La industria de la felicidad
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La industria de la felicidad

Cómo el gobierno y las grandes empresas nos vendieron el bienestar

William Davies, Antonio Padilla Esteban

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La industria de la felicidad

Cómo el gobierno y las grandes empresas nos vendieron el bienestar

William Davies, Antonio Padilla Esteban

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Un ensayo demoledor que nos enfrenta a una gran pregunta: ¿estamos obligados a ser felices?Es más, ¿quién dicta qué es la felicidad? Tener o ser, esa es la cuestión.De un tiempo a esta parte, parece como si estuviéramos obligados a ser felices. Tanto los Estados como el mercado y la tecnología nos animan a dejar atrás el malestar (y, de paso, la inconformidad) y a disfrutar (¡sin protestas, por favor!) del presente. Pero, ¿eso es la felicidad? La industria de la felicidad –un oportuno antídoto contra esas frágiles obras de superación personal que atestan las mesas de novedades? explora el modo en que nuestras emociones se volvieron, para bien para mal, la religión de esta era.En 'La industria de la felicidad', William Davies recorre los pasillos de las empresas, laboratorios y oficinas gubernamentales para descubrir cómo se construye la noción dominante de felicidad, cómo se mide, cómo se vende. En el camino dibuja un implacable retrato del capitalismo contemporáneo y delinea otra idea de felicidad, acaso menos rentable, pero más esperanzadora."La obra de Davies es un necesario antídoto contra el exceso de esos libros seudocientíficos sobre la felicidad que se han vuelto tan populares en los círculos empresariales.""New York Magazine""William Davies sostiene que nuestra obsesión con la felicidad puede tener más a que ver con los intereses de las empresas y los gobiernos que con nuestra realización personal.""Fortune""Un libro rico, lúcido y notable."John Gray, "Literary Review""Una brillante, y a veces perturbadora, disección de nuestro tiempo.""Vice"

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2016
ISBN
9788416665242
Edición
1
Categoría
Teoría social

1.

SABER CÓMO TE SIENTES

Jeremy Bentham estaba sentado en el café Harper’s en Holborn, Londres, cuando de pronto exclamó: “¡Eureka!”. El grito no nacía de alguna inspiración intelectual interna como aquella que inmortalizó Arquímedes desde su bañera, sino en un párrafo de un libro, Ensayo sobre el gobierno, escrito por el reformador religioso y científico inglés Joseph Priestley. Éste era el párrafo:
El bien y la felicidad de los miembros, esto es, de la mayoría de los miembros, de cualquier estado, es criterio principal por el que finalmente hay que determinar todo cuanto tenga que ver con dicho estado.
Bentham tenía dieciocho años; corría el año 1766. Durante las seis décadas posteriores se apropió de la idea de Priestley y la convirtió en una extensa y muy influyente doctrina de gobierno: el utilitarismo. Esta teoría establece que la acción adecuada es aquella que produce el máximo de felicidad para la población en general.
Hay algo revelador en el hecho de que el “eureka” no surgiera de una gran originalidad intelectual. Tampoco Bentham pretendió ser un gran pionero filosófico. Además de reconocer la influencia de Priestley, Bentham no tenía reparo en admitir que gran parte de su descripción de la naturaleza y las motivaciones humanas se había inspirado en el filósofo escocés David Hume.[1] Poco interesado en establecer nuevas teorías o en publicar gruesos volúmenes de filosofía, nunca disfrutó demasiado de la escritura. En opinión de Bentham, había limitaciones sobre lo que una idea o un texto podía aspirar a conseguir en lo tocante a la mejora política o social de la humanidad. La simple convicción de que “la mayor felicidad para el mayor número posible de personas” debía ser el objetivo de la política y de la ética tenía escasa importancia, a no ser que fuera posible crear una serie de instrumentos, técnicas y métodos para convertir esta convicción en el principio señero de gobierno.
Más que como pensador abstracto, a Bentham se lo considera mitad filósofo y mitad técnico, circunstancia que propicia unas cuantas contradicciones. Fue un intelectual que se caracterizó por la típica desconfianza inglesa hacia la excesiva intelectualización. Un teórico del derecho, convencido de que gran parte de los fundamentos de la ley eran simples tonterías. Un optimista y modernizador de la Ilustración que no tenía empacho en mofarse de la noción de derechos o libertades inherentes al hombre. Y un defensor del hedonismo, que insistía en que todo placer debía ser neuróticamente justificado. Las descripciones de su personalidad varían de forma asombrosa; hay quien habla de un hombre muy cálido y humilde, mientras que otros lo tachan de engreído y displicente.
La relación con su padre le causó abundantes sinsabores. Bentham fue un hijo débil, tímido y muchas veces infeliz, y parece que su padre poco menos que lo obligó a convertirse en un niño prodigio, insistiendo en enseñarle latín y griego a los cinco años de edad. Estudió en la Westminster School, donde tuvo problemas por ser el más pequeño de todos. A los doce años se marchó a Oxford, donde se interesó por la química y la biología. Por lo demás, en la universidad fue todavía menos feliz que en el colegio. Estableció un pequeño laboratorio químico en su habitación y se sintió fuertemente atraído por las ciencias naturales, a las que se dedicó durante la adolescencia. Con un progenitor menos dominante, todo esto sin duda le hubiera proporcionado la satisfacción intelectual que ansiaba su mente matemática. Pero su padre, abogado de profesión, insistió en que el hijo emulara sus pasos para que pudiera ganarse bien la vida. Así coaccionado, se convirtió en abogado colegiado por la Lincoln’s Inn londinense.
La práctica del derecho no le hizo feliz, y otro tanto sucedía con la continua influencia de su padre. Su timidez personal hacía que le costara horrores ponerse en pie para dirigirse a un tribunal. Es posible que siguiera pensando con melancolía en su laboratorio casero de química. Está claro que anhelaba disfrutar de intimidad emocional y sexual, pero cuando se enamoró a los veintitantos años, su padre volvió a bloquear su camino y vetó el noviazgo con el argumento de que la mujer no era lo bastante rica. En este conflicto entre el amor y el dinero, lo mensurable se impuso a lo inmensurable. Más tarde, Bentham se convertiría en un elocuente defensor de las libertades sexuales, incluyendo la tolerancia de la homosexualidad, que consideraba componente inevitable de la maximización del placer humano.[2]
La carrera como abogado, iniciada tras el ingreso en la Lincoln’s Inn, siempre hubo de mantenerse entre los requerimientos profesionales y morales impuestos y las inquietudes científicas y políticas de su interior. De hecho, el derecho iba a ser el campo que le haría famoso, pero no del modo previsto por el padre. Bentham empezó a criticar la legislación, a ridiculizar su lenguaje, a exigir unas alternativas más racionales y a diseñar unas políticas y unos instrumentos que permitieran al gobierno escapar de una vez del absurdo filosófico de los principios morales abstractos. Esta postura no le hizo rico, y Bentham acabó por depender económicamente de un estipendio concedido por su progenitor, cuya decepción por tamaño fracaso nunca desapareció.
Hubo momentos en los que el Bentham técnico eclipsó al Bentham filósofo. Durante la década de 1790, sus actividades fueron las que hoy seguramente atribuiríamos a un consultor especializado en gestión del sector público. Durante gran parte de este periodo se dedicó al diseño de unos planes y tecnologías exóticas, que en su opinión podían mejorar la eficiencia y la racionalidad del Estado. En su momento escribió al Ministerio del Interior proponiendo que los distintos departamentos del gobierno estuvieran unidos por una serie de “tubos para conversación” que mejoraran la comunicación. Planeó construir lo que dio en llamar un fridgarium, destinado a mantener frescos los alimentos. Y escribió al Banco de Inglaterra para exponer el anteproyecto de una máquina impresora capaz de producir billetes de banco imposibles de falsificar.
Su faceta de ingeniero formaba parte integral de su concepción de una política de tipo más racional. Fue la que lo empujó a efectuar algunas de sus propuestas públicas más conocidas, como la prisión de tipo “panóptico”, que a punto estuvo de ser incorporada a la legislación inglesa durante la década de 1790, antes de que el proyecto fuera olvidado. A finales de la década de 1770, Bentham comenzó a escribir en torno al castigo, sobre todo porque el castigo parecía ofrecer un medio racional para influir en el comportamiento humano, si pudiera dirigirse a la natural propensión psicológica por buscar el placer y evitar el dolor. Ésta nunca fue una mera cuestión de tipo académico o teórico, y algunos de sus escritos, muy pocos, no fueron publicados hasta bastante tiempo después. Su objetivo siempre fue conseguir la reforma de la gobernanza pública. Pero eso requería profundizar un poco más en la naturaleza de la psicología humana.
LA CIENCIA DE LA FELICIDAD
Bentham era un crítico feroz de las instituciones legales, pero no por ello simpatizaba con los movimientos radicales y revolucionarios que surgían por todas partes. En lo tocante a las convicciones políticas de los revolucionarios franceses y norteamericanos, Bentham se mostraba despectivo. “Eso de los derechos naturales es una completa estupidez —declaró—, unos derechos naturales e imprescriptibles..., simples tonterías. Necedades sin sentido.”[3] Al apelar a estas ideas, los filósofos radicales como Thomas Paine cometían en realidad idéntico error al seguido por los monarcas o líderes religiosos cuando justificaban sus acciones apelando a sanciones divinas o mágicas: estaban hablando de algo que no tenía existencia tangible.
La alternativa propuesta por Bentham era la de sustentar la toma de decisiones legales y políticas en los datos puros de tipo empírico. En este sentido fue el inventor de lo que más tarde se ha conocido como “toma de decisiones políticas basadas en la información contrastada”, la idea de que las intervenciones del gobierno pueden ser desvinculadas de todo principio moral o ideológico y, sencillamente, basarse en los hechos y las cifras. Cada vez que una medida política se evalúa atendiendo a sus resultados mesurables, o a su eficiencia según un análisis de costes y beneficios, la influencia de Bentham está presente.
Tal como lo veía él, los grandes avances en las ciencias naturales tenían origen en la capacidad para evitar el uso sin sentido del lenguaje. La política y el derecho tenían que aprender esta lección. Según Bentham, cada nombre o se refiere a algo “real” o a algo “ficticio”, por mucho que frecuentemente no reparemos en la diferencia. Las palabras como “bondad”, “deber”, “existencia”, “mente”, “justo”, “injusto”, “autoridad” o “causa” pueden significar algo para nosotros, y con el tiempo han llegado a dominar el discurso filosófico. Pero, en opinión de Bentham, estas palabras de hecho no designan nada en absoluto. “Cuanto más abstracta es la proposición —argumentaba—, más probable es que tenga que ver con una falacia.”[4] El problema estriba en que con frecuencia confundimos estas proposiciones con la realidad.
Por contraste, el lenguaje de las ciencias naturales está organizado en referencia a cosas físicas, tangibles, unidas cada una de ellas a una palabra precisa. Pero ¿cómo es posible organizar el gobierno o las leyes de esta manera? Una cosa es que un químico dé nombres a unos compuestos específicos, y otra muy distinta que un juez o un funcionario del gobierno haga gala de tan extrema disciplina en el empleo de los vocablos. Y, en todo caso, ¿cuáles son las cosas físicas y tangibles que conforman la política? Si la política ya no tiene que ocuparse de problemas abstractos como “la justicia” o “el derecho divino”, ¿de qué va a ocuparse entonces?
De la felicidad, fue la respuesta de Bentham, lo que por consiguiente llevaba a asumir que esta entidad tenía su anclaje en algo “real”. Pero ¿cómo? ¿En qué sentido la palabra “felicidad” es menos ficticia que, por ejemplo, la “virtud”? A la hora de responder a esta pregunta, Bentham recurrió a una aserción de tipo naturalista. “La Naturaleza ha situado a la humanidad bajo el gobierno de dos soberanos, el dolor y el placer”, lo que no deja de ser un hecho.[5] La felicidad en sí misma quizá no sea un fenómeno físico y objetivo, pero sí que es el resultado de varias fuentes de placer, lo que tiene una firme base fisiológica.
A diferencia de tantas otras cosas que aparecen en nuestras mentes, la felicidad acontece por efecto de algo real, de algo objetivo. Nos recuerda que somos seres biológicos y físicos, con necesidades y miedos, no tan distintos a otros animales. En lo tocante a la felicidad, podemos desempeñarnos de un modo científico que resulta sencillamente imposible con casi todas las demás categorías filosóficas. Si fuera posible desarrollar una ciencia de este tipo, los gobiernos dispondrían de una nueva base para afianzar sus leyes y medidas políticas, a fin de mejorar el bienestar de la humanidad en el único sentido realista o racional.
Es posible detectar elementos extraídos de la experiencia vital del propio Bentham en esta teoría psicológica de lo político. Su premisa era de carácter trágico, elocuente sobre la infelicidad del propio autor: lo único que todos los seres humanos tienen en común es la capacidad para sufrir. El optimismo tan sólo puede descansar en la completa reorientación del Estado hacia la atenuación del sufrimiento y la promoción del placer. Bentham era conocido por su inusual empatía, que muchas veces llegaba a la exageración. Su naturaleza sensible le llevaba a percibir con claridad la infelicidad de los otros. Una de las grandes virtudes del utilitarismo, como filosofía moral, es su dimensión empática, la convicción de que tendríamos que tomarnos el bienestar ajeno con tanta seriedad como el propio. Dado que la humana no es la única especie que sufre, numerosos utilitaristas extienden este principio a los animales.
Con una mejor comprensión de los motivos de la psicología humana, los gobernantes quizá podrían redirigir nuestra actividad hacia las mayores cotas de felicidad para todos. Bentham dedicó tanto tiempo y energía a la cuestión del castigo porque parecía ser la herramienta más efectiva para los legisladores a la hora de encaminar la actividad individual en la dirección óptima. “La labor de un gobierno consiste en promover la felicidad de la sociedad, por medio del castigo y la recompensa”, argumentó.[6] En esta “labor”, el libre mercado, del que Bentham era defensor a ultranza, sería el principal encargado de administrar la parte de las recompensas; el Estado se responsabilizaría de la parte precedente. La propuesta de infligir dolor a las personas, ya fuera por medio de sus cuerpos o de sus mentes, suponía llevar la política al ámbito de la realidad tangible dejando atrás el mundo de las ilusiones lingüísticas. En comparación con las teorías optimistas de sus coetáneos ilustrados, la de Bentham añadía unos mat...

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