Memorias de una epidemia
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Memorias de una epidemia

  1. 53 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Memorias de una epidemia

Descripción del libro

Serie de minirrelatos publicados originalmente en redes sociales, sobre la epidemia de coronavirus.Cuentos en los que se describen distintos aspectos de la soledad, el miedo y el encierro, escritos en un tono menor y centrados en personajes anónimos.

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Información

Editorial
Maitri
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789564020167
I
En la cocina, siempre tres papeles: qué hacer hoy, mañana, la próxima semana. El primero se llena de tachados, de borrones, de manchas, y termina, cuando le corresponde, en la basura. El segundo, un poco más preciso, incluye compras, llamados, urgencias, subrayados. El tercero, impecable, tiene solo tres títulos: lavar ropa, limpiar todo (como si todo pudiera resumirse), llamar a los más solos.
Un espacio después, sin días y sin fechas; un espacio tan en blanco que amenaza. Y al final, un final que casi no se lee, un “retomar” sin más explicaciones. Para cuando se pueda.

II
Cuando prohibieron las salidas a la calle, tenía en la despensa kilos de arroz, lentejas y garbanzos; doce bolsas de café descafeinado; ocho latas de salsa de tomate, catorce de atún sin aceite, dos de arvejas que nunca consumía y puré de castañas que tampoco. Para disimular, en la bodega guardaba papel higiénico para dos meses y medio, más o menos, y pilas incontables de toallitas húmedas, pañuelos de un solo uso y litros de litros de desinfectantes.
En el estante, varios kilos de frutos secos. En el baño, veinte botellitas de gel, cuatro frascos de champú y, lo que ahora ya no necesitaba, cremas para el pelo, siete en total de diferentes marcas.
Cuando finalmente prohibieron las salidas a la calle, se preguntó “¿Y las flores?”. ¿Qué iba a hacer sin flores a la entrada ahora que faltaban?

III
Todos los días a las nueve los vecinos se acercan al balcón y aplauden en un coro a los que están ayudando a los enfermos. Él es una silueta en la ventana, la luz al fondo, la noche por delante, tan elegante y fijo que si no fuera gato demoraría poco en desplomarse. Los aplausos se apagan. Él sigue ahí, escuchando.

IV
Después de la epidemia, los primeros aviones salieron con unos pocos pasajeros, los más necesitados. Al correrse la voz y en cuestión de unos días, los aeropuertos dejaron de ser un vacío sin eco, sillas vacías, pasillos transparentes. Volvieron los anuncios, reabrieron las tiendas.
Las azafatas empezaron a notarlo enseguida y se lo comentaron a los pilotos que, felices de estar de nuevo al mando, no le dieron importancia. La segunda semana, y a pesar de que no las apoyaban, tuvieron que informar de ese fenómeno. Después de retirar las bandejas de la comida en los viajes más largos, ya ningún pasajero encendía la pantalla. Los que iban de a varios en una misma fila, se sorteaban los turnos para quedar al lado de la ventanilla y, ahí, por unas horas o lo que hubieran acordado, se quedaban mirando la noche, buscando las estrellas, tratando de adivinar los nombres de las ciudades por las que pasaban. Los demás jugaban a las cartas o a las adivinanzas, juegos de niños como mirar las nubes, sorprendidos.

V
Las mañanas eran siempre de invierno, quizá porque a esa hora seguía estando frío, quizá por encontrarse de nuevo en el encierro. Por eso, bajó de los armarios varios chalecos que se iba turnando encima del piyama mientras paseaba la taza de café, ahora sin apuro.
A media mañana, empezaba a asomar un sol tranquilo que lo iba acompañando con un sabor de otoño mientras trataba de improvisar algo en la cocina. Era un otoño lento, como son los otoños; luz dorada y de lado, punteada por las hojas de los árboles.
De las tres a las siete volvía a ser verano y hasta era difícil leer en la terraza.
En las tardes, tenía que echar mano de nuevo a algún chaleco. Lo único que faltaba era la primavera, tan lejos todavía.

VI
Si no hubiera sido por los vuelos cancelados, hoy habría estado en otra ciudad, en un departamento de una calle triste por la que pasan pocos. Una calle olvidada, a espaldas del turismo y de los mapas, sucia, a la que solo llegan algunos solitarios que se juntan y se escuchan o no, comparten lo que pueden o un silencio. ¿Quién estará sentado ahora en ese banco de las tardes, sabiendo del peligro o sin saberlo?

VII
En la noche, incluso antes del toque de queda, las calles se quedan en silencio. En un casi silencio en realidad, porque no falta el vecino lejano que sigue con su música, el que estornuda como un desafío, el diplomático del sexto que habla con los amigos que lo escuchan desde su propio encierro a miles de kilómetros. Más tarde, solo quedan ladridos, los de los perros que pasean sin permiso o se pelean desde sus balcones por un lugar que no les pertenece.
A esa hora, en la noche, son ellos los que mandan.

VIII
Ella escribió “Echo de menos los cuerpos y el abrazo”. Él pensó que era el suyo y la llamó enseguida.

IX
El fumador, que fuma poco pero se alegra con cada pitada lenta, sobre todo en las tardes, siempre pensó que eso tendría que pasar cuando llegara a los 75, a los 80. Un día le dirían que se acabó y acataría. Mientras tanto, cada vez que viajaba aprovechaba de comprar sus puros favoritos, los que no se encontraban ni en el barrio ni en ningún otro barrio.
Ahora, aeropuertos vacíos y vuelos cancelados, miraba cada caja que había acumulado. Tres, dos, la última. Ahora era ese día en que se terminaban.

X
Llevaban siete años sin querer encontrarse. El miércoles se vieron y él era solo una de las caras en la pantalla dividida. “Tiene que haberme visto”, pensó ella, arrepentida de no haberse puesto una polera clara. En la tarde recibió un mensaje corto; corto y directo, lo que era raro en él. Solo dos líneas en las que le hablaba de su niño de meses y del miedo. Ella le respondió, corto también y sin detalles, con una calma rara.

XI
¿Qué hacer con las urgencias cuando todo es ahora? Cuando no hay plazos ni entregas ni sin falta la próxima semana. Cuando no hay más que prórrogas.

XII
Hace unos meses, aprendió muy feliz y sin que nadie lo ayudara a mandarse mensajes por mail que programaba para cualquier futuro. Además de ayudarlo a organizarse con un método mucho más fácil que ir llenando el calendario de pendientes, pensaba que le servirían si quisiera perderse por unos días en la playa, sin que nadie supiera que estaba lejos, y mandarles saludos envasados a todos los que pudieran preocuparse.
Ahora, desde hace una semana, ve aparecer los mensajes con asombro, sobre todo los que van seguidos de un “no vayas a olvidarte”. Ahora que esos mensajes sobran y tiene que ignorarlos o postergarlos hasta una fecha elegida como quien hace apuestas, le suenan a vacío, a anuncios de un apuro que ya no reconoce.

XIII
Cuando los pocos que quedaban afuera están encerrados en sus casas, ¿quién es el niño que llora mientras parece caminar por la vereda?, ¿quién va en el auto que parece correr una carrera en esta calle corta, interrumpida a pocos metros por la plaza? Estas noches no es la radio a todo volumen del vecino, no es el televisor intruso ni la sirena de los policías. Son esos pocos ruidos los que estallan.

XIV
Cuando la vuelve a ver a punto de abrir una lata de atún, le pega un grito. “De nuevo atún”, dice furioso, y abre el congelador de golpe para mostrarle las bolsas de verdura, los paquetes de carne, las cebollas picadas, el pan que hay que empujar para cerrar la puerta. Atún en la ensalada, tortilla de atún con un poco de verde, tallarines con atún, una vez más las bolitas de avena con atún recomendadas en la página de comida sana que le gusta. Él se acerca y le hace un cariño en el hombro, se le acerca un poco más a punto de besarla. Ella lo mira impávida mientras levanta con el índice el cierre de la lata.
...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. I