El conflicto de los siglos
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El conflicto de los siglos

  1. 767 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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El conflicto de los siglos

Descripción del libro

El mundo está al borde de una crisis estupenda; la más grande en la historia, la crisis final. Ante ese futuro omnioso, la presente obra expone una respuesta autorizada para la confusión, el caos y la desesperación. Sus páginas contienen una explicación inspirada y al mismo tiempo clara del significado real de la historia humana durante los pasados 20 siglos, mostrándonos qué nos depara el presente siglo XXI y cómo va a terminar "la madre de todas las batallas". Al revelar el plan de Dios para la humanidad, este libro notable y atrapante puede llegar a ser el más importante que alguna vez usted haya leído.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789877981391

Capítulo 1

El destino del mundo

“¡Cómo quisiera que hoy supieras lo que te puede traer paz! Pero eso ahora está oculto a tus ojos. Te sobrevendrán días en que tus enemigos levantarán un muro y te rodearán, y te encerrarán por todos lados. Te derribarán a ti y a tus hijos dentro de tus murallas. No dejarán ni una piedra sobre otra, porque no reconociste el tiempo en que Dios vino a salvarte”.1
Jesús contemplaba Jerusalén desde la cima del Monte de los Olivos. Delante de él se desplegaba un paisaje bello y pacífico. Era la época de la Pascua, y desde todas las regiones los hijos de Jacob se habían reunido para celebrar la gran fiesta nacional. De en medio de los jardines y viñedos, y de las verdes laderas tachonadas de las tiendas de los peregrinos, se elevaban las colinas con sus terrazas, los soberbios palacios y los macizos baluartes de la capital israelita. La hija de Sión parecía decir en su orgullo: “¡Estoy sentada reina, y... nunca veré el duelo!”; porque amada como lo era, creía estar segura de merecer aún los favores del cielo como cuando en los tiempos antiguos el poeta rey cantaba: “De hermosa perspectiva, el gozo de toda la tierra es el Monte de Sión... la ciudad del gran Rey”.2Saltaban a la vista las espléndidas construcciones del Templo. Los rayos del sol poniente iluminaban la nívea blancura de sus muros de mármol y centelleaban al incidir sobre el oro de puertas, torres y pináculos. Era la “perfección de hermosura”, el orgullo de la nación judía. ¡Qué hijo de Israel podía contemplar semejante espectáculo sin sentirse conmovido de gozo y admiración! Pero muy ajenos a todo esto eran los pensamientos que embargaban la mente de Jesús. Él “vio la ciudad y lloró por ella”.3En medio del regocijo general de la entrada triunfal, mientras se agitaban ramas de palmeras, mientras los alegres hosannas repercutían en las colinas y miles de voces lo proclamaban Rey, el Redentor del mundo estaba abrumado por una súbita y misteriosa tristeza. Él, el Hijo de Dios, el Prometido de Israel, cuyo poder había vencido a la muerte y le había arrebatado sus cautivos de la tumba, lloraba, no a causa de un pesar común, sino a causa de una agonía intensa e irreprimible.
No lloraba por sí mismo, aunque bien sabía a dónde lo conducían sus pies. Delante de sí se extendía Getsemaní, escenario de su próxima agonía. También se divisaba la puerta de las ovejas; por ella habían entrado durante siglos y siglos las víctimas para el sacrificio, y pronto iba a abrirse para él, cuando “como cordero” fuera “llevado al matadero”.4Poco más allá estaba el Calvario, el lugar de la crucifixión. Sobre la senda que Cristo pronto iba a recorrer habrían de caer los horrores de una gran tiniebla mientras él entregaba su alma en ofrenda por el pecado. Sin embargo, no era la contemplación de esas escenas lo que arrojaba sombras sobre el Señor en esta hora de regocijo. Tampoco era el presentimiento de su angustia sobrehumana lo que nublaba su espíritu abnegado. Lloraba por el fatal destino de los millares de Jerusalén; por la ceguera y la dureza de corazón de aquellos a quienes había venido a bendecir y salvar.
Ante los ojos de Jesús se abría una historia de más de mil años, durante los cuales Dios manifestó su favor especial y tierno cuidado al pueblo elegido. Allí estaba el monte Moriah, donde el hijo de la promesa, una víctima sin resistencia, fue atado sobre el altar; un emblema de la ofrenda del Hijo de Dios. Allí se había confirmado al padre de los creyentes el pacto de bendición, la gloriosa promesa mesiánica.5Allí las llamas del sacrificio, al ascender al cielo desde la era de Ornán, habían desviado la espada del ángel exterminador;6símbolo adecuado del sacrificio de Cristo y de su mediación por los culpables. Jerusalén había sido honrada por Dios sobre toda la Tierra. El Señor había “elegido a Sión; la quiso por habitación para sí”.7Allí, por siglos y siglos, los santos profetas habían proclamado sus mensajes de advertencia. Allí los sacerdotes habían mecido sus incensarios y la nube de incienso, mezclada con las plegarias de los adoradores, había ascendido delante de Dios. Allí había sido ofrecida día tras día la sangre de los corderos sacrificados, lo cual señalaba hacia el futuro Cordero de Dios. Allí Jehová había manifestado su presencia en la nube de gloria por encima del propiciatorio. Allí se había asentado la base de la escalera mística que unía el cielo con la Tierra;8esa escalera sobre la cual los ángeles de Dios bajaban y subían, y así mostraban al mundo el camino que conduce al Lugar Santísimo. De haberse mantenido Israel como nación fiel al Cielo, Jerusalén habría permanecido para siempre, la elegida de Dios.9Pero la historia de ese pueblo tan favorecido era un registro de apostasías y rebeliones. Habían resistido la gracia del Cielo, abusado de sus privilegios y menospreciado sus oportunidades.
A pesar de que los hijos de Israel “hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas”,10el Señor había seguido manifestándoseles como “¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad”;11y por más que lo rechazaran una y otra vez, su misericordia había continuado suplicándoles. Con más amorosa compasión que el de un padre por el hijo a su cargo, Dios les enviaba advertencias “por mano de sus mensajeros, madrugando para enviárselas; porque tuvo compasión de su pueblo y de su morada”.12Y cuando hubieron fracasado las advertencias, las reprensiones y las súplicas, les envió el mejor don del cielo; más aún, derramó todo el cielo en ese solo Don.
El Hijo de Dios fue enviado para suplicar a la ciudad rebelde. Era Cristo quien había sacado a Israel como “una vid de Egipto”.13Con su propio mano había arrojado a los paganos de delante de ella. La había plantado “en una ladera fértil”. Su cuidado tutelar la había cercado. Había enviado a sus siervos para que la cultivasen. Exclamó: “¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?” Y por más que al haber esperado “que diese uvas” valiosas, las había dado “silvestres”,14el Señor, aun esperando anhelosamente obtener fruto, vino en persona a su viña para ver si así podía librarla de la destrucción. La labró, la podó y la cuidó. Fue incansable en sus esfuerzos por salvar esa viña que él mismo había plantado.
Durante tres años el Señor de la luz y la gloria estuvo yendo y viniendo entre su gente. “Anduvo haciendo bienes, y sanando a todos los oprimidos por el diablo”, curando a los de corazón quebrantado, poniendo en libertad a los cautivos, dando vista a los ciegos, haciendo andar a los cojos y oír a los sordos, limpiando a los leprosos, resucitando muertos y predicando el evangelio a los pobres.15A todas las clases sociales por igual dirigía el llamado de gracia: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso”.16
Aunque fue recompensado con mal por el bien dado y odiado por su amor,17prosiguió con firmeza su misión de misericordia. Jamás fueron rechazados quienes buscaban su gracia. Errante y sin hogar, sufriendo cada día oprobio y penurias, vivió para ayudar a los necesitados y aliviar los pesares de los hombres, y para persuadirlos a que aceptasen el don de vida. Los efluvios de la misericordia divina, rechazados por esos corazones obstinados, retornaban en una marea más poderosa de amor compasivo, inenarrable. Pero Israel se alejó de su mejor Amigo y único Auxiliador. Las súplicas de su amor habían sido despreciadas, sus consejos rechazados, sus advertencias ridiculizadas.
La hora de esperanza y de perdón pasaba rápidamente; la copa de la ira de Dios, por tanto tiempo postergada, estaba casi llena. La nube de apostasía y rebelión que se había ido formando a través de los tiempos, ahora se veía negra de maldiciones, próxima a estallar sobre un pueblo culpable; y el único que podía librarlos de su inminente suerte fatal había sido menospreciado, abusado y rechazado, y en breve sería crucificado. Cuando Cristo estuviera clavado en la cruz del Calvario, ya habría terminado para Israel su día como nación favorecida y bendecida de Dios. La pérdida de una sola alma es una calamidad que excede infinitamente en valor al de todas las ganancias y todos los tesoros de un mundo; pero mientras Jesús fijaba su mirada sobre Jerusalén, veía la ruina de toda una ciudad, de toda la nación; de esa ciudad y esa nación que una vez habían sido las elegidas de Dios, su especial tesoro.
Los profetas habían llorado por la apostasía de Israel y las terribles aflicciones con que fueron castigados sus pecados. Jeremías deseaba que sus ojos fueran un manantial de lágrimas para poder llorar día y noche por los muertos de la hija de su pueblo, por el rebaño del Señor que había sido llevado cautivo.18¡Cuál no sería entonces la angustia del Ser cuya mirada profética abarcaba, no años, sino siglos! Contempló al ángel exterminador blandir su espada contra la ciudad que por tanto tiempo fuera la morada de Jehová. Desde la cumbre del Monte de los Olivos, el mismo lugar que más tarde iba a ser ocupado por Tito y sus soldados, miró a través del valle los atrios y pórticos sagrados, y con los ojos nublados por las lágrimas vio, en horroroso anticipo, los muros circundados por tropas extranjeras. Oyó el estrépito de las legiones que marchaban en son de guerra. Oyó los lamentos de las madres y los niños que clamaban por pan en la ciudad sitiada. Vio su Templo santo y hermoso y sus palacios y sus torres devorados por las llamas, y que en su lugar sólo quedaba un montón de ruinas humeantes.
Al cruzar los siglos con la mirada vio al pueblo del pacto disperso por toda la Tierra “como náufragos en una playa desierta”. En la retribución temporal que estaba por caer sobre sus hijos no vio otra cosa que el primer trago de esa copa de ira que, en el juicio final, el pueblo bebería hasta las heces. La compasión divina y el amor anhelante hallaron expresión en las lúgubres palabras: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” ¡Oh, si tú, nación favorecida por sobre todas, hubieras conocido el tiempo de tu visitación y lo que atañe a tu paz! Yo detuve al ángel de justicia, te llamé al arrepentimiento, pero en vano. No desechaste ni rechazaste tan sólo a los siervos, enviados y profetas, sino al Santo de Israel, tu Redentor. Si eres destruida, tú sola eres responsable. “No queréis venir a mí para que tengáis vida”.19
Cristo vio en Jerusalén un símbolo del mundo endurecido en la incredulidad y rebelión, y que corría presuroso al encuentro de los juicios retributivos de Dios. Los lamentos de una raza caída oprimían el alma de Jesús y hacían brotar de sus labios esos extraños y amargos clamores. Vio las huellas del pecado trazadas en la miseria, las lágrimas y la sangre de los seres humanos; su corazón se conmovió de compasión infinita por los afligidos y sufrientes de la Tierra; anheló salvarlos a todos. Pero ni siquiera su mano podía desviar la corriente del infortunio humano; pocos buscarían su única Fuente de ayuda. Él estaba dispuesto a derramar su misma alma hasta la muerte y así poner la salvación al alcance de todos; pero pocos acudirían a él para tener vida.
¡La Majestad del cielo derramando lágrimas! ¡El Hijo del Dios infinito turbado en espíritu y doblegado bajo el peso de la angustia! Los cielos se llenaron de asombro ante semejante escena. Esa escena nos manifiesta la enorme pecaminosidad del pecado; nos muestra cuán difícil es, aun para el Poder infinito, salvar al culpable de las consecuencias por transgredir la ley de Dios. Jesús, al proyectar su mirada hasta la última generación, vio al...

Índice

  1. Tapa
  2. Aclaraciones
  3. Introducción
  4. Capítulo 1: El destino del mundo
  5. Capítulo 2: La fe de los mártires
  6. Capítulo 3: Una era de tinieblas espirituales
  7. Capítulo 4: Fieles portaantorchas
  8. Capítulo 5: El lucero de la Reforma
  9. Capítulo 6: Dos héroes de la Edad Media
  10. Capítulo 7: En la encrucijada de los caminos
  11. Capítulo 8: Un campeón de la verdad
  12. Capítulo 9: Se enciende una luz en Suiza
  13. Capítulo 10: Progresos de la Reforma
  14. Capítulo 11: La protesta de los príncipes
  15. Capítulo 12: La Reforma en Francia
  16. Capítulo 13: El despertar de España
  17. Capítulo 14: En los Países Bajos y Escandinavia
  18. Capítulo 15: La verdad progresa en Inglaterra
  19. Capítulo 16: La Biblia y la Revolución Francesa
  20. Capítulo 17: América, tierra de libertad
  21. Capítulo 18: Heraldos de una nueva era
  22. Capítulo 19: Una profecía significativa
  23. Capítulo 20: Luz a través de las tinieblas
  24. Capítulo 21: Un gran despertar religioso
  25. Capítulo 22: Una advertencia rechazada
  26. Capítulo 23: Profecías cumplidas
  27. Capítulo 24: El Templo de Dios
  28. Capítulo 25: Jesucristo, nuestro Abogado
  29. Capítulo 26: Estados Unidos en la profecía
  30. Capítulo 27: Una obra de reforma
  31. Capítulo 28: La verdadera conversión es esencial
  32. Capítulo 29: El juicio investigador
  33. Capítulo 30: El origen del mal y del dolor
  34. Capítulo 31: El peor enemigo del hombre
  35. Capítulo 32: ¿Quiénes son los ángeles?
  36. Capítulo 33: Las asechanzas del enemigo
  37. Capítulo 34: El misterio de la inmortalidad
  38. Capítulo 35: ¿Pueden hablarnos nuestros muertos?
  39. Capítulo 36: La libertad de conciencia amenazada
  40. Capítulo 37: El conflicto inminente
  41. Capítulo 38: Nuestra única salvaguardia
  42. Capítulo 39: El mensaje final de Dios
  43. Capítulo 40: El tiempo de angustia
  44. Capítulo 41: La liberación del pueblo de Dios
  45. Capítulo 42: La desolación de la Tierra
  46. Capítulo 43: El fin del conflicto
  47. Apéndice