La nación desdibujada
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La nación desdibujada

México en trece ensayos

  1. 310 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La nación desdibujada

México en trece ensayos

Descripción del libro

¿De qué hablamos cuando hablamos de México? El país ha cambiado a tal velocidad durante las últimas tres décadas que es difícil, si no imposible, definir hoy sus contornos. ¿Dónde empieza y donde termina la nación? ¿Quiénes somos? ¿Qué ideas y prácticas nos representan? Esto es, por lo pronto, seguro: los viejos relatos sobre la nación y la mexicanidad ya no sirven en nuestra conflictiva, asimétrica, inabarcable sociedad contemporánea. 'La nación desdibujada' reúne trece ensayos (y un bonus track) sobre México en la era del neoliberalismo y la globalización. Ayotzinapa, Mamá Rosa, Oscar Lewis, el sismo de 1985, la (¿incompleta?, ¿frustrada?, ¿inexistente?) transición a la democracia, Octavio Paz, los mexicanos de este lado y de aquél, las repetidas crisis económicas, Carlos Chávez, Memín Pinguín, nuestro atribulado pasado, nuestro atribulado presente… Todo esto y todos ellos recorren, poderosamente, las páginas de este libro necesario.

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788416665259

IV. EL GIRO NEOLIBERAL

LA DEPRECIACIÓN DE LA VIDA EN LA CIUDAD DE MÉXICO CIRCA 1985

En un esfuerzo por transmitir la imposibilidad de abarcar la Ciudad de México, la imposibilidad de condensarla, de estudiarla de forma sistemática, incluso de conocerla como un taxista podría aspirar a conocer una ciudad, el antropólogo urbano Néstor García Canclini nos recuerda que el tamaño de la población de la zona metropolitana de la Ciudad de México “se aproxima al conjunto de la población de América Central, e incluye una diversidad de grupos étnicos, estilos de vida, actividades de producción y consumo semejante a la de los cinco países que componen este subcontinente”.[1] Abordar los problemas de la Ciudad de México, descubrir sus “heridas” en torno a un acontecimiento, cualquier acontecimiento, se dificulta, así, debido a la enorme escala de la ciudad.
Queda claro, por lo demás, que esta escala ha sido moldeada en un proceso histórico que comienza bastante antes de las décadas de 1980 y 1990 que nos ocuparán en este ensayo. En realidad, en un nivel de análisis muy general, la Ciudad de México presenta una de las pocas “historias de éxito” que los futurólogos del apocalipsis pueden reclamar como suya: las predicciones escritas a principios de los años setenta sobre el tamaño de la población, la escasez de agua y la contaminación, basadas sobre todo en extrapolaciones lineales, se han visto confirmadas hasta el fastidio. Además, la construcción y destrucción de la Ciudad de México constituyen una historia que podría contarse en la longue durée (comenzando, quizá, por el proceso de drenar la cuenca de México, que ha llevado siglos), o como historia moderna (comenzando con la industrialización y la extensión de la ciudad más allá de sus límites coloniales bajo el gobierno de Porfirio Díaz). En cualquier caso, la historia de la Ciudad de México en el siglo XX es una historia de destrucción, construcción y reconstrucción constantes y en aceleración.
Es difícil formular en este contexto preguntas con enfoques más finos (por ejemplo, ¿cuáles fueron los efectos del giro histórico de la economía política —que comenzó con la crisis de la deuda en 1982— sobre la textura de la ciudad?). Es aún más difícil lidiar, como pretendo hacerlo en este texto, con temas particularmente difusos, como el de la depreciación de la vida. No obstante, este tipo de especificidad puede conseguirse, aun cuando sea en un nivel imperfecto. Mi esperanza es poder realizar algunas incursiones en el tema que, desde mi perspectiva como antiguo vecino de la Ciudad de México, percibo en toda su dimensión y siento profundamente, aunque sea difícil expresarlo con referentes tangibles.
Ahora bien, el asunto de la falta de valor de la vida requiere un poco de elucidación antes de que nuestra disquisición sobre este tema en un momento histórico específico, “la crisis” (1982-1989), pueda comenzar. Me interesan aquí cuatro formas de menospreciar la vida. La primera ocurre en el nivel de la representación, y es el uso lúdico de la muerte como una forma de carnavalizar la vida. La segunda es la experiencia de la violencia, así como del miedo, la culpa y la impureza asociados a ella. La tercera forma tiene que ver con la depreciación del tiempo de las personas; y la cuarta con una degradación de la sensibilidad humana de las personas. Exploraré estas cuestiones de manera laxa, con el fin de proponer una idea general sobre los procesos de depreciación y apreciación de la vida que caracterizaron a la Ciudad de México durante los años de la crisis.
UNA VISIÓN PANORÁMICA DE LA CRISIS EN LA CIUDAD DE MÉXICO
En los años setenta y ochenta México todavía estaba gobernado por un solo partido, el PRI. El poder del Estado se encontraba desproporcionadamente centrado en el ejecutivo, y los regentes de la Ciudad de México eran nombrados directamente por el presidente (el regente Sentíes por Luis Echeverría, Hank González por López Portillo, Aguirre por Miguel de la Madrid, y Camacho por Carlos Salinas). La primera elección popular para elegir un jefe de gobierno de la Ciudad de México en el periodo contemporáneo tuvo lugar en 1997.
Como en casi todas partes del mundo, los efectos de la reorganización de la producción capitalista, que ahora se suelen llamar “acumulación flexible”, se sintieron por primera vez en la Ciudad de México a principios de los años setenta. En aquel momento, como lo ha mostrado Diane Davis,[2] la posición de la Ciudad de México en la economía nacional comenzó a decaer, al tiempo que creció su volatilidad política.
Hasta esa época México había predicado un modelo económico basado en la industrialización por sustitución de importaciones, y la Ciudad de México era la locación principal de dicha industrialización. En la primera parte de su sexenio, Luis Echeverría (1970-1976) intentó implementar una política de sustitución de exportaciones equilibrada y regional, pero la debilitación del peso y de la posición de México en la economía internacional se interpusieron. El presidente, no obstante, siguió canalizando recursos a costosos proyectos de la Ciudad de México como el metro, las iniciativas para la gobernabilidad urbana y la vivienda pública.
Los gobiernos de Luis Echeverría (1970-1976) y de José López Portillo (1976-1982) enfrentaron la creciente crisis fiscal de la Ciudad de México, su relativo declive en la economía nacional y el crecimiento vertiginoso de sus problemas sociales mediante el fortalecimiento de la inversión pública financiada por créditos extranjeros. Las inversiones en el metro de la Ciudad de México, en las calles, el agua, el drenaje, la vivienda, la educación y el desarrollo urbano fueron enormes, tremendamente ambiciosas y a menudo ineficientes. Si bien no puedo abordar los éxitos y los fracasos de estos numerosos programas, hay dos elementos que me parecen pertinentes para esta discusión. El primero es el hecho de que ante los movimientos sociales urbanos, que se multiplicaron durante este periodo, las respuestas solían ser programas y subsidios; y el segundo, que los objetivos políticos del gasto gubernamental se complementaron con los intereses económicos de políticos y constructores corruptos, así como con las preocupaciones propagandísticas más amplias de la presidencia, que buscaba apuntalar la popularidad del PRI tras los acontecimientos de 1968.
Por ejemplo, cuando los movimientos sociales urbanos exigieron un transporte público barato y eficiente durante el gobierno de Carlos Hank González (1977-1982), éste respondió con inversiones en el metro y en la construcción de calles que beneficiaron a sus propias compañías y las de sus aliados. La relación simbólica entre la atención a las demandas sociales y la atención a los intereses privados de la élite política fue elegantemente sintetizada por el mismo Hank en un dicho que se volvería famoso: “Un político pobre es un pobre político”.[3]
Desde una perspectiva muy amplia, los años setenta pueden caracterizarse como un periodo en que los problemas urbanos crecieron drásticamente, al tiempo que la salud fiscal de la ciudad se deterioró de manera grave. Entre 1966 y 1976 el ingreso familiar que se dedicaba al transporte pasó aproximadamente de un 9 a un 13 por ciento, sobrepasando al gasto en renta, y el número de autos en la Ciudad de México se triplicó entre 1970 y 1980.[4] Entretanto, “mientras que en 1970 la Ciudad de México todavía financiaba el 60,26 por ciento de su presupuesto con recaudación de impuestos, la cifra cayó al 22,14 por ciento en 1980 y, para 1982, al final del periodo de Hank González como regente, cayó al 9,66 por ciento”. La deuda de la Ciudad de México pasó de un 15 por ciento del total de su presupuesto en 1970 a un 44 por ciento del presupuesto en 1982.[5]
Toda esta deuda y todo este gasto parecen haber sido impulsados por los motores gemelos del apaciguamiento social (los votos por los partidos de oposición en la Ciudad de México en 1979, durante el boom petrolero, alcanzaban hasta el 41 por ciento) y las ventajas para los intereses aliados de constructores y políticos.
En este contexto, la transición a una economía liberal fue despiadada. De 1983 a 1987 el ingreso per cápita en México cayó a un ritmo del 5 por ciento anual; el valor real de los salarios de los trabajadores cayó entre un 40 y 50 por ciento; la inflación, que había oscilado entre 3 y 4 por ciento anual en los años sesenta, y que había alcanzado las dos cifras después de 1976, rebasó el 100 por ciento en varios de aquellos años.[6] Al mismo tiempo, debido a los problemas fiscales del gobierno y a la reorientación del modelo económico dominante en el país, el gasto del Estado en bienes públicos disminuyó. Los subsidios alimentarios se restringieron a los segmentos más pobres de la población, y la calidad de la educación y de la salud públicas se estancó o declinó. En tanto centro primario de una industria orientada al mercado doméstico, las condiciones en la Ciudad de México se deterioraron drásticamente, mientras que las zonas fronterizas y del norte del país prosperaron en términos relativos. La proporción de la contribución de la Ciudad de México a la base impositiva nacional cayó un 18 por ciento entre 1980 y 1983.[7]
Davis resume la situación como sigue:
...restringidos en el nivel local y nacional, tan sólo en 1985 los recursos para la Ciudad de México eran tan escasos que los gastos en servicios urbanos cruciales para la capital se desplomaron un 12 por ciento en materia de transporte, 25 por ciento en agua potable, 18 por ciento en servicios de salud, 26 por ciento en recolección de basura y 56 por ciento en regularización de la tierra [...] En un periodo de tres años que comenzó en 1984, los precios de la canasta básica en la Ciudad de México se incrementaron a un ritmo espectacular: los frijoles subieron 757 por ciento, el huevo 480 por ciento, el pescado 454 por ciento, la leche 340 por ciento y la harina de maíz un 276 por ciento [...] En 1985 el gobierno de la Ciudad de México llegó a cerrar más de dos mil establecimientos comerciales en la ciudad por precios abusivos.[8]
Así, el periodo inicial de la crisis fue uno de inseguridad vertiginosa y caída del poder adquisitivo (los vecindarios de clase media en 1983 organizaron huelgas de pago de impuestos, por ejemplo).[9] Los intentos de los trabajadores por mitigar la caída de los salarios fueron a todas luces infructuosos, o bien fueron combatidos con despidos. Éste también es un momento marcado políticamente por tres acontecimientos importantes: el terremoto devastador de septiembre de 1985, el movimiento estudiantil de 1986 y la movilización masiva en torno a la campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas entre 1987 y 1988, con el posterior fraude electoral y la transformación de las estrategias de legitimación bajo el gobierno de Carlos Salinas. Éste es el contexto general de mi exposición.
¿LA VIDA NO VALE NADA?
La falta de valor asignado a la vida humana en México ha sido desde hace mucho tiempo uno de los enseres básicos del estereotipo nacional. Junto al ruso sentimental, el gigoló italiano, la mulata brasileña y el estadounidense feo, encontramos al mexicano que baila con la muerte.
Tal como lo ha señalado Stanley Brandes, el estereotipo ha sido alimentado en parte por la comercialización del Día de Muertos en México, una comercialización que empezó dentro del mismo país, con la venta de calaveras de azúcar, papel picado y pan de muerto, pero que también capturó la atención de artistas, de cineastas y, en última instancia, de las oficinas de turismo.[10] En décadas recientes la elaboración ritual mexicana de la muerte también ha encontrado lugar en el voraz apetito estadounidense de identidad.[11]
Curiosamente, el estudio profesional sobre el desarrollo histórico del Día de Muertos en México apenas comie...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. PORTADA
  3. ÍNDICE
  4. HOJA DE RUTA
  5. I. PRESENTE
  6. II. TEORÍA
  7. III. MEXICANISMOS
  8. IV. EL GIRO NEOLIBERAL
  9. V. MÉXICO MÁS ALLÁ DE MÉXICO
  10. BONUS
  11. NOTA EDITORIAL
  12. NOTAS
  13. CRÉDITOS
  14. COLOFÓN