
- 310 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Tributo a Blenholt
Descripción del libro
En los años treinta, el barrio neoyorquino de
Williamsburg no ofrecía muchas posibilidades para un
joven judío soñador. La vida se escurría por las escaleras de las bulliciosas casas de vecindad, entre gritos de madres agotadas y el llanto de los niños. Los muchachos llenaban las casas de apuestas a la espera de que un golpe de suerte les abriera la puerta a un futuro mejor, y por las calles señoreaban bandas de gánsteres, al servicio de algún mafioso local.
Pero Max Balkan no había nacido para malgastar su tiempo en aquel agujero, consumiéndose en un trabajo de poca monta por doce dólares a la semana. Quería poder, dinero, vivir con grandeza, esplendor y dignidad, y sabía cómo conseguirlo. Solo debía esperar a que alguna de sus increíbles ideas llamase la atención de una gran empresa. Cuando lo consiguiera, ganar el primer millón de dólares sería solo cuestión de tiempo…
La obra de Fuchs es un retrato único de la comunidad judía en el Brooklyn de los años treinta; de las casas de vecindad, de las pandillas callejeras, de la realidad cotidiana de muchas familias de inmigrantes que chocaba con sus sueños, alimentados por los esplendorosos productos de Hollywood.
Para muchos, Tributo a Blenholt es la mejor novela de Fuchs, una obra de culto que, con humor y ternura, nos muestra el profundo vacío espiritual que anidaba en el corazón del Estados Unidos durante la Gran Depresión, captando mejor que cualquier otra novela de la época la sensación de vivir sin un pasado o ninguna esperanza para el futuro.
Pero Max Balkan no había nacido para malgastar su tiempo en aquel agujero, consumiéndose en un trabajo de poca monta por doce dólares a la semana. Quería poder, dinero, vivir con grandeza, esplendor y dignidad, y sabía cómo conseguirlo. Solo debía esperar a que alguna de sus increíbles ideas llamase la atención de una gran empresa. Cuando lo consiguiera, ganar el primer millón de dólares sería solo cuestión de tiempo…
La obra de Fuchs es un retrato único de la comunidad judía en el Brooklyn de los años treinta; de las casas de vecindad, de las pandillas callejeras, de la realidad cotidiana de muchas familias de inmigrantes que chocaba con sus sueños, alimentados por los esplendorosos productos de Hollywood.
Para muchos, Tributo a Blenholt es la mejor novela de Fuchs, una obra de culto que, con humor y ternura, nos muestra el profundo vacío espiritual que anidaba en el corazón del Estados Unidos durante la Gran Depresión, captando mejor que cualquier otra novela de la época la sensación de vivir sin un pasado o ninguna esperanza para el futuro.
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Información
OCHO
LA CASA DE VECINDAD: TARÁN TARÁ
Ruth estaba tan furiosa con Max Balkan que volvió corriendo a casa sin pararse ni una vez por el camino, se fue directa al tocador de su habitación y se cepilló las ondas al agua para dejar un peinado de líneas y curvas naturales. Se ahuecó y se arregló el pelo, murmurando rabiosa y golpeando con el cepillo en el tocador. ¡Era el colmo!
—¿Qué te pasa hoy? —preguntó su madre ante tanto escándalo—. Entras en casa como un pogromo. ¿Te has levantado con el pie contrario esta mañana?
—Déjame en paz —lloraba Ruth—. Estoy tan enfadada que podría ponerme a gritar.
Para empezar, ¿por qué tenía Max que ir al funeral?, se decía Ruth retocándose el pelo delante del espejo. ¿Quién era Blenholt en su vida? ¿Y a quién había matado ella para que tuviera que arrastrarla también? Heroísmo, dignidad personal, poesía... ni Tamerlán ni retamerlán. ¡Max había perdido por completo la cordura y si no estaba atenta la volvería a ella loca también!
—Ma —llamó malhumorada a su madre—, ¿has vuelto a cogerme las horquillas?
—Si no controlas la lengua rápido —respondió su madre—, con lo grandecita que eres ya, te voy a azotar fuerte y bien.
—Por favor de los favores —dijo Ruth—, ¡no empieces tú también a sacarme de quicio!
Pero se tranquilizó. Las horquillas estaban en la cajita de maquillaje en la que guardaba sus baratijas. Se las puso con violencia. Tenía que reconocer que, a pesar de su exasperación con Max, las ondas al agua habían salido bien. Ruth se cepilló la melena esmeradamente desde la frente y los rizos se enrollaron en la nuca en una masa dorada. Se los acarició con cariño. Después estuvo tres minutos empolvándose la cara, se aplicó colorete en las mejillas y se pintó los labios hasta que la boca pareció un botón de rosa. Luego intentó con cuidado suavizar el efecto del maquillaje, el colorete y el pintalabios, porque si había algo que no podía soportar, algo abominable, era una chica con demasiado maquillaje.
La madre de Ruth se asomó admirada.
—¿Dónde vas madame Galli-Curci?62 Estás muy elegante.
Ruth la echó a empujones de la habitación y cerró la puerta.
—No te pongas imposible —le dijo—. Por favor. No estoy de humor.
Ruth se sentó en la mecedora, apoyó la cabeza en el pequeño cojín rojo, cerró los ojos y se frotó las sienes con los dedos, una operación que producía una sensación de alivio después de un día duro, además de prevenir la aparición de arrugas, según los consejos de belleza de Antoinette Perry en el Daily News. Max era el colmo absoluto. Llevaba años intentando hacer de él un hombre, pero no había forma. Ruth, en la mecedora, se veía como una mujer realista, inteligente y previsora de una omnisciencia maternal. Max era un poeta, un soñador, un romántico, y ella, que estaba destinada a sufrir mucho, se esforzaba para que el camino que él tendría que seguir fuera sencillo en un mundo duro y materialista. En su imaginación, Max era todo un éxito, paseaba por la Quinta Avenida con pantalones a rayas y un bastón, una expresión de seguridad y competencia, y con algunas canas ya sobre las orejas. Veía imágenes de Max y de ella en las playas del mar Mediterráneo. El señor Max Balkan y su esposa... y la gente diría al leer el periódico del domingo: «Ella lo hizo un hombre. Todos saben que no sería nadie hoy de no ser por su mujer».
Ruth se levantó y guiñó los ojos para despertarse.
—Me estoy volviendo igual de loca que él —masculló.
Porque, ahora que pensaba en Max sin rabia, sentía, de hecho, pena por él. Y ternura. Desde su elevación maternal, Max se convertía en un niño pequeño, entretenido con estúpidas estrategias para conseguir una fortuna a toda prisa, un niño al que emocionaban las ilusiones y los ideales románticos y, estúpidas como estas ensoñaciones eran, lo defraudaban y le partían el corazón. Ruth sintió el impulso de encontrarlo, de protegerlo y de espantar sus problemas a fuerza de caricias.
Estaba loco, decía, pero se cambió de vestido y fue a su casa.
Cuando Ruth entró, la señora Balkan la saludó y le preguntó dónde estaba Max.
—¿Todavía no ha vuelto? —respondió Ruth—. Supuse que lo encontraría aquí. Tendría que estar ya en casa.
—¡Ay, Dios! —gritó la señora Balkan, preocupada de inmediato—. ¿Qué ha pasado? Dímelo ya, Ruthie, ¿qué ha pasado?
—Nada, nada. No se preocupe por nada. Lo único es que tendría que estar en casa ya.
—Ha pasado algo —dijo la señora Balkan con la voz queda de la aprensión—. Me lo dice el corazón. No me escondas la verdad, Ruthie, cariño. Soy su madre. Dímelo ya. Estás tan rara... Fuiste con él al funeral, al de Blenholt o Dios sabrá quién, pero vuelves sola.
—No ha sido nada. Tuve una pequeña discusión con Max y me fui a casa sola.
—Shh, shh —intervino el señor Balkan, que se permitió enfadarse un poco. Con todo el escándalo de su mujer, había empezado a preocuparse él también. Un accidente de metro, de circulación, algo tenía que ser... pero era una preocupación innecesaria—. ¿Por qué tiene que haber algún problema? Llevas años preocupándote y ¿hemos tenido algún accidente?
La señora Balkan se volvió hacia su marido.
—¡Señor Fumfotch! —gritó—. ¡Llevo años preocupándome! ¿Y cuántos accidentes te crees que necesito? Uno sería ya más que suficiente. Max está sabrá Dios dónde, atropellado, lo mismo está muerto en una comisaría, y lo único que el señor quiere es silencio, no molestes, silencio, shah, shtill!
—Muerto, atropellado —murmuró el señor Balkan, horrorizado por la forma en la que su mujer convocaba a la mala suerte.
Escupió para conjurar el mal fario.
—¿Has visto alguna vez a un viejo tan supersticioso? —le preguntó su mujer a Ruth—. ¿Pasa algo? No te preocupes, no te alteres. Escupe en el suelo y por arte de magia todo saldrá bien.
Sonó el teléfono. La señora Balkan se llevó una mano al corazón y se quedó inmóvil. Hasta el viejo miró al teléfono con miedo en los ojos. ¿Por qué tenía que sonar? Todo estaba bien y la casa seguiría tranquila. Ahora, quizá, las malas noticias lo torcerían todo. Al señor Balkan le molestaba el teléfono. Cuando nada se sabía de los accidentes, no sucedían.
—Ay, Dios mío —gimió finalmente la señora Balkan en un tono muy bajo—. Es Max. Ha pasado algo. Una madre sabe estas cosas.
Allí siguió, con miedo a tocar el teléfono, mientras la campanilla no dejaba de sonar. Se abrió la puerta. Apareció Rita, pero no fue corriendo hacia el teléfono. Miró la cara de su padre, que dejaba traslucir el miedo y la preocupación a través del maquillaje de payaso. Vio a Ruth de pie, con el bolso todavía en la mano, y a su madre paralizada, con los ojos desorbitados por la preocupación.
—¿Qué pasa? ¿Ha habido un accidente?
—Coge el teléfono —dijo el señor Balkan nervioso a su mujer—. ¿De qué sirve que te quedes ahí?
La señora Balkan descolgó con cuidado, encogiéndose ante la catástrofe. El anciano se arrastró hasta ella con sus zapatones e intentó oír por encima del hombro.
—¿Sí? —dijo la señora Balkan con una vocecilla muy asustada—. ¿El señor Max Balkan? Sí, sí, es mi hijo, mi chico... Sí, sí, dígame rápido qué ha pasado. Rápido, soy su madre, dígame qué ha pasado.
—¿Dónde está? —quiso saber el señor Balkan—. Pregúntale dónde está.
—¿Qué? —dijo la señora Balkan, a la que se le caía el auricular—. ¿Qué? ¿Qué? —Se volvió hacia su marido—. Shah! —chilló, más enfadada que nunca—. Por el amor de Dios, ¿cómo voy a oír lo que pasa si te tengo colgado del cuello como un forúnculo?... Sí —asintió al teléfono con voz llorosa—. Es mi hijo. El señor Max Balkan es mi hijo... ¿Desde dónde me llama, por favor? ¿Qué le ha pasado? Un momento, por favor. Coge el teléfono, Rita, estoy tan nerviosa que no entiendo ni una palabra. Toma, habla tú con él.
—Rita, pregúntale dónde está Max —imploró ansioso el señor Balkan cuando su hija cogió el auricular—. Pregúntale, Rita.
—¡Cierra los morros! —gritó la señora Balkan—. Siéntate y lee el periódico. ¿Para qué estás enredando a todo el mundo?
—¿Sí? —dijo Rita en tono profesional. Todos la rodeaban—. ¿Qué sucede con el señor Max Balkan? ¿Qué ha pasado?... ¡Oh! ¡Oh! Ya veo. Bueno, ha habido un ligero malentendido y, como es natural, mi madre estaba un tanto nerviosa... Bueno, no está aquí ahora, pero si quiere dejar un mensaje, me ocuparé de que lo sepa en cuanto vuelva... Esperamos que esté aquí en cualquier momento. De acuerdito, pues... ¿Y qué nombre le digo? De acuerdito... Adiós... Gracias a usted.
Rita dejó el teléfono y se dio la vuelta ante todos aquellos ojos expectantes. La alegre nota con la que había acabado la conversación se evaporó rápidamente y miró a su madre con una indignación evidente.
—Bueno, ¿qué era? —preguntó la señora Balkan, que ya notaba que había montado un escándalo por nada—. ¿Qué haces ahí quieta como una muleta rota?
—A ver, Rita, ¿qué? —Su padre también quería saber.
—Dios mío, madre —dijo Rita con desdén—, ¿tienes que montarla siempre? Si no oyes lo que dicen en el teléfono, ¿por qué tienes que responder tú siempre? Es un hombre. Solo quiere hablar con Max. Y ya está.
El señor Balkan convirtió su suspiro de alivio en todo un espectáculo.
—Adiós —dijo triunfante volviendo a su sofá y al Tag—, adiós, ha montado un escándalo como si la casa estuviera ardiendo. Nu, nu.
Abrió el periódico resueltamente.
—¿Quién era? —insistió la señora Balkan con voz sumisa.
—¡Al Váter! Se llama Atwater.
—Bueno —contestó la señora Balkan—, ¿y qué dije yo? ¿No dije que era el señor Al Váter?
—¿Has visto alguna vez una madre como la mía? —le preguntó Rita a Ruth—. Lo único que sabe es preocuparse. Es que lo disfruta.
—Es una tontería preocuparse. En serio, señora Balkan —dijo Ruth con benevolencia—, no debería preocuparse tanto. Se va a agotar así.
—¿Y qué hago? —La señora Balkan se apiadaba de sí misma—. Es mi naturaleza. Soy de naturaleza nerviosa. Otra gente ...
Índice
- Portada
- Créditos
- Título
- Contenido
- UNO
- DOS
- TRES
- CUATRO
- CINCO
- SEIS
- SIETE
- OCHO
- NUEVE
- DIEZ
- ONCE
- DOCE
- GLOSARIO