala. A un joven alemán de la misma fila también lo sacaron. Fue al primero que interrogaron. Al abrir su maleta de mano, encontraron unas fotos en blanco y negro de manifestaciones que tenían marcadas algunas personas con un círculo. No entendía lo que le preguntaban, pero la actitud de los policías no era muy gentil y las respuestas del alemán parecían no ser muy satisfactorias. En ese tiempo, estaba en su apogeo la organización Baader Meinhof, más comúnmente conocida como la Fracción del Ejército Rojo. Se lo llevaron detenido. Ahora era nuestro turno. Y la situación no parecía mejor: latinoamericanos, yo de pelo muy largo y bigote espeso, papeles no convencionales y sin hablar el idioma. Luego de unas preguntas de rigor, del estilo quiénes éramos, de dónde veníamos y qué hacíamos allí, se retiraron para hacer unos llamados telefónicos y nos dejaron esperando durante más de una hora. Finalmente, alguien de afuera habilitó nuestra entrada y nos dejaron salir. Nuestro equipaje no estaba en la cinta. Había sido demorado. Igual cruzamos la aduana. ¡Llegamos!
Pero aún faltaba un trecho. La comitiva había sido informada y volvió al aeropuerto. Nos recibieron cálidamente. En la comitiva también estaba Regine, aquella holandesa de la playa de Rosario que se había movilizado por mí. Más besos y abrazos y emociones. Rápidamente nos informan que, temporariamente, nos iban alojar en unos bungalós de una colonia de vacaciones de una de las centrales sindicales que quedaba a casi dos horas del aeropuerto, en un pueblo llamado Putten. Habíamos pasado de 40 grados a la sombra de San Pablo a 7 bajo cero, y en el breve camino hasta la combi sentimos rápidamente la diferencia. No nos entregaron nuestro equipaje hasta el día siguiente, ya que al haber viajado sin nosotros debido a la pérdida de la conexión, había sido secuestrado por “motivos de seguridad”. Había que inspeccionar la guitarra, el moisés y las bolsas de juguetes para ver si implicaban algún riesgo para la “seguridad nacional”. Era ya de noche y partimos. En el viaje nos quedamos todos dormidos.
Al llegar nos ubicaron en nuestro bungaló. Estaba calentito y la heladera estaba llena de alimentos: jugos, leche, pan, queso, fiambres. Hacia afuera no se veía nada, pero daba la sensación de que estábamos rodeados de árboles. El lugar no era grande pero sí muy acogedor y tenía dos dormitorios. Nos habían avisado que en los otros bungalós contiguos había otros latinoamericanos, pero a esa hora ya dormían, así que nosotros hicimos lo mismo, extenuados.
Me desperté muy temprano la mañana siguiente. Las chicas aún dormían. Corrí la cortina y vi un escenario totalmente blanco. Los copos pequeños caían lentamente y había mucho silencio. De la nada, apareció una hilera de bicicletas guiadas por niños rubios y encapuchados, seguramente rumbo a la escuela. Me puse a llorar inconteniblemente. Todo había sucedido como un torbellino de Rosario a Putten. ¿Cómo habíamos llegado hasta allí? ¿Qué sería de nuestras vidas?

2
Sin garantía

Los ojos celestes me salvaron la vida, dice mi amiga Florencia. Quizás exagere, pero me ayudaron mucho en diversas circunstancias.
Segundo varón de tres, fui el único que heredé los ojos celestes de mi padre Eduardo y de mi abuelo Carlos. Es gracioso volver a ver mis fotos de bebé, una cara/pelota redonda y pelada rematada por dos ojos grandes y claros. “Blue eyes” me decía mi madre desde que tuve unos pocos días. Y lo continuó diciendo hasta su muerte. Y fue quizás ese dato genético el que también me unió a mi padre de una manera especial, en una familia en la que los ojos castaños eran mayoría. Aunque había otras excepciones que se mezclaron en mi herencia. Mi tío Arturo, hermano de mi madre, también los tenía. Era un gran conquistador de mujeres, según dicen. Pena que murió a los treinta y tres años por un disparo que se le escapó a un amigo. Quien tiene armas es para dispararlas. Otro tío, Alberto, el “Gordo”, hermano de mi padre, también portaba enormes ojos azules según consta en una vieja foto en blanco y negro que aún conservo. También murió a los treinta y tres años por un escape de gas del calefón mientras se duchaba. De pequeño me quedó grabado que los calefones a gas nunca deben estar cerca de las duchas o las bañaderas, aunque sea una práctica común de la arquitectura de muchos departamentos en estas regiones.
Mi nombre es Andrés, mi segundo nombre, Arturo, y cuando tomé la confirmación (sí, en algún momento me convirtieron en soldado de Dios) me agregaron otro nombre opcional: Carlos. Era por mi padrino, Carlos, quien para ese día me regaló una lanchita a pilas PT-109, réplica de una de la Segunda Guerra Mundial, junto con una gran caja de caramelos Sugus de todos los colores para que me arruinara la boca, y otra de galletitas Tita para que mi hígado no estuviera tranquilo. Amor de padrino. Así que toda mi vida no solo cargué con mi nombre del santo escocés, sino también con el legado de mis tíos, Arturo y Alberto, y mi padrino Carlos. Me quedé también con el desafío de pasar la barrera de los treinta y tres años.
¿A qué viene esta historia de mis ojos azules? A que fueron determinantes en algunos momentos de mi vida y a través de ellos se ven un millón de prejuicios de clase, raciales y étnicos.
Durante algunos años de mi infancia veraneábamos con mi familia en Mar del Plata, a la que le decían la perla del Atlántico, hasta que fue convirtiéndose con los años en una triste y empobrecida piedra común. No recuerdo bien si era en la casa de mi abuela o una que alquilaron mis padres con unas lindas hortensias que daban la bienvenida junto a la puerta. Con mis hermanos y con una leve vigilancia parental salíamos a jugar en la vereda por las mañanas hasta que llegara la hora de partir para la playa. A pocos metros de la entrada de la casa había una parada de taxis, donde hacían fila tres o cuatro autos, siempre dispuestos a llevarnos a algún lado. De tanto jugar en sus alrededores, varios de los choferes ya nos conocían. No recuerdo ni sé cómo se relacionaban con mis hermanos, pero tengo muy grabado lo que me decían cuando yo me acercaba a ellos. Siempre el mismo comentario: mis ojos azules. Al comienzo me gustó porque marcaba algo de mi identidad, algo que me diferenciaba de mis hermanos, el menor Máximo, y el mayor Eduardo. Diferenciarse no era tan fácil, ya que nuestras distancias de edad eran mínimas y nos vestían a los tres de la misma forma: remera rayada tipo marinero, pantalón corto blanco o azul con elástico en la cintura y zapatillas Flecha haciendo juego. Pero, según parece, mis ojos azules marcaban un contraste dentro del pequeño trío que no me gustaba mucho. Cuando uno es niño, ser diferente no es algo muy valorado ya que se es muy inmaduro aún para poder enfrentarlo y, más aún, sostenerlo. Es mejor perderse en el conjunto. Quizás por eso, luego de varias veces del comentario, un día respondí que no eran celestes ya que en el medio tenían una pelotita negra, la pupila. Ellos se rieron y a partir de allí, cada vez que me comentaban algo, yo siempre respondía ¿pero la pelotita?
Mar del Plata, 1956.
Aunque mis ojos celestes eran resultado de una combinación hereditaria que los resaltaba y diferenciaba, yo creía que la pupila me ayudaba a ser uno más. Si a los ojos celestes le sumamos otra marca de origen, el apellido Thompson, la cuestión se comprende un poco más. No elegí que mi padre de origen británico se casara con mi madre de origen rumano-italiano. Tampoco elegí que en el país donde nací, las leyes digan que uno porta el apellido paterno y no el materno. No en todos lados es así, pero eso me tocó a mí. Un apellido de origen escocés. Dicen que, en Escocia, los apellidos comenzaron a usarse en el siglo XI y que fue una costumbre introducida por los normandos y resistida al principio por los escoceses. Thompson es un apellido, como otros, que muchas veces era heredado de un ancestro común y tomado colectivamente por los miembros de un grupo familiar. Thompson significa simplemente “hijo de Tom” (“son of Thom”). Fue un nombre de origen bíblico que significa “gemelo” y se hizo muy popular debido a que así se llamaba uno de los discípulos de Jesucristo. En el siglo XIV se expandió a Irlanda, llevado por agricultores inmigrantes.
Aunque muy común en las islas británicas, Estados Unidos y otros países de habla inglesa, en la Argentina del siglo XX, Thompson o cualquier otro apellido que no fuera de origen italiano, español o judío, daba cierto toque de distinción, o al menos así se creía.
Lamentablemente, ya lo dije, los apellidos maternos cuentan poco y nada en la cultura y en el ordenamiento legal argentino. Sallovitz era el apellido de mi madre, hija de Arturo, un ingeniero rumano emigrado a la Argentina, del cual poco sé, salvo que fue el primer profesor de Matemática en la Universidad del Litoral, creada en 1920. Arturo se casó con Aida Copello, hija de un emprendedor genovés, Francisco Copello, que llegó a las costas de Rosario comandando el barco a vapor Bianca Pertica, que hizo el primer viaje directo de Génova a Rosario con carga y pasajeros. Dicen los libros de historia que la familia Copello puede considerarse como una de las fundadoras del “Rosario moderno”. En los viajes de su barco trajo todo el material de Italia para construirse su enorme mansión sobre las barrancas del río Paraná, justo enfrente de donde hoy se alza el Monumento a la Bandera y en donde pasé parte importante de mi infancia.
Aviso en diario La Capital de Rosario, 1870.
La casa de la calle Santa Fe, tal como le decíamos, no era una sino cuatro casas que se deslizaban por la barranca hasta la avenida Belgrano. Todas las casas tenían entradas independientes, pero se conectaban entre sí por pasillos y escaleras. Era una gran obra de arquitectura. En la más baja vivía y trabajaba el personal doméstico. En las otras, unas primas de mi abuelastro, una tía anciana y, en la más importante, mis abuelos. Todos los domingos la familia grande se reunía allí para almorzar, luego de lo cual mi abuela Mamina nos deleitaba tocando Chopin o Beethoven en alguno de sus dos pianos de cola. A veces nos incorporaba a los nietos como coro, para cantar algún negro spiritual o la marcha de la Revolución Libertadora. Con ella aprendí a jugar a la canasta y al mahjong original de piezas de marfil.
De niños, los tres hermanos Thompson fuimos enviados al colegio Sagrado Corazón de la ciudad de Rosario. Privado, católico, masivo, el colegio era regido por la orden de los padres bayoneses, originarios de Bayona, en el País Vasco francés. El colegio se caracterizaba por una férrea disciplina y por ser solamente para varones. Ocupaba una manzana completa en una zona céntrica de la ciudad, a pocas cuadras de donde vivíamos. Era obligatorio ir con un delantal blanco, en esa época muy planchado y almidonado. Todo, con excepción de algunos profesores, era regido por los curas, siempre vestidos con sus sotanas negras, no siempre limpias y a veces malolientes, según recuerdo. La arquitectura del colegio era majestuosa, con patios con palmeras, largos corredores marcados con pintura con una línea por donde debíamos caminar y no salirnos, laberintos y salas, muchas salas. Y el ambiente, a pesar de su magnificencia, era sórdido por la violenta disciplina y los castigos corporales de algunos, la pedofilia de otros y las discriminaciones clasistas que adentro sucedían. Gran parte de la dirigencia de las organizaciones guerrilleras locales surgió allí, quizás alentados por lo que habían aprendido en el colegio. Y quizás por eso, también, en 2014 fue declarado como “institución distinguida” de la ciudad de Rosario por su Honorable Concejo Deliberante.
A diferencia de mis hermanos, cuando terminé la escuela primaria decidí cambiar de colegio. Tenía doce años y estaba convencido. Mis padres no me apoyaron ni alentaron ya que creían que era importante la educación religiosa, que incluía catequesis todas las semanas. Pero no me lo prohibieron tampoco. Mi opción también era clara. Quería ir al Rosario English School, donde tenía muchos amigos que jugaban rugby conmigo en el Jockey Club, y además era mixto. Durante todo aquel verano estudié inglés y francés para poder rendir mi examen de ingreso. Mientras todos estaban de vacaciones yo leía y partía en bicicleta a mis clases particulares. El inglés no me era dificultoso ya que algo había estudiado y en casa lo hablaba desde pequeño, pero de francés no sabía nada. Me encantaba el libro azul de tapas blandas sobre la lengua y la civilización francesa donde se contaba la vida de monsieur et madame Vincent, escrito si mal no recuerdo por un tal G. Mauger. Sin darme cuenta iba aprendiendo el sabor de los croissants, el fromage y las costumbres francesas. Al finalizar el verano, me pusieron en un tren desde Buenos Aires –donde veraneábamos ese año con mi familia– para rendir los exámenes en Rosario. Los aprobé y entré al Rosario English School, orgulloso de mi esfuerzo. Había conseguido abrirme una historia nueva en mi familia. No solo lo respetaron, sino que también pagaron las altas cuotas mensuales sin protestar.
Los años ingleses fueron placenteros, pero no sin sobresaltos. Fui muy bien recibido por mis compañeros, la mayoría conocidos de antes. Y también por mis compañeras, con quienes ya había compartido algunas fiestas. Los ojos celestes y mi apellido ayudaron bastante a que me integrara fácilmente, aunque como en toda institución o grupo humano, los motivos para que algunos te aprecien son los mismos para que otros te desprecien. Tal es así que, dado que mi color de piel no es blanco radiante, comenzaron a llamarme “el Negro”. El bullying de aquella época.
El Colegio Inglés era radicalmente diferente al Sagrado Corazón. Además de ser laico, mixto y de doble escolaridad, era más elitista. Convivían allí hijos de empresarios, de diplomáticos, de militares de paso, de comerciantes emergentes y familias de apellidos tradicionales –muchas veces dobles– de la ciudad. Me sentía más a gusto y además la adolescencia era más excitante. Se sucedían las fiestas, salíamos a bailar los sábados por la noche, me movía solo por la ciudad, viajábamos a Buenos Aires y Córdoba a jugar al rugby.
El rugby fue una gran pasión que tuve. Jugaba bien, era rápido –me apodaban “locomotora”– y no sé bien el motivo, pero fui capitán del equipo varia veces. Quizás era por mi carácter tranquilo y respetuoso. Hice grandes amigos, las chicas –algunas novias– nos seguían y alentaban. Me gustaba el tercer tiempo, ese momento en que uno se sienta con los rivales después del partido a compartir un sándwich y una gaseosa, a la cual algunos le agregábamos cerveza. En algún momento me cansé del rugby y me volqué al tenis, a partir de lo cual varios amigos me acusaron de marica. El deporte blanco era de blandos o de viejos.
Los eventos que sucedían afuera, en la ciudad y en el mundo, no atravesaban fácilmente las paredes del Colegio. Al menos en los primeros años de la secundaria. Luego, en el país empezó a correr sangre y, como ya sabemos, fue dejando huellas difíciles de aceptar primero y de limpiar después. Guardo todavía mis libros de historia, geografía, literatura y cultura británica como un tesoro que recuperé luego de muchos años y que retiré de un estante de la casa de mi madre cuando falleció.
Fue durante aquel tiempo de rugby y fiestas que también aprendí a tomar café, a fumar en los recreos y a animarme a conversar o bailar con una chica con la ayuda del gin tonic. Más aún, aprendí a estar de novio. Marcela era popular en el Colegio, muy buena alumna, de largos cabellos negros, casi como sus ojos. Su apellido, ligado a la política local, la diferenciaba intelectualmente del resto. En su casa, a la vuelta de la esquina, había una gran biblioteca de piso a techo con libros que no se veían en casas de otros compañeros. Apenas conocí a su padre, porque murió al poco tiempo, pero su madre y sus hermanos me acogieron. Eso facilitó que pasáramos largas horas en el zaguán de entrada y en su habitación aprendiendo los primeros y largos besos en la boca, las caricias del cuerpo y esa alegría indescriptible que da la primera pasión.
Fue por esa biblioteca, y las conversaciones de los amigos de los padres que circulaban por esa casa, cuando comencé a hacerme algunas preguntas y a no poder encontrar respuestas. La injusticia y la violencia estaban en los libros de política, en los de poesía, en los discos de pasta, en las conversaciones. La realidad política y social del momento comenzaba a penetrarme. Ya no había vuelta atrás. La decisión de “hacer algo” se había instalado.
Ojos azules, apellido inglés, buena educación religiosa, manejo de idiomas extranjeros, novia linda, buen deportista y familia tradicional pequeño burguesa y heredera de un legado destacado son casi garantías para una buena vida. Pero rápidamente aprendí que no hay garantías. No salimos de una fábrica ni somos moldeados en hormas. Un atisbo, apenas, de conciencia social tiró todo ese futuro promisorio por la borda. Y construyó otro de subversivo.

3
Agitación

El fin de la dictadura militar del general Alejandro Lanusse y lo...

Índice

  1. Cubierta
  2. Acerca de Ojos celestes
  3. Portada
  4. Epígrafes
  5. Prólogo, por Graciela Fernández Meijide
  6. Introducción
  7. 1. Aterrizaje
  8. 2. Sin garantía
  9. 3. Agitación
  10. 4. La noche
  11. 5. País Tropical
  12. 6. Welkom
  13. 7. Tot Ziens
  14. 8. El exilio es una sensación
  15. Epílogo
  16. Créditos