
- 200 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Crítica literaria
Descripción del libro
El libro reúne cinco ensayos críticos de Baudelaire. El primero, "Cómo se pagan las deudas cuando se es un genio" es un sugerente escrito juvenil. En el segundo, "Los dramas y novelas decentes", expone los zigzagueos que el francés común precisa dar para llegar a ciertas conclusiones modernas. "Nuevas notas sobre Edgar Allan Poe" es la obra maestra del Baudelaire crítico literario: su estudio más penetrante sobre un autor y, al mismo tiempo, su más deliberada "As poética". En el texto acerca de Flaubert, un monstruo moderno se enfrenta a otro. Finalmente, los fragmentos de su "Diario íntimo" son lo que son: la genial rebaba de un genio.
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Información
Año
2020ISBN de la versión impresa
9789703247660NOTAS SOBRE EDGAR POE
I
¡Literatura de decadencia! Palabras huecas que a menudo oímos caer, con la sonoridad de un bostezo enfático, de boca de esas esfinges sin enigma que velan ante las puertas santas de la estética clásica. Cada vez que el irrefutable oráculo resuena, se puede armar que se trata de una obra más divertida que la Riada. Se trata, evidentemente, de un poema o de una novela cuyas partes todas están hábilmente dispuestas para la sorpresa, cuyo estilo está magníficamente adornado, en la cual todos los recursos del lenguaje y de la prosodia son utilizados por una mano impecable. Cuando oigo roncar ese anatema -que, dicho sea de paso, cae generalmente sobre cualquier poeta preferido-, siempre me dan ganas de responder. ¿Me toma por un bárbaro como usted y me cree capaz de divertirme tan tristemente como lo hace usted? En mi cerebro se agitan entonces comparaciones grotescas; me parece que me están presentando dos mujeres: una de ellas, matrona rústica, repugnante de tanta salud y virtud, sin garbo y sin gracia, en suma, que nada debe más que a la simple naturaleza', la otra, una de esas bellezas que dominan y oprimen el recuerdo, que unen a su encanto profundo y original toda la elocuencia de la toilette, bien consciente de su andar, dueña y reina de sí misma, con una voz que habla como un instrumento bien afinado, y con miradas preñadas de pensamiento que no dejan transparentar sino lo que quieren. No habría duda en mi elección y, sin embargo, hay esfinges pedagógicas que me reprocharían faltar al honor clásico. Pero, dejando de lado las parábolas, creo lícito preguntar a esos hombres sabios si comprenden bien toda la vanidad, toda la inutilidad de su sabiduría. El término literatura de decadencia implica que hay una escala de literaturas, una recién naci-da, una infantil, una adolescente, etc. Quiero decir que ese término supone algo fatal y providencial, como un decreto ineluctable; y es absolutamente injusto reprochamos el cumplir con esta ley tan misteriosa. Todo lo que puedo comprender en la palabra académica es que resulta vergonzoso obedecer con placer a esta ley y que somos culpables de regocijarnos de nuestro destino. Ese sol que, hacía pocas horas, bañaba todas las cosas con su luz recta y blanca, pronto va a inundar el horizonte occidental con colores variados. En los juegos de ese sol agonizante, algunos espíritus poéticos encontrarán delicias nuevas: descubrirán columnatas deslumbrantes, cascadas de metal fundido, paraísos de fuego, un esplendor triste, la voluptuosidad de la melancolía, todas las magias del sueño, todos los recuerdos del opio. la puesta del sol
Les parecerá, en efecto, la maravillosa alegoría de un alma rebosante de vida, que desciende tras el horizonte con una magnífica provisión de pensamientos y de sueños.
Pero lo que no pensaron los profesores jurados es que, en el movimiento de la vida, tal complicación, tal combinación puede presentarse totalmente inesperada para su sabiduría de chicos de escuela Y entonces su lengua insuficiente les falla, como en el caso -fenómeno en que se multiplicará, tal vez con variantes- de que una nación comience por la decadencia y se inicie donde las otras terminan.
Si entre las inmensas colonias del siglo actual se forjan literaturas nuevas, con toda certeza se producirán accidentes espirituales de naturaleza desconcertante para el espíritu de la escuela. Joven y viejo a la vez, Estados Unidos parlotea y chochea con volubilidad asombrosa. ¿Quién podría contar sus poetas? Son innumerables. ¿Sus mujeres escritoras? Atiborran las revistas. ¿Sus críticos? Créanme que poseen pedantes tan consumados como los nuestros, que recuerdan sin cesar al artista la belleza antigua, cuestionan a un poeta o a un novelista sobre la moralidad de su objeto y la bondad de sus intenciones. Hay allá, como aquí, pero aun más que aquí, literatos que no conocen la ortografía; una actividad pueril e inútil; compiladores a montones, machacones, plagiarios de plagios y críticos de críticas. En esa efervescencia de mediocridades, en ese mundo enamorado de los perfeccionamientos materiales -escándalo de un género nuevo que hace comprender la grandeza de los pueblos ociosos-, en esa sociedad ávida de asombro, enamorada de la vida, pero sobre todo de una vida llena de excitación, ha aparecido un hombre grande no sólo por su sutileza metafísica, por la belleza siniestra o fascinante de sus concepciones, por el rigor de su análisis, sino también grande, y no menos grande, como caricatura. Tengo que explicarme con cierto cuidado, pues recientemente, un crítico imprudente, para denigrar a Edgar Poe, y para dudar de la sinceridad de mi admiración, se servía del término juglar que yo mismo había aplicado al noble poeta casi como elogio.
Del seno de un mundo glotón, ávido de materialidades, Poe se ha lanzado a los sueños. Asfixiado como estaba por la atmósfera americana, escribió al comienzo del Eureka: “¡Ofrezco este libro a aquellos que han puesto su fe en los sueños como únicas realidades!” Fue, pues, una protesta admirable; la hizo a su manera, in his own way. El autor que en el Coloquios entre Monos y Una deja manar a torrentes su desprecio y su repugnancia por la democracia, el progreso y la civilization, es el mismo que, para quitar la credulidad, para fascinar a sus mirones, ha planteado lo más enérgicamente posible la soberanía humana y fabricado lo más ingeniosamente posible las mentiras más halagüeñas para el orgullo del hombre moderno. Bajo esa luz, Poe me parece un ilota que quiere hacer sonrojar a su amo. Por último, para afirmar mi pensamiento de una manera aun más clara; Poe siempre fue grande no sólo en sus concepciones nobles, sino incluso más como bromista.
II
¡Pues nunca se dejó engañar! No creo que el virginiano que escribió tranquilamente, en pleno desbordamiento democrático: “El pueblo no tiene nada que hacer con las leyes más que obedecerlas”, haya sido jamás víctima de la sabiduría moderna, y: “La nariz del populacho es su imaginación; y tomándolo de esa nariz siempre se le podrá conducir fácilmente”, y otros cien pasajes en que llueve la burla, nutrida como metralla y, sin embargo, indolente y altiva. Los swedenborguianos lo felicitan por su Revelación magnética, semejantes a esos ingenuos iluminados que antes veían en el autor de El diablo enamorado a un revelador de sus misterios; le dan las gracias por las grandes verdades que acaba de proclamar, pues han descubierto (¡oh, verificadores de lo que no se puede verificar!) que todo lo que enunció es absolutamente cierto, aunque para empezar (confiesan esas buenas gentes) hayan sospechado que bien podía tratarse de una simple ficción. Poe responde que, por su parte, nunca tuvo la menor duda Habrá que citar ese breve pasaje que me salta a la vista, mientras hojeo por centésima vez sus divertidas Marginalia, que son como la cámara secreta de su espíritu: “¡La enorme multiplicación de los libros en todas las ramas del conocimiento es uno de los mayores azotes de esta época! Pues es uno de los más graves obstáculos a la adquisición de todo conocimiento positivo”. Aristócrata por naturaleza, más aun que por nacimiento, el virginiano, el hombre del sur, el Byron extraviado en un mundo malo, siempre conservó su impasibilidad filosófica y, ya sea que defina la nariz del populacho, ya que se burle de los fabricantes de religiones, ya que fustigue a las bibliotecas, queda en pie lo que fue y lo que será siempre el verdadero poeta: una verdad mostrada de manera extravagante, una aparente paradoja, que no quiere codearse con la multitud y que corre al extremo oriente cuando el fuego de artificio se lanza al poniente.
Pero he aquí algo más importante: notaremos que este autor, producto de un siglo pagado de sí mismo, hijo de una nación más pagada de sí misma que ninguna otra, vio claramente, afirmó imperturbablemente la maldad natural del hombre. Hay en el hombre, dice, una fuerza misteriosa que la filosofía moderna no quiere tomar en cuenta y, sin embargo, sin esta fuerza innominada, sin esa inclinación primordial, incontables acciones humanas quedarán para siempre inexplicadas e inexplicables. Esas acciones sólo nos atraen porque son malas, peligrosas: poseen el atractivo del abismo. Esta fuerza primitiva, irresistible, es la perversión natural que hace que el hombre sea, a la vez, homicida y suicida, asesino y verdugo; pues, añade con una sutileza notablemente satánica, la imposibilidad de encontrar un motivo lo bastante razonable a ciertas acciones malas y peligrosas puede llevamos a considerarlas como el resultado de sugerencias del Diablo, si la experiencia y la historia no nos enseñaran a menudo que Dios las aprovecha para bien del orden y el castigo de los malos, ¡después de haberse servido de los mismos malvados como cómplices!
Tal es el lema que se desliza, lo confieso, dentro de mi espíritu como un subentendido tan pérfido como inevitable. Pero, de momento, no quiero tomar en cuenta la gran verdad olvidada -la perversidad primordial del hombre- y no sin cierta satisfacción, veo a algunos náufragos de la antigua sabiduría que nos llegan de un país en el cual no esperábamos encontrarlos. Resulta agradable que algunas explosiones de vieja verdad salten así a la cara de todos esos aduladores de la humanidad, de todos esos consentidores y embaucadores en todas las posibles variaciones de tono: “¡Yo nací bueno, y también tú, y todos nosotros nacimos buenos!”, ¡olvidando, fingiendo olvidar, esos igualitarios a la in-versa, que todos hemos sido marcados por el mal!
¿De qué mentira podría ser víctima aquel que a veces -dolorosa necesidad de los ambientes apuntaba tan bien? ¡Qué desprecio a la seudofilosofía en sus buenos días, en los días en que estaba, por decir algo, iluminado! Ese poeta, del que varias ficciones parecen hechas a propósito para confirmar la pretendida omnipotencia del hombre, a veces quiso purgarse a sí mismo. El día que escribió: “Toda certidumbre está en los sueños”, relegaba su propio americanismo a la región de las cosas inferiores; otras veces, volviendo a la verdadera vía de los poetas, y obedeciendo sin duda a la ineluctable verdad que nos obsesiona como un demonio, exhalaba los ardientes suspiros del ángel caído que se acuerda de los cielos; su nostalgia era por la Edad de Oro y el Edén perdidos; lloraba toda esta magnificencia de la naturaleza, acurrucándose ante el cálido aliento de los hornos-, y nos regalaba, en fin, esas páginas admirables del Coloquio entre Monos y Una, que hubieran fascinado y preocupado al impecable De Maistre.
Fue él quien dijo a propósito del socialismo, en la época en que éste aún no tenía nombre, o en que ese nombre al menos no se había vulgarizado por completo:
El mundo está actualmente infestado por una nueva secta de filósofos que aún no reconocen que están formando una secta, y que por consiguiente no han adoptado nombre. Son los creyentes en todo vejestorio (como si dijéramos: predicadores de lo viejo). El sumo sacerdote en el este es Charles Fourier; en el oeste, Horace Greely; y, voluntariamente, son sumos sacerdotes. El único nexo común a la secta es la credulidad; llamémosla demencia, y no hablemos más. Preguntad a uno de ellos por qué cree esto o aquello; y si es concienzudo (los ignorantes suelen serlo), os dará una respuesta análoga a la de Talleyrand cuando le preguntaron por qué creía en la Biblia: “Creo en ella, dijo, en primer lugar, porque soy obispo de Autun, y en segundo por- que no le entiendo absolutamente nada”. Lo que 57 esos filósofos llaman argumento es una manera muy suya de negar lo que es y de explicar lo que no es.
El progreso, esa gran herejía de la decrepitud, tampoco podía escapársele. El lector verá, en diferentes pasajes, de qué términos se vale para caracterizarlo. Se diría, viendo el ardor que en ello pone, que deseaba vengarse de él como de una vergüenza pública, como de una plaga callejera. Mucho se habría reído, con esa risa despectiva del poeta que nunca engrosó la chusma de los mirones, si hubiera encontrado -como me ocurrió recientemente- esta frase mirífica que haría soñar a los bufones y a los absurdos payasos, y que encontré pavoneándose pérfidamente en un periódico de los más graves:
¡El progreso incesante de la ciencia ha permitido recientemente recuperar el secreto perdido y durante tanto tiempo buscado de... (fuego griego, temple de cobre, cualquier cosa que ha desaparecido), cuyas aplicaciones más logradas se remontan a una época bárbara y muy antigua!
He aquí una frase que puede llamarse un verdadero hallazgo, un asombroso descubrimiento, incluso en un siglo de progresos incesantes; pero creo que la momia Allamistakeo no habría dejado de preguntar, con el tono dulce y discreto de la superioridad, si era también gracias al progreso incesante -a la ley fatal, irresistible, del progreso- que ese famoso secreto se había perdido. Asimismo, dejando aquí el tono de farsa, en un tema que contiene tantas lágrimas como risas, ¿no es cosa verdaderamente pasmosa ver a una nación, a varias naciones, y muy pronto a toda la humanidad, decir a sus sabios, a sus hechiceros: “Los amaré y los haré grandes si me persuaden de que progresamos sin quererlo, inevitablemente, incluso durmiendo; líbrennos de la responsabilidad, ahórrennos la humillación de las comparaciones, sofistiquen la historia, y entonces podrán llamarse los sabios de los sabios?” ¿No es causa de asombro que esta idea tan sencilla no brote en todos los cerebros: Que el progr...
Índice
- EL INSTANTE MODERNO: BAUDELAIRE CRÍTICO LITERARIO
- NOTAS SOBRE ESTA EDICIÓN
- CÓMO SE PAGAN LAS DEUDAS CUANDO SE ES UN GENIO
- LOS DRAMAS Y LAS NOVELAS DECENTES
- NOTAS SOBRE EDGAR POE
- MADAME BOVARY, POR GUSTAVE FLAUBERT
- PETRUS BIREL
- DE LOS DIARIOS ÍNTIMOS
- CRONOLOGÍA
- INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN