21. MISIONES
Introducción al colonialismo
Todas las sociedades del planeta se han visto forzadas a diferentes tipos de encuentro o careo intercultural. Piensen en los últimos quinientos años; y en el tropezón involuntario con Occidente. Por supuesto; existieron rasgaduras antes de la expansión colonial europea. La historia está repleta de confrontaciones entre los pueblos, no siempre felices. Hay quien cavila –razonablemente– que toda cultura es, en potencia, colonialista. Incluso se ha insinuado que no debe prestarse demasiada atención al colonialismo ya que no difiere en demasía de otras formas de conquista o de dominación acaecidas por doquier, en todas las épocas. Sucede que, desde mi parecer, el moderno colonialismo obligó a toda cultura a interrogarse sobre sí misma y acerca de sus vecinas de una forma jamás conocida. Siguiendo a Ashis Nandy considero que el colonialismo es, entre muchas cosas, una cuestión de consciencia: «es un estado de mente en los colonizadores y los colonizados»;1 un estado que no desaparece con la independencia política de las ex colonias. Porque el colonialismo es inseparable de los regímenes de verdad y las epistemologías de la modernidad. Hemos visto innumerables ejemplos. De ahí que pueda distinguirse entre un proto-colonialismo islámico en la India y un posterior colonialismo de la modernidad. Lo que Aníbal Quijano llama “colonialidad”.2
Tampoco olvidemos que en todas sus facetas el colonialismo moderno comportó una violentísima apropiación de una tierra y un lugar indígenas. Visualicen una pequeña isla de las Antillas. En pocos decenios la población es aniquilada por gérmenes mortíferos. El colono la reemplaza por mercancía humana africana, desenraizada y denigrada hasta lo inconcebible. Rompe con la ecología y el paisaje al dedicarse al monocultivo de alguna planta foránea (caña de azúcar asiática, por ejemplo). Desde la “casa grande” el hombre blanco domina los recursos y controla las fuerzas de trabajo y de la economía. Pero dice educar, civilizar, modernizar. Como el esclavo se evade y se vuelve un incontrolado cimarrón, decide importar mano de obra dócil (de la India, por caso). Hasta que la isla-plantación, desangrada, deja de ser competitiva y, al cabo de una centuria o dos, se le permite acceder a una dudosa independencia. Todo ha sido arrasado. Que esa isla haya producido hoy un Nobel de literatura y unas interesantes culturas criollas no quita que el tropiezo con el “hombre blanco” no fuera ningún diálogo inter-cultural; más bien un porrazo. Para comprender a los habitantes de la India de hoy (o de cualquier mundo que haya sufrido la colonización) es obligatorio rastrear la relación que sus habitantes de ayer tuvieron con las estructuras coloniales. Como ha dicho Bernard Cohn, estudiar la India sin prestar atención a los comerciantes, los misioneros, los administradores y a todo el proceso por el cual los pueblos indígenas pasaron a ser incorporados en las economías capitalista o socialista, sería trivializar la experiencia de los nativos.3 Por mucho que Kipling dijera que Oriente y Occidente nunca se encontrarían, de hecho se encontraron. ¡Y de qué manera!
COLONIALISMO E IMPERIALISMO
Por colonialismo generalmente se entiende un tipo de actividad llevada a cabo en las periferias. En principio, el colonialismo no está preocupado en ninguna transposición de valores, sino en la ocupación y la explotación. En el imperialismo, en cambio, la política se gestiona desde el centro. A diferencia del anterior, la maquinaria imperialista se sostiene en alguna ideología, normalmente un gran proyecto de evangelización, transculturación o modernización. El imperialismo, además, está directamente involucrado en la competición con otros contrincantes y posee un peso considerable en el imaginario del Estado-nación. Lo demuestra el hecho de que las potencias imperiales del siglo XIX se apropiaran de territorios simplemente para que no cayeran en manos rivales. Pero, como ha advertido Robert Young, a finales del siglo XIX, cualquier diferencia entrambos se había difuminado por completo: «el primero parecía haberse convertido en la práctica del segundo».4
Los expertos suelen diferenciar dos tipos de práctica colonial/imperialista. Por un lado, las colonias establecidas para albergar colonos (como las posesiones británicas de Norteamérica o Australia, la francesa de Argelia o la portuguesa de Brasil). Por el otro, las colonias de ocupación, establecidas para la pura explotación económica pero donde no se da influjo sustancial de población (como las posesiones británicas de la India, las holandesas de Indonesia, la francesa de Nueva Caledonia, la estadounidense de Puerto Rico o la japonesa de Taiwan). Algunos añaden una tercera categoría: los enclaves marítimos (como Malta, Gibraltar, Hongkong, Singapur, Mauricio, Guantánamo o Hawaii).5 Así que por norma, y dicho groseramente, las potencias coloniales poseían o bien territorios para “blancos” o bien colonias de “negros”. Como sabemos, los “blancos” colonos argentinos, australianos o estadounidenses fueron a su vez explotadores y exterminadores de poblaciones nativas. Por lo que es lícito preguntarse: ¿eran estos “blancos” colonos o colonizadores?
Por interés didáctico, he conceptualizado cuatro fases y estilos de colonialismo/imperialismo. Aunque la lista de las potencias imperiales de los últimos siglos es extensa, aquí sólo me referiré a algunos aspectos de las modalidades coloniales de España, Francia, el Reino Unido y Estados Unidos. Los lectores y lectoras notarán las continuidades y paralelismos entre las distintas variedades. Pero también espero dejar claro que el colonialismo no ha sido ni es un proceso homogéneo y sin fisuras.
La misión cristianizadora
La primera modalidad de colonialismo se puso en marcha en 1492, con la derrota de los “moros”, la expulsión de los judíos y el “descubrimiento” de América. Lo que sitúa a la península Ibérica –con permiso de Rusia, que ya era colonialista en el siglo XII– en un lugar preeminente en la construcción del moderno sistema mundial. El vector director fue el ambicioso proyecto de cristianización del globo. No olvidemos que Cristóbal Colón zarpó con la idea de apoyar una definitiva cruzada en Tierra Santa. (No creo, sin embargo, que el colonialismo en las Américas fuera una mera prolongación de la experiencia de la reconquista de Iberia; entre otras cosas, porque la misma idea de “reconquista” nos ha salido un proceso más complejo, contradictorio y hasta imaginado de lo que se tenía.) Pero de lo que no hay duda es de que en apenas treinta años Colón, Cortés, Pizarro y sus secuaces se toparon con una alteridad insospechada. Este primer “momento” constituye uno de los choques culturales, políticos y militares más bruscos de los últimos milenios. De un lado, tenemos un fortísimo impulso de expansión, abocado a quebrantar y trascender toda cultura o contexto en pos de unos valores universales y una hegemonía económica basada en una escandalosa actitud de saqueo. Del otro, unas culturas indígenas tejidas en una visión del mundo ritualizada y holística. No es mi intención, ni mi tarea, idealizar el mundo precolombino, ni culpabilizar a la Europa capitalista por enésima vez. Lo que me interesa resaltar ahora es la actitud hermenéutica española.
El encuentro con los “indios” produjo, de entrada, una bifurcación entre dos formas de percibir al otro, típicas de toda situación colonial: o asimilación plena (clásica actitud del misionero) o absoluta negación (típica del militar). Una disyuntiva ya patente en la ansiedad hermenéutica de Cristóbal Colón, que podía ver al indio como el “buen salvaje” (aunque también un “pobre perro”) o como un “caníbal inhumano”. O bien piensa en los indios como seres humanos completos, que tienen los mismos derechos que él, pero entonces –escribe Tzvetan Todorov– «no sólo los ve iguales, sino también idénticos, y esta conducta desemboca en el asimilacionismo, en la proyección de los propios valores en los demás». O bien parte de la diferencia, «pero ésta se traduce inmediatamente en términos de superioridad e inferioridad».6 La segunda generación de conquistadores tuvo una visión de mayor alcance. Es evidente, por ejemplo, que Hernán Cortés realizó esfuerzos por comprender las formas de vida indígenas. Por supuesto, con el ánimo de someterlo de forma más eficaz. Porque parte esencial de cualquier conquista es la “comprensión” de la alteridad. Si Cortés fue capaz de interesarse y comprender al indígena, aún al precio de cierta empatía,7 ello afirmaba su superioridad.
Estas actitudes se enfrentaron en la famosa controversia de Valladolid de 1550, que opuso al historiador y filósofo Juan Ginés de Sepúlveda y al abad dominico y obispo de Chiapas Bartolomé de Las Casas.
Fundamentándose en la famosa distinción de Aristóteles de “unos nacidos amos y otros nacidos esclavos”, Sepúlveda partía de la base de que el estado natural de la sociedad es la jerarquía. En su esquema la diferencia se equiparaba a inferioridad. Los indios eran como bestias salvajes (presos por la idolatría, la tosquedad, los sacrificios humanos…) al lado de los civilizados europeos. El tema de su conversión era secundario a los intereses prioritarios de conquista.
Las Casas secundó la tesis contraria; la de la igualdad esencial de todos los humanos; actitud más próxima a la del teólogo salmantino Francisco de Vitoria. Las Casas lo expresa sin rodeos: «estos pueblos igualaban y hasta superaban a muchas naciones del mundo reputadas civilizadas… Nosotros mismos no fuimos mucho peores en la época de nuestros antepasados paganos».8 Para el igualitarismo cristiano las diferencias de nación, raza o cultura son irrelevantes frente a la unidad de todos ante Cristo. Los indios están llamados a la salvación –no menos que los europeos– por medio de la cruz. En una frase histórica, Las Casas arremetió contra Sepúlveda con contundencia: «mandemos a paseo en esto a Aristóteles, pues de Cristo, que es verdad eterna, tenemos el siguiente mandato: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”».9
Las Casas pretendía un giro radical en la estrategia de colonización. Urgía abandonar la conquista militar, la esclavitud de los indios y el expolio de tierras. Quería darle un tono humanista a la conquista. ¿Por qué? Porque no ve diferencia entre el azteca, el maya y el ibérico. O sí la ve (y es loable que se niegue a despreciar al otro simplemente porque es diferente), pero acto seguido la diluye porque está convencido de la universalidad del cristianismo. Piensa Todorov que «si ...