
- 200 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Acompañada por el subtítulo "Leyenda del año de 1648", "Trinidad de Juárez" cierra con dignidad literaria el ciclo de novelas cortas escritas por Manuel Payno durante los años de juventud. En ella el célebre autor del os bandidos de Río Frío, ofrece una manera ostensible algunas de sus más caras aficione: su inquebrantable vocación de narrador, la pasión por la historia y el gusto por crear personajes femeninos de gran estirpe.
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Información
Año
2020ISBN de la versión impresa
9789703207992TRINIDAD DE JUÁREZ
Manuel Payno
I
DOS OBJECIONES PODRÍAN HACER ALLÁ A SUS SOLAS LOS PACIENTES Y BENÉVOLOS LECTORES DE CUENTOS Y NOVELAS al leer el título de la presente: a saber, por qué escogí el nombre de Trinidad, teniendo el calendario novelesco tan abundante acopio de Clorindas, Dorilas, Clotildes, etcétera, y por qué esta Trinidad se llama de Juárez. En cuanto a lo primero, diré que Trinidad sería un nombre, si se quiere algo raro cuando la heroína que lo llevara fuera una vieja de tez de cacao, regañona, llena de canas, picada de viruelas y plagada de resabios y malas mañas; pero cuando el nombre que he elegido (que es por otra parte verídico) lo lleve una jovencita de hermosa figura y de hermoso corazón (porque ya os digo, lectores, mi heroína os la pintaré tan bella como pueda, tanto en sus cualidades físicas como morales) nada tendréis que echarme en cara. Trinidad es un lindo nombre para mí, lleno de encanto y de poesía, bien que los encantos y la poesía suelan desaparecer a veces como el celaje de nácar al impulso del viento, como la nieve con el calor del sol, como la flor que deshoja la mano destructora de un niño, como la esperanza del amor ante las realidades de la vida, como la espuma de las ondas con el paso de la nave, como la..., pero ¡Dios eterno!, ¿dónde voy con tanta y tanta comparación, la mayor parte necias e inexactas?... Baste decir que todas las cosas de este mundo son pasajeras como la vida de la mosca, deslumbradoras como la luz de una aurora boreal, y mentirosas como las patrañas que estampamos en el papel los que por oficio tenemos el muy honroso de divertir al público queriéndole hacer creer que conocemos el corazón humano y las pasiones amorosas y los entusiasmos políticos y..., al fin de toda esta farsa, ¿qué queda en el mundo del mísero escritor?... Un poco de polvo encerrado bajo de la helada tumba.
Pero volvamos a la historia que según parece tiene trazas de haber comenzado ya y de ser estupenda y maravillosa.
Trinidad tenía madre y padre, cosa que no sería hoy muy del caso referir, pues apuradamente abundan hijos sin padres, cuyo fenómeno lo explican satisfactoriamente los nuevos autores de geología que pretenden que por medio del fuego o del agua se forman las gentes.
Su madre de Trinidad era una santa y amable señora con cuarenta primaveras encima; pero ni el otoño había rugado su semblante, ni el estío quitado su color a las mejillas, ni el invierno derramado nieve en su cabeza: en una palabra, doña Guadalupe (que éste era su nombre) estaba fresca y rozagante, con su cabello negro, sus dientes blancos y cabales, y su fisonomía toda anunciaba que había tenido una vida tranquila, sobria y arreglada.
He dicho quién era la madre de Trinidad; ahora diré que su padre era un hombre honrado gallego llamado don Claudio de Ávila, que emigró en su juventud a estos reinos, y a costa de largos años de trabajo y sufrimiento, hizo un corto capital; casóse en seguida con doña Guadalupe, y siguió haciendo sus negocios de comercio con algún éxito, como se deja suponer, porque las colonias eran entonces una verdadera tierra de promisión.
Propúsole un amigo en una vez, hiciese un viaje a las Islas Filipinas, y él, animado con la perspectiva de una ganancia segura, se decidió a tal viaje, y de hecho se embarcó en el puerto de Acapulco, llevando consigo casi todo su capital, pues sólo dejó a su familia una moderada cantidad para que viviese mientras él viajaba.
Pasó un mes, otro y otro, y finalmente un año, sin tenerse noticia de don Claudio de Ávila, a pesar de que la nao de China había llegado con regularidad al puerto. Al cabo de dieciocho meses doña Guadalupe recibió una carta en que un don Antonio de Cimbrón, compañero de viaje de su marido, le anunciaba que éste había intentado penetrar al Japón y allí había naufragado su buque, y él caído en poder de aquellos malditos infieles, los cuales lo quisieron obligar a que se hiciera japonés y adorara a ciertos ídolos de madera, que maldita la veneración y respeto que inspiraban. Don Claudio se estuvo firme en los estribos, y no quiso abjurar la religión católica, a lo cual los japoneses le contestaron con un buen machetazo que hizo rodar al suelo la cabeza del honrado gallego. En rigor don Claudio era ya después de muerto san Claudio; pero como se ha dicho que en el naufragio perdió su fortuna, fue imposible hacer diligencias para su canonización.
Como entonces no se usaban ni cirineos que ayudasen a los maridos a llevar la pesada carga del matrimonio, ni tampoco estaba en boga el mal de nervios en las mujeres, doña Guadalupe sintió de todo corazón la muerte de su esposo y sin recurrir a ficciones ni escándalos, derramó día y noche abundantes lágrimas, por él rezó fervientes plegarias a Dios por el descanso de su alma, y se redujo a una vida retirada, y a cultivar las virtudes en el tierno corazón de su hija, como un homenaje a la memoria del infortunado padre que no había tenido el placer de volver a estrechar en sus brazos a su linda Trinidad.
Trinidad acababa de cumplir quince años. La naturaleza en esta edad de las mujeres despliega todas sus gracias, todos sus atractivos, todos sus magníficos colores como el sol en las primeras horas del día. La juventud es la mañana de la vida; así por esa razón los poetas han comparado las hermosas con la aurora y con la primavera. En cuanto a Trinidad, había sido liberal la naturaleza en prodigarle atractivos a manos llenas. Tenía un cabello delgado y sutil, que sin exageración ni mentira, brillaba con los rayos del sol, como una madeja de oro. Sobre sus ojos expresivos y azules caían unas pestañas arqueadas, y detrás de sus labios encarnados y frescos, siempre dispuestos a sonreír con esos pensamientos de inocencia y candor que vuelan en torno de la juventud, resaltaban dos hileras de perlas. Su cutis era de esos tersos como la seda y transparentes y pulidos como el mármol; de esos cutis donde se ve circular la sangre, donde pueden contarse una a una las venas y las arterias; de esos cutis delicados que cree uno pueden empañarse con el soplo del viento, con el calor de la primavera, con el contacto de una mano cuando no está guiada por ese amor tan santo que el mundo corrompido llama con ironía “platónico”. Trinidad no era ni alta ni de baja estatura; ni gruesa ni delgada; ni rosada ni blanca; era en su color, en las proporcionadas formas de su cuello, en la pequeñez de sus manos y pies, en lo redondo de sus contornos, en la expresión toda de su fisonomía, y en los colores de rosa de sus mejillas que revelaban la salud, la vida y la inocencia, un tipo excepcional de belleza que más bien pertenecía al cielo que al mundo, que tenía más de ángel que de mujer, más de ideal que de positivo, más de fantástico que de mundano.
En la época de que vamos hablando, Trinidad no sonreía, ni sus ojos expresaban el placer y alegría del alma, sino que por el contrario, vertían copiosas lágrimas. Luego que la madre leyó con voz ahogada y convulsiva la carta en que se le noticiaba la muerte de su esposo, la criatura cayó de rodillas, enclavijó sus manos y alzando sus lindos ojos anegados en lágrimas, preguntó a Dios por qué le había arrebatado a su padre sin que ella hubiera podido darle en la frente un último beso, y recibir de rodillas su postrera y santa bendición paternal.
Dios, que podría haberse enfadado con una reconvención semejante de boca de un pecador endurecido, sonrió sin duda con el candoroso rubor de la niña y le concedió que estuviese tan bella y tan interesante en su dolor, que la madre se quedó contemplándola en un profundo éxtasis y... un poeta hubiera creído que era uno de los afligidos ángeles que lloraban en el Huerto cuando oraba el Señor del Mundo.
No necesitaba don Claudio para haber volado a la gloria eterna, de que los inciviles japoneses le hubiesen cortado la cabeza, sino sólo de la oración de su hija Trinidad.
Dos personas tomaron también una parte activa en el sentimiento que causó a la familia de don Claudio, y fueron un joven llamado Arturo Almazán y un anciano llamado don Pedro de Juárez. El joven era huérfano de un español que murió de vómito a su llegada a la Veracruz, y se había educado en la casa de don Claudio al lado de Trinidad, y a la sazón estaba concluyendo con sus estudios en un colegio; y el anciano era un íntimo amigo del difunto, que había visto crecer casi en sus rodillas y bajo sus caricias a los dos chicuelos.
Cuando don Pedro vio impensadamente que aquellas formas pequeñitas y delicadas de la niña Trinidad se habían desarrollado; cuando ya la niña era una hermosa joven, el anciano indiferente y solterón hasta entonces, sintió latir con fuerza su corazón y le pareció que la sangre circulaba más veloz y más expedita en sus venas y..., no sé qué cosa de fuego, hoguera y ceniza dicen los poetas; yo para mí juzgo que don Pedro tenía amor y que cuando vio a la familia huérfana, abatida y sin tener recursos para subsistir, se le paseó por la imaginación el hacer a Trinidad su esposa. El público al menos lo dijo así, con todo y que es menester advertir que era entonces menos murmurador y maldiciente que ahora.
No sé a punto fijo por qué causas no se verificó en mucho tiempo tal matrimonio, sería acaso porque la pequeña Trinidad no estaría muy anuente, o porque don Pedro, como hombre de juicio, reflexionaría que no es posible la felicidad matrimonial, cuando hay tres o cuatro decenas de diferencia en la edad de los novios.
Don Pedro, no obstante, se portó como un caballero. La familia no careció de auxilios pecuniarios, que es menester advertir, eran ministrados con la mayor liberalidad y delicadeza, puesto que jamás don Pedro molestaba a la criatura con su viejo amor, ni pasaba los límites de una amistad respetuosa y sincera. Todas las noches a la oración concurría don Pedro a la casa, tomaba su amplia taza de chocolate, cuidando de rezar antes el benedicite, y después de haber dado gracias a Dios porque le había dado de comer sin merecerlo, fumaba su cigarro, platicaba un rato de los sermones de los misioneros, de los milagros que hacía la Inquisición, convirtiendo a los herejes, etcétera, y al primer toque de las ocho se retiraba, permitiéndose sólo hacer un honesto cariño en la cabeza a Trinidad, y desearle que para honra y gloria de Dios fuese tan hermosa y tan modesta. Nunca pasó de estos límites el amor respetuoso de don Pedro.
Habían transcurrido ya algunos meses, el pesar se iba amortiguando con el tiempo, como sucede con los dolores más grandes y que uno juzga que han de ser eternos. Doña Guadalupe se tranquilizaba algún tanto, Trinidad iba volviendo a ponerse tan linda y tan encarnada como antes; Arturo continuaba sus estudios en el colegio, y don Pedro de Juárez tomando su chocolate, y dando a Trinidad su afectuosa y suave palmadita en la cabeza, o cuando más en la mejilla, pero era una que otra vez, y para esto casi temblaba la mano y el corazón del pobre viejo.
Una noche dio la oración, las siete, las ocho, y finalmente las nueve, sin que don Pedro llamase a la puerta. La familia entró en cuidado, y Trinidad misma experimentó una especie de disgusto (tal es la fuerza de la costumbre). A las nueve y media tocaron fuertemente la puerta, doña Guadalupe abrió asustada, y recibió a un criado que despavorido anunciaba que don Pedro se estaba muriendo de un fuerte cólico, y que suplicaba como un favor especial a doña Guadalupe, fuese con su hija, pues de otra suerte ni se confesaría, ni moriría en gracia de Dios.
Doña Guadalupe no podía excusarse a tan urgente invitación, y como por otra parte la carroza de don Pedro estaba en la puerta, no tuvo más remedio que colarse su basquiña, y correr a presenciar la dolorosa catástrofe que debía concluir con la vida de su protector.
Doña Guadalupe no podía excusarse a tan urgente invitación y paciente, el cual verdaderamente estaba en las orillas del sepulcro. Sus facciones estaban desencajadas, sus ojos vidriados, su voz trabajosa, y su vientre elevado, y además, había otros signos evidentes que anuncian que un enfermo tiene ya poco tiempo que vivir sobre la tierra, y son un médico que recetaba, un escribano que se calaba los anteojos y cortaba la pluma, y un padre franciscano con un Cristo y un breviario en la mano. Todos estos personajes estaban en la recámara de don Pedro.
Luego que el paciente vio frente a su lecho a las dos señoras, procuró incorporarse, y con voz solemne, como es naturalmente toda voz que va a apagarse para siempre, y que no ha de tener ya eco en el corazón de las gentes, dijo:
—Señora, ¿sabéis que he amado con ternura a vuestra hija?
—Sé, don Pedro, que habéis sido nuestro amparo en la tierra, y que tenemos una deuda inmensa de gratitud que pagaros. Hablad.
—Poca cosa deseo...
—Mandad, don Pedro, vuestra voluntad es sagrada para mí.
—Deseo, pues, que Trinidad sea mi esposa.
Trinidad se estremeció ligeramente, y el enfermo prosiguió:
—Voy a desaparecer para siempre del mundo, y quiero que Trinidad lleve mi nombre, y un legado de treinta mil pesos que le bastará para vivir, y que está impuesto en una hacienda de mi hermano, a quien encargo que venga a establecerse a México, para que cuide de una familia que me ha sido tan querida.
—¡Don Pedro! —exclamó la madre tomándole de la mano—, sois muy generoso.
—Hubiera podido antes haber solicitado a Trinidad por esposa, pero ella era joven y linda, y yo viejo y... hubiera sido sacrificar a la pobre inocente. Por otra parte, había un inconveniente que sabe el señor escribano. He sido joven, y he tenido faltas y deslices que he procurado reparar con buenas acciones, e implorado el perdón y clemencia de Dios.
Don Pedro tenía dos chiquillos como unas perlas.
El escribano tomó de la mano a Trinidad, y la aproximó al lecho de don Pedro: el padre se acercó y le dijo al oído:
—Es preciso que usted condescienda: su salvación está en peligro, y éste es el modo de pagar los favores de un bienhechor.
No fue menester más. Trinidad casi llorando y llena de gratitud, tomó la mano de don Pedro. El capellán bendijo esta unión, y a poco don Pedro entregó su alma al Eterno.
He aquí el motivo por qué Trinidad a pesar de ser hija de don Claudio de Ávila, se llamaba Trinidad de Juárez.
II
La muerte de don Pedro fue para la familia un golpe tan fuerte como lo había sido el fin trágico de don Claudio. Aquel viejo tan extremadamente caballero y delicado que las cuidó como un ángel de guarda en su desamparo y orfandad, estaba profundamente grabado en la memoria de doña Guadalupe, y aun debemos decirlo francamente, en la de Trinidad, porque por lo mismo que su alma era inocente y pura sabía agradecer los beneficios generosos y espontáneos del anciano, y sobre todo la tumba había solemnizado su amor: Trinidad, aunque virgen y sin la menor idea del matrimonio, era nada menos que la viuda de don Pedro de Juárez.
Un año o poco menos corrió sin que hubiese incidente alguno que turbara la paz de que disfrutaba la familia. Arturo había concluido sus estudios, y las horas que le dejaban libres sus ocupaciones en casa de un oidor, las consagraba a estar al lado de Trinidad y ésta por su parte disfrutaba en unión de su buena madre, de una calma deliciosa como la de un lago cristalino cuya superficie no enturbia el más ligero viento.
Don Hernando de Juárez, hermano de don Pedro, que había punt...
Índice
- INTRODUCCIÓN
- TRINIDAD DE JUÁREZ
- INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN