Here comes the nice
El primer día de nuestra estancia en la casa del Carmen, quizá porque el estreno de vivienda exigía algún tipo de celebración, fue uno de los pocos en los que decidimos hacer una salida colectiva. Chavi consiguió una caja de dexedrinas que nos tomamos y acabamos tan agitados y locuaces que hubiéramos necesitado un día de treinta y cuatro horas para que nos proporcionara el marco adecuado a nuestras efusiones y expansiones. Esa tarde fuimos a la filmoteca donde el grupo de teatro Dagoll Dagon representaba, en catalán, Antaviana, una obra musical basada en cuentos de Pere Calders, con música de Sisa, en la línea del realismo mágico, algo que se llevaba mucho entonces. Antaviana era la palabra mágica que se inventaba un niño para escapar del aburrimiento. Desde ese momento, aquella sería para nosotros la palabra secreta que designaría nuestro vehículo particular de evasión del tedio: las anfetaminas. Aun hoy, después de treinta años, me basta con evocar esa palabra para que automáticamente se me seque la boca.
A la salida de la representación, penetrados por partida doble por la magia de Antaviana, la química y la teatral, la noche tenía un prestigio especial. Las estrellas parecían tutearnos como colegas, más enrolladas, más colocadas que nunca. Y la luna cortaba la oscura noche como corta un chorro de leche una taza de café negro. Pero a nosotros no nos apetecía un inocente cortado sino un carajillo bien fuerte. Éramos jóvenes y libres y al contrario que al personaje de la obra que acabábamos de ver representar, aún no nos visitaba nuestra propia conciencia para soltarnos sus reconvenciones, sus fastidiosas arengas, sus irrisorios propósitos de enmienda.
Llevado de la sugestión de Antaviana Pablo propuso:
–Habría que inventarse una palabra y atribuirle luego algo que designar con ella, algo tan nuevo como la misma palabra que lo designara y a la vez lo creara. Subvertir la relación de jerarquía entre las palabras y las cosas. Pongamos a prueba la idea de que todo lo que se nombra existe.
–Creemos pues el nombre de una droga inexistente –propuso Alicia– para que a partir del propio nombre surja una droga total que nos transporte al infinito.
–O una música –señaló a su vez Rocco–, demos título a la música más sublime y sonará en nuestros oídos lo nunca oído.
–Mejor aún –dije yo–, creemos la palabra que defina un mundo perfecto que contenga todas esas cosas perfectas y muchas más. Y ese mundo perfecto automáticamente, en algún lugar, se creará.
–Sí –asintió Chavi agorero–, con sus aparatos de poder perfectos, sus políticos corruptos perfectos, su policía represora perfecta. Mejor digamos mierda y volvamos a donde estamos.
–Maldito aguafiestas –concluyó Alicia amagando a Chavi un festivo y profesoral capón.
Habíamos llegado al Capsa 13, en la calle Ripalda donde pensábamos tomar el carajillo por el que suspirábamos. El local se hallaba lleno y animado. Nada más entrar, el olor de la yerba y del hachís se percibían como una señal inequívoca de que habías llegado a un templo y que lo habías hecho en plena comunión. El humo denso flotaba en estratos sobre aquella congregación cuyos miembros tenían en común estar en el rollo. Veíamos un abismo entre nosotros y el mundo convencional. Estábamos en el rollo, éramos distintos, sectarios, excluyentes, expresábamos nuestro significante, como se decía entonces, como una forma de desafío.
Nos instalamos en un rincón sobre unos cojines de color salmón vagamente indios. Sentarse en cojines sobre el suelo era algo habitual dentro de las actitudes identificativas o estrategias de distinción de la basca y suponía a la vez, como todo gesto distintivo o seña de identidad, un sacrificio. En cualquier caso, era algo bastante incómodo, y, habida cuenta de que quien se sentaba en ellos solía ir por lo común bastante puesto, las dificultades aumentaban de forma exponencial. Si tenías una pared detrás donde apoyar la espalda la cosa mejoraba de forma sensible, pero la mejoría era solo provisional. Lo normal era que el cojín se fuera desplazando sobre el piso hasta que las posaderas de uno se hallaban formando con la pared donde se apoyaba la espalda un ángulo imposible de mantener. Al final acababas sentándote directamente en el suelo abrazando el cojín sobre el regazo.
Las paredes de Capsa 13 se hallaban decoradas con fotografías y carteles de películas clásicas. Fotos de Marlene Dietrich en el Ángel Azul, de Greta Garbo en la Reina Cristina de Suecia, de Valentino con disfraz de gaucho y ojos cinegéticos bailando la Cumparsita en Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis... Era habitual que sonara algún tema de David Bowie o de Lou Reed, lo que terminaba de darle al local un cierto toque canalla y a la vez glamuroso.
Pedimos todos trifásicos, una especie de carajillo cortado que por entonces estaba de moda, salvo Alicia que siempre iba a la contra y pidió un cubalibre. Cada vez sentía más antipatía por ella. Era despótica y caprichosa, nunca se le podía discutir nada. Si afirmaba que algo era negro había que admitirlo si no querías que la cosa terminara en bronca. A veces tras una discusión en la que alguien no le daba la razón acababa llorando. Aquel era su último recurso; el llanto era su argumento final irrebatible. Y todo el mundo debía ceder.
–Alicia lleva ya tres años rulando –dijo Rocco, como si eso justificara su insoportable carácter o constituyera un eximente.
–Sí –dijo ella–, basta echar una mirada a la basca para saber el tiempo que lleva en la calle.
Luego se me quedó mirando y me soltó:
–¿Y tú qué clase de escritor eres?
Por su tono y el modo de mirarme un poco burlones advertí que en su pregunta había cierta intención aviesa, como si yo fuera un farsante al que tratara de desenmascarar.
–Me considero fundamentalmente poeta –respondí prudente.
–¿Sí? ¿Y qué tipo de poesía escribes? ¿Eres poeta social? ¿Veneciano? ¿Parnasiano?
–Es un poeta libre, sin grupo y sin filiación, un poeta indocumentado, un llanero solitario –salió al paso Chavi con intención de echarme un cable.
–¿Y has publicado algo o consideras que aún es temprano para publicar? –prosiguió ella sin disimular su sorna, en el mismo tono en que me hubiera preguntado si consideraba que aún era temprano para beber.
–He publicado en algunas revistas –respondí yo, y luego, enfadado, solté–: ¿Y a ti qué coño te importa?
–Para ser poeta hay que llevar más alforjas, no vale hacer alguna pequeña escapada al mundo, asomar la cabeza al abismo o meter el pie en el agua, comprobar que está fría y salir corriendo, hay que sumergir el cuerpo entero, nadar contra corriente...
–Bueno –objetó Pablo–, no todos los poetas tienen que ser hombres de acción o malditos. Hay excelentes poetas burgueses, también los hay contemplativos o filosóficos. Que yo sepa ni Machado ni Juan Ramón ni Borges pusieron nunca un pie en el infierno...
–Sí –prosiguió Alicia con saña–, y se puede cantar a las flores, a la primavera y a los pajaritos, y hasta se pueden hacer sonetos con estrambote. Estos tíos se leen dos libros y ya se creen poetas.
–Yo no soy un poeta burgués –solté puerilmente.
–Bueno, tía –respondió Chavi furioso–, déjanos ser lo que nos salga de los cojones. ¿Cuántos libros has leído tú para arrogarte el derecho a juzgar a un autor sin siquiera leerlo, y en definitiva a ser juez supremo?
–No necesito leer mucho para saber qué tipo de poemas escribís, me basta con veros y oíros.
Alicia mostraba en su rostro un profundo desprecio, una saliva blanca y espesa se había acumulado en las comisuras de sus labios. Sentí rabia y repugnancia.
–¿Por qué te ensañas con él de esa manera? –le preguntó Pablo.
–Porque estoy harta de farsantes y de niñatos que van de guais por la vida –fue su lapidaria conclusión.
Tras la desmedida reacción de Alicia se hizo un denso silencio en el grupo. En el local se hablaba sobre todo de nacionalismo valenciano, algo que a nosotros nos traía al fresco. Al parecer existía una tendencia a formar las señas de identidad lingüísticas y culturales al margen del catalanismo, que era la tendencia hegemónica, por lo que el enemigo no era Madrid sino Barcelona. Instituciones como los Blauveristas, quienes discutían si la bandera valenciana debía llevar o no una franja azul, o Lo Rat Penat, que promulgaba una especie de purismo o casticismo valencianista, insistían en defender una identidad valenciana anticatalanista. La izquierda y toda la progresía se revelaba contra esa tendencia. En esa actitud de rebelión exhibicionista, un tipo completamente borracho, pelirrojo y con largas piernas de zancudo, se había subido a una mesa y trataba de soltar una arenga:
–Sóc Maniquet, mestre en gai saber a els Jocs Floralls del Regne de València, tinc la Flor Natural, la Viola d’Or i l’Englantina d’Or.
Se bajó los pantalones y los calzoncillos no muy limpios y mostró el agujero del culo rodeado de una densa mata de vello.
–Heus aquí la Flor Natural, mústiga per la seva pròpia naturalesa, com no podia ser d’una altra manera una flor atorgada per tan decadent institució. Les ventositats cortesos que exhala solen ser una barreja de llemosí i llengua trobadoresca. Escolteu:
Y lanzó un largo y quejumbroso cuesco en un tono aflautado y casi interrogante. Luego se dio la vuelta y mostró su retorcido y ennegrecido miembro diciendo:
–Aquesta és la Viola d’Or (no el violador) atorgada a la millor composició de tema religiós o moral. En aquest cas el tema va ser: «Eyaculad en l’anus de Déu fins a la seva conversió al plaer». Pel que fa a l’Englantina concedida per un poema de tema patriòtic, la vaig recollir d’entre les cames de la fallera major.
Luego actuó un grupo llamado Lo Rat Prenyat, compuesto por cinco individuos vestidos de falleras que aturdieron al personal con unas jotas electrificadas y obscenas.
Pablo preguntó a un tipo de un grupo próximo al nuestro por qué los valencianos llamaban al murciélago rata penada.
–Tiene que ver –contestó el aludido afectando un aire doctoral– con un murciélago que se marcó un solo de batería en la puerta de la tienda de Jaume I para avisarle de la llegada de las hordas moras. Pero la verdad es que a la rata se le castigó cegándola para que no pudiera ver la realidad y dotándola de un par de alas para que no pudiera posarse en el suelo, en ese sentido es como los poetas de Els Jocs Florals, quienes jamás pusieron los pies en el suelo ni vieron la realidad de esta tierra.
Aunque el acoso de Alicia me había dejado la moral por los suelos, procuré mostrarme entero y disfrutar del ambiente. Seguimos bebiendo y fumando. La fiesta concluía y sin embargo deseábamos más, más droga, más alcohol, más (aunque no lo hubiera) sexo, más rock, aunque no existiera espacio para más dentro de uno. Y sin embargo siempre hay hueco para más. Años más tarde, mientras pasaba unos días en el DF mexicano, en casa de unos amigos del PRI, estos, conociendo mi afición por los lugares y tabernas más casposas y exóticas, me llevaron a unos lugares en Cuernavaca y en otros poblados no muy lejos del Distrito Federal que me evocaron por sus nombres el vía crucis del cónsul Firmin en la novela Bajo el Volcán de Lowry. En aquellas tabernas, donde el mesero te miraba con inquina, preguntábamos llevados aún por la costumbre de la abundancia capitalina:
–¿Qué mescal tiene?
–El de la casa ¿pos qué si no? –respondía el tipo mirándonos como a seres llegados de otra galaxia.
Las copas iban acompañadas de botana, en este caso unos bocadillos pringosos, bañados en una salsa roja picantísima que no había por dónde cogerlos y que servían para estimular el deseo de tomar. Después de trasegar más de diez mescales con la cabeza apoyada sobre la sucia mesa noté que alguien me daba unos golpes en el hombro. Levanté la vista y vi que se trataba de un individuo andrajoso, con rostro de iguana que, mostrándome unos cables que llevaba en la mano, me decía:
–Pos qué, carnal, ¿no quiere un toquesito?
–¿Qué?
–Pos no más un mero toquesito, güey, son dos pinches pesos.
Quedé perplejo unos instantes mientras reparaba en qué era exactamente lo que el tipo sujetaba en las manos y por tanto lo que parecía ofrecerme. Lo que me ofrecía por dos pinches pesos eran los dos cables que salían de una batería eléctrica que llevaba en un carrito con ruedas similar a los que usan los músicos callejeros.
Miré con gesto interrogante a mis acompañantes y estos me explicaron que era habitual que en las tabernas a la clientela decaída o demasiado tomada se le estimulara con una descarga eléctrica, a fin de despejarla y proseguir la juerga. Cada toque costaba unos pesos y era al parecer de lo más eficaz. No tuve valor para probar el asunto, pero vi que a mi lado muchos bebedores decaídos recibían complacidos aquellos «toques», gustosamente los pagaban, se reincorporaban al mundo y seguían tomando, según la más común acepción mexicana del término.
Pero en los días que narro, nadie había tenido la feliz idea de inventar los «toques», así que a pesar de las dexedrinas andábamos ya todos un poco decaídos hasta que algo inesperado vino a sacarnos del aturdimiento.
De pronto una voz dio la alarma. La policía irrumpía en el local. Alguien dijo que no se trataba de la policía sino de grupos armados de ultraderecha. Otros aseguraban que se trataba de blauveristas exaltados armados con tracas y cohetes falleros. Se formó un gran revuelo. Salimos por un ventanuco que había en los baños a los que se accedía por una escalera. En la confusión Alicia perdió un zapato. Me alegré.
Tras ingerir un par de dexedrinas para el camino, emprendimos el regreso a casa. Nos costó horas encontrar la calle. Caminamos durante toda la noche por las estrechas callejas laberí...