capítulo 1
¿quién habla por los pasados indios? charles gibson y la historia de los pueblos mesoamericanos
de los “hechos de los castellanos” a los estudios mesoamericanos
Centurias después de haberse efectuado la conquista, la historia de América Latina colonial no se diferenciaba mucho de como la había concebido Antonio de Herrera, cronista mayor de Indias, a fines del siglo xvi e inicios del xvii. A siglos de distancia de ese colosal acontecimiento, el pasado de la región era imaginado esencialmente a partir de los “hechos de los castellanos”. Mas esa concepción cambiaría de formas palpables a lo largo del siglo xx. Impulsado tanto por factores intelectuales y académicos como por causas de otra índole, durante las primeras décadas de esa centuria en México ocurrió un boom en las indagaciones sobre los “pasados indios”. Una pléyade de investigadores europeos y estadunidenses se lanzó al estudio de las sociedades mesoamericanas, sobre todo desde las disciplinas de la Antropología, la Etnología y la Arqueología. También emergió un grupo de mexicanos que contribuyó de forma notable al estudio de ese pasado, convertido entonces en un elemento central del discurso nacional posrevolucionario. Por su parte, en el mundo académico estadunidense se perfilaron en esos años las dos corrientes que habrían de predominar a lo largo del siglo pasado. Por un lado, un grupo de investigadores se concentró en el estudio de las sociedades mesoamericanas, sobre todo de los aztecas y los mayas, antes de la conquista; por razones obvias, su núcleo principal estuvo constituido por los arqueólogos, entre quienes predominó una perspectiva museográfica acerca de las culturas mesoamericanas. El paisaje mexicano mismo se convirtió en su principal “archivo” ya que contenía sus “fuentes” principales, constituidas por los monumentos y los restos materiales y artísticos de dichas sociedades. En esa “arqueologización” de Mesoamérica se desgajaba a las comunidades locales de sus antecedentes históricos, por lo que el “archivo” –los monumentos y los restos arqueológicos– era concebido como un pasado muerto.
Por otro lado, surgió una tendencia, compuesta mayormente por historiadores, cuyo eje temático radicó en las repercusiones de la conquista española sobre las sociedades del México antiguo. Originalmente, esta corriente, a su vez, asumió dos vertientes: una se desprendía de las indagaciones sobre las instituciones y, en consecuencia, se centró en estudiar los organismos coloniales y su incidencia sobre las sociedades aborígenes; la otra se dedicó a examinar los efectos más generales de la conquista, razón por la cual abarcó temas como las transformaciones demográficas y ecológicas inducidas por el dominio español. Como es sabido, el núcleo de ambas vertientes fue el grupo de latinoamericanistas de la Universidad de California en Berkeley. La obra emblemática de la primera vertiente fue The Encomienda in New Spain: Forced Indian Labor in the Spanish Colonies, 1492-1550 (publicada originalmente en 1929), de Lesley Byrd Simpson, quien años después se enfrascó en un proyecto más completo sobre la “administración de los indios en Nueva España”. Entre las obras de la segunda vertiente se encuentran las ambiciosas investigaciones del mismo Simpson y de Sherburne Cook sobre la población indígena, a las que eventualmente se sumó Woodrow Borah, así como otros estudios más puntuales, como el de Cook sobre la erosión y los cambios ecológicos en México.
En el contexto de la época en que fueron concebidas, estas discusiones sobre las consecuencias de la conquista representaron una modernización de la añeja disputa en torno a la denominada “leyenda negra”. Tal filiación es claramente perceptible en las investigaciones dedicadas a las instituciones coloniales, cuya genealogía se remonta a las magnas obras de la época de la conquista, cuando teólogos, juristas y filósofos debatieron acremente en torno a la naturaleza de las poblaciones aborígenes de América, a la posición de esas sociedades en el imperio, a la legitimidad del dominio hispano, y a las políticas que debían normar las relaciones entre los españoles y los amerindios. Como en el caso de muchas de sus precursoras, las obras contemporáneas usualmente escudriñaron las leyes, los reglamentos, y los organismos estatales y eclesiásticos con el fin de precisar en qué medida protegieron o ampararon a los indígenas de los elementos más perniciosos del dominio colonial. Emblematizadas por los estudios de Lewis Hanke, en tales indagaciones figuras como los conquistadores, los encomenderos, los grandes empresarios coloniales, y los burócratas corruptos y venales jugaron usualmente el papel de los malosos: eran los villanos de esas narraciones. Por el contrario, la corona, los funcionarios leales y probos, y los misioneros consagrados y devotos eran los paladines ya que, supuestamente, eran los campeones de la causa indígena, los defensores de los desvalidos, y los deshacedores de entuertos.
Sin pretender que constituya una causa única, es dable pensar que el resurgimiento de estas cuestiones durante las décadas de los treinta a los cincuenta del siglo xx tuvo como sustrato el creciente papel de Estados Unidos en el ámbito internacional, que, en el caso concreto de América Latina, se manifestó con plena intensidad a raíz de la guerra Hispano-Cubano-Americana de 1898, cuando el país norteño desplazó a España de sus colonias en el Caribe, apoderándose de Puerto Rico y estableciendo un dominio neocolonial sobre Cuba. Ya desde entonces se comenzó a debatir en Estados Unidos sobre “las responsabilidades del imperio”, cuestión que adquiriría mayor relevancia a partir de su intervención en los asuntos europeos durante ambas guerras mundiales. Entonces se llegó a plantear de forma palmaria la cuestión de las “obligaciones” de Estados Unidos en aquellos países donde tuvo alguna injerencia directa; así ocurrió en varios territorios del Caribe como Puerto Rico, la República Dominicana y Haití. Igualmente, hacia los años cuarenta aumentó en Estados Unidos el interés por las minorías étnicas, como lo atestigua la obra de Gunnar Myrdal, American Dilemma (1944), que denunció las condiciones de marginalidad y opresión de los afroamericanos, y la de Frank Tannenbaum, Slave & Citizen (1946), que intentó comprender la esclavitud y las relaciones raciales en Estados Unidos al trasluz de las experiencias de otras regiones de las Américas, como Brasil y el Caribe. Esta fascinación aumentó hacia fines de la década siguiente, al activarse los movimientos a favor de los derechos de las minorías étnicas en Estados Unidos; a ello se aunó el proceso de descolonización luego de la segunda guerra mundial, que atizó más aún el afán por estudiar a los Otros.
En tal ambiente, el estudio histórico del antiguo sistema imperial español adquirió mayor relevancia y nuevos significados. Las inquietudes en torno a las implicaciones del creciente poderío estadunidense se proyectaron hacia el pasado, convirtiéndose el imperio español y los virulentos debates sobre su gestión en América en alegorías de las tribulaciones, las expectativas y las preocupaciones que suscitaba el naciente imperio. Como los dilemas que España había confrontado en el pasado, Estados Unidos parecía enfrentar la gran disyuntiva de mantener una posición aislacionista, de no intervención en los asuntos internacionales, o, por el contrario, de asumir una política activa que encarnara una postura moral. Respecto de los países dominados, se plantearon de manera concreta los problemas y las responsabilidades que conllevaba su tutela, que no era sino una manera de reformular el viejo dilema del white man’s burden. Por ende, temas como la Leyenda Negra y la figura de Bartolomé de las Casas se convirtieron en iconos de esas tribulaciones. Por eso renacieron con intensidad las discusiones acerca de las virtudes o los vicios del imperio español, que fue en esos años, en última instancia, el gran eje narrativo de la historiografía estadunidense sobre el periodo colonial en América Latina. Aun así, esas obras contribuyeron a insertar de manera definitiva a las poblaciones aborígenes en la historiografía latinoamericanista de Estados Unidos ya que abordaron de manera directa el tema de las consecuencias de la conquista sobre las sociedades amerindias. No obstante, todavía las poblaciones y las sociedades indoamericanas eran juzgadas fundamentalmente desde la perspectiva española. En el caso de los estudios sobre la población, su énfasis estribaba en “la macrodemografía y las estadísticas agregadas”, por lo que directamente arrojaban escasa luz sobre “las formas culturales, los patrones y las estructuras que organizaban la vida indígena”. Por su parte, los estudios sobre las instituciones enfatizaban el entramado político y legal español y su implementación en América. Así que, a pesar de que “los indios habían ocupado un lugar destacado en la historiografía hispanoamericana general de los últimos 100 años, […] siempre [lo hacían] de manera indirecta, como objeto de las acciones, las actitudes o las políticas españolas, siendo conquistados, convertidos, dominados o discutidos”. Es decir, los amerindios eran a lo sumo actores de reparto, cuando no mero escenario, sobre el c...