Crisis económicas argentinas
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Crisis económicas argentinas

De Mitre a Macri

Julián Zícari

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Crisis económicas argentinas

De Mitre a Macri

Julián Zícari

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Este libro nace de una certeza sobre las crisis económicas: o bien se las comprende para evitarlas o bien estaremos condenados a repetirlas. Y la Argentina, hasta ahora, parece empecinarse en esta última opción.En los 160 años que estudia este libro (1860-2020), el país ha sufrido 16 crisis económicas: una crisis en promedio cada 10 años. Si bien este es un número muy alto y preocupante, la cosa es mucho peor cuando se consideran los últimos 45 años: han ocurrido 7 crisis económicas, es decir, un colapso promedio cada 6 años y medio. Un número realmente estremecedor y difícil de encontrar en otra parte del mundo.Este libro se propone estudiar y comprender estas crisis económicas, buscando elementos que permitan evitarlas en el futuro. Para ello, se repasan y analizan los componentes que tienen en común, se trazan tipologías, se debaten modelos explicativos y se señalan los principales puntos de vulnerabilidad que hicieron posibles tantas catástrofes económicas en nuestra historia.El autor complementa con explicaciones sociológicas que tienen en cuenta a los actores sociopolíticos, las disputas de poder, y cuestiones tan importantes como el fenómeno de dolarización de nuestra economía. Así, este es el primer libro que da un tratamiento integral a la cuestión más importante de la economía y la sociedad argentina.

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Información

Año
2020
ISBN
9789507546860

CAPÍTULO 1

Las crisis del modelo agroexportador:
liberalismo y vulnerabilidad externa
(1860-1930)

Teoría y práctica del modelo agroexportador

La construcción de la Argentina requirió varias condiciones para que esta llegara a convertirse en una nación moderna. En efecto, desde la Revolución de Mayo (1810) y la declaración de Independencia (1816) el territorio que hoy conforma la República Argentina estuvo sujeto a diversos y sangrientos conflictos, con guerras civiles que se disputaron distintos modelos de gobierno, formas de funcionamiento y esquemas de poder. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XIX dichos conflictos se fueron resolviendo de distintas maneras: se obtuvo la unificación del país (menguando los enfrentamientos entre Buenos Aires y las provincias), se fueron delimitando los territorios y se consiguió finalmente una Constitución (primero en 1853 y luego en 1860). De esta forma, los pactos al interior de las elites –en muchos casos logrados con la fuerza de las armas– permitirían edificar un Estado nación moderno que buscará emular las características básicas del patrón occidental por entonces imperante: una forma de gobierno republicana, que impusiera el sistema de producción capitalista por todo su territorio.
Aunque sin dudas, cuando comenzó a quedar atrás lo peor del desorden y de las guerras civiles, que por más de medio siglo se habían adueñado de estas tierras, todavía quedaban pendientes algunos interrogantes por resolver. Quizás el primero de todos, una vez lograda la unidad nacional y la arquitectura institucional, era simple: ¿qué hacer con la economía?
La respuesta, a pesar de existir ciertos matices o desavenencias, para el grueso de la elite resultaba unánime, pues consideraban que la Argentina definitivamente debía sumarse al “concierto de las naciones del mundo”, no perder más tiempo ni energías en todo aquello que la retrasase de lo que se consideraba progreso y, una vez por todas, lanzarse al desafío de alcanzar su modernización. El mundo avanzaba y el país no podía quedar atrás.
Es que, en el ideario de la construcción argentina, ciertas directrices centrales eran predominantes al interior de los grupos de elite. Por empezar, consideraban que el progreso significaba adoptar los palpables avances materiales, tecnológicos e institucionales que se estaban logrando en Europa y en los Estados Unidos. Allí irremediablemente se encontraba el futuro. Y, por ende, todo debía ser copiado y adaptado a la situación local, pues por herencia e historia nuestro país era identificado como un vástago del paradigma cultural de occidente. Las ideas iluministas y positivistas de la historia, propias de aquel contexto, les indicaban a las elites que el desarrollo, la modernidad y la civilización no podían ser otra cosa más que europeos, por lo que cualquier desviación de ello se representaba como trabas al progreso. Un progreso que se lo asociaba fundamentalmente con el avance y penetración del modo de producción capitalista en la región.
Porque, vale la pena aclararlo, solo el capitalismo era considerado la verdadera forma de llevar adelante la acelerada transformación social y económica que se añoraba. Sin existir en la concepción de las elites un modelo de desarrollo económico alternativo a aquel. En consecuencia, cualquier obstáculo o dificultad debía ser barrido y denunciado como barbárico. Se había terminado el tiempo de los pueblos primitivos, originarios o “exóticos”. Ellos eran considerados como representantes del atraso, lo que indicaba como su contracara directa que el momento de hacer crecer la economía había llegado indefectiblemente, justificando entonces el exterminio de culturas, pueblos, valores o formas de organización que implicaran un límite a la expansión capitalista. De ahí la idea de Domingo Sarmiento sobre masacrar a gauchos e indios, pues su sangre “únicamente servía para abonar la tierra”. Europa y los países del norte de América, en la segunda mitad del siglo XIX, estaban ingresando claramente en la denominada “era del imperio” (Hobsbawn, 2001), en la cual las principales potencias occidentales –encabezadas por Inglaterra, Alemania, Francia o Estados Unidos– se lanzaron en una carrera por conquistar territorios, dominar poblaciones y controlar el acceso a las materias primas que necesitaran para alimentar sus pujantes economías.
En la Argentina, el camino para sumarse a la modernidad capitalista occidental parecía entonces evidente: el país debía lograr su lugar bajo el sol mediante su participación en el creciente mercado mundial de mercancías. Por lo que también otra cosa pasó a quedar clara en nuestras tierras. Mucho más después del resultado de la batalla de Pavón (septiembre de 1861), cuando las tropas de Bartolomé Mitre terminaron de imponerse frente a las de Urquiza, ya que dicho evento convirtió a Mitre en presidente y en el verdadero dueño del país, para abrazar desde entonces a toda máquina las reglas del más estricto liberalismo.
Es que partir de Pavón quedó claro que la conducción económica del país pasaría a estar hegemonizada por Buenos Aires, volviéndose muy débiles los proyectos que pudieran torcer o al menos moderar el fanatismo liberal porteño. En este sentido, debe tenerse en cuenta que el mercado mundial funcionaba, esencialmente, bajo una notoria división internacional del trabajo, con un esquema en dos niveles. Por un lado, existían los países capitalistas desarrollados, que se encargaban de producir manufacturas industriales y poseían grandes cantidades de capitales y, por otro lado, estaban los países periféricos y atrasados, que vendían materias primas para proveer a esas potencias. Por lo tanto, dado este esquema, resultaba evidente que nuestro país se integraría como parte de ese segundo grupo de naciones, vendiendo bienes primarios. Localmente se consideraba que para ser parte de la modernidad capitalista era indispensable comerciar con el mundo y obtener de él todo lo que hiciera falta para crecer y transformar la fisonomía local, desarrollando la economía hasta alcanzar el denominado progreso.
Es allí donde la Argentina se abraza al liberalismo económico y a su presupuesto implícito, con el esquema de la “teoría de las ventajas comparativas” planteada por el economista inglés David Ricardo (2003). Esto significaba que cada país debía especializarse en producir únicamente aquello en lo cual fuera bueno (que tuviera “ventajas comparativas” frente a otras naciones). Así, mientras mayor fuera la especialización de un país en lo suyo, más y mejor produciría, obteniendo riquezas cada vez mayores con ello. Finalmente, con la riqueza adquirida se podrían obtener todos aquellos bienes que el país no se había dedicado a producir, a través de comerciar e intercambiar libremente con el resto de las naciones del mundo.
La especialización económica de nuestro país y su destino productivo bajo estas premisas parecían sellados, pues a la Argentina con esta teoría no le “convenía” otra cosa más que dedicarse a producir materias primas e importar luego los bienes manufacturados del exterior. El caso típico de esto, y que nos sirve como una buena ilustración, era pensar como mutuamente ventajoso, por ejemplo, que la Argentina le venda lana a Inglaterra y luego compre de allí la ropa –elaborada con esa lana– con la cual vestir a su población. Era un presupuesto central del liberalismo y de la teoría de las ventajas comparativas que la venta de productos primarios era igual de “conveniente” que la de producir bienes elaborados e industrializados.
La Argentina entonces debía aprovechar su “ventaja comparativa” más importante de todas, que era darle lugar a su recurso más abundante y fructífero: la tierra. Pues recordemos que nuestro país, durante el siglo XIX, fue permanentemente asimilado a ser un “desierto”: un cuantioso territorio apenas poblado y con grandes extensiones de tierras listas para ser explotadas. Y en el cual la prodigalidad de sus praderas era verdaderamente notoria, especialmente en las pampeanas y en el litoral: con planicies de clima regular, cálido y húmedo, de suelo profundo y equilibrado, lluvias adecuadas y constantes a lo largo del año, sumados a ligeros movimiento tectónicos recientes que favorecen el drenaje de sus suelos y subsuelos (Gaignard, 1989: 19). Todo lo cual le otorga a dichas tierras una fertilidad realmente sorprendente, rica para la producción tanto agrícola como ganadera. Se podía obtener con ello una rentabilidad extraordinariamente alta para las actividades rurales en el país y ser entonces esto la fuente de una riqueza espectacular para los grandes propietarios del campo argentino: ellos podrían acumular así grandes fortunas e ir diversificando sus inversiones, tanto en sectores agroganaderos, como posteriormente en actividades industriales, comerciales, financieras y urbanas1.
Para cerrar el esquema, se reconocía que, si bien el país poseía las tierras con las cuales producir los bienes con los que comerciar con el mundo, tenía igualmente dos carencias básicas para ponerlas en funcionamiento: carecía de la población que las trabajara y del capital para explotarlas. Y ambas cosas solo podían ser provistas por un solo lugar: Europa. De allí debían provenir tanto los millones de inmigrantes que se pondrían a producir en este suelo como los capitales necesarios que desarrollaran el despertar económico local. La Argentina, ya desde el preámbulo de su Constitución, se define como una “república abierta” para garantizar los derechos individuales “y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.
Juan Alberdi, padre del proyecto constitucional, estaba obsesionado con la idea de “traer la civilización” al país, y generar en forma local la prosperidad y los hábitos de vida de Europa y los Estados Unidos. Según su conocido lema “gobernar es poblar” (Alberdi, 1973: 75), era vital la llegada de inmigrantes que vinieran a trabajar. Así como también darle garantías al capital para convencerlo de que era conveniente invertir en una Argentina a la que no le esperaba otra cosa más que grandeza. El Estado nacional hizo, en función de estas lógicas, permanentes esfuerzos por obtener préstamos del exterior y mostrar al país como un destino seguro y rentable para que los capitales se radicaran y con ello se multiplicaran las inversiones, siendo la contracara de esto un proceso de altísimo endeudamiento, mayoritariamente público. Porque los créditos para desarrollar la infraestructura que modernizara el país, los giros de regalías al exterior de los capitales invertidos localmente, el pago de las importaciones (que durante muchos años superaron a las exportaciones) y las cancelaciones de intereses de la deuda hicieron que los compromisos financieros estatales con el exterior fueran una sangría permanente de recursos.
Mapa 1: Avance de la “frontera” en la provincia de Buenos Aires (1744-1877)
Fuente: Cornblit, Gallo y O’Connell (1964: 7).
El Estado argentino, por todo lo relatado, ocupaba entonces un rol muy importante como actor central de este proceso. Dado que, además de imponer un orden político-militar en todo el territorio y pagar sistemáticamente la deuda, debía ser el encargado de consolidar y expandir la frontera, acabar con el problema del indio, garantizar la seguridad territorial, construir caminos, puertos y propiciar las condiciones necesarias para que los ferrocarriles se desarrollaran, uniendo el país gracias a estos y haciendo accesible su producción al mercado mundial.
El Modelo Agroexportador (MAE), en consecuencia, se basaba en una fórmula básica aunque efectiva: se expandía la frontera constantemente y, al llegar los capitales e inmigrantes que pusieran a trabajar esas tierras, la producción indefectiblemente aumentaba, ampliando el volumen del comercio. Además, como dijimos, la prodigalidad de las pampas argentinas permitía que en poco tiempo la producción de bienes primarios ofreciera altísimas rentabilidades, siendo bienes y precios muy competitivos mundialmente. Con ello, la tendencia general de todo el proceso se convirtió en un aumento casi permanente de las exportaciones y de los niveles de intercambio y en la cual la clave de todo ello fue la renta diferencial del suelo argentino a nivel internacional.
Los resultados se fueron viendo de a poco. El país comenzó a poblarse, modernizarse y crecer al son de la producción agroganadera a partir de diversos ciclos económicos: tras la unificación nacional, la ganadería ovina fue la actividad más rentable con la exportación de lanas (1850-1880). Posteriormente, ocurrió un auténtico boom cerealero, en el que sobresalió la exportación de maíz, trigo y lino (1880-1910). Aunque en la etapa siguiente (1900-1930) la ganadería vacuna ganaría mucho peso –sobre todo con la llegada de los frigoríficos, que permitió, además de exportar ganado a pie, que hubiera ventas de carne enfriada y congelada–, lo cual le terminaría dando un carácter mucho más diversificado y variado a los productos argentinos. La Argentina pasó a convertirse en uno de los grandes exportadores mundiales en varios mercados, aunque sin lograr controlar ni imponer los precios de esos productos en ninguno, sino que siempre fue un tomador de precios en los intercambios internacionales.
La fértil y veloz expansión económica permitió incorporar de manera relativamente rápida y fácil a los inmigrantes recién llegados, los cuales se vieron atraídos por los altos salarios que pagaba el país a nivel mundial. Argentina había sido, durante todo el siglo XIX, un país carente de brazos para trabajar un amplio y rentable “desierto” en permanente crecimiento. Muchos de esos inmigrantes llegaron con disti...

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