Retrato hablado
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Luis Spota

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Retrato hablado

Luis Spota

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¿Cómo se construye un imperio en un país subdesarrollado? El imperio económico de Eugenio Olid, nacido del robo y el abuso, con ayuda y complicidad de sus amigos, es el tema central de esta novela en la que una serie de personajes van reconstruyendo la sórdida vida de un hombre que no se detiene ante ningún crimen, ruindad o vileza que necesite para conseguir sus fines.

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1
Sólo una vez en los años que lleva como secretaria del director general, ha escuchado Makrina Kuri la voz de Eugenio Olid –una voz pequeñita y amable como dicen que es de talla y de trato, el hombre que habita en el tercer piso de un roñoso edificio de Nueva Castilla y que nunca, por lo que Kuri sabe, ha tenido interés, curiosidad o necesidad de venir a la capital para conocer este conjunto que aloja a las vistosas torres gemelas (las más altas del país), y los bloques de oficinas en los que encuentran asilo algunas de las principales empresas que componen lo que en el directorio aparece escuetamente citado, al principio de veintisiete páginas, como Olid, S.A.; un grupo industrial, comercial y financiero que apoya su solvencia, y la de sus innumerables subsidiarias, en los miles de millones de activos pesos que maneja, y su fuerza política en el poder que ha ido acumulando a partir de una madrugada de hace poco más de medio siglo en que un chico de quince, que no conocía mujer, salió de Avemaría Purísima, cruzó la barranca y el arroyo de Agualimpia, y llegó, ya anochecido, al rebumbio de feria que estaba viviendo el caserío que en la llanura derramó su desorden en torno a la iglesia franciscana; caserío que hoy se precia de ser, por la importancia de sus fábricas, refinerías, mataderos, plantas siderúrgicas, empacadoras, tecnológicos, bancos, almacenes y aeropuertos, la tercera, o quizá ya la segunda, metrópoli de la República. Recién admitida en los pisos superiores de las Torres; desconocedora de reglas que ni su antecesora ni su jefe se ocuparon de explicarle, Kuri acudió, en su primer día de trabajo, al llamado de la luz que se encendía y se apagaba en el aparato, y respondió: “Dirección-general-del-Grupo-Olid-a-sus-órdenes”, con la tersura, cortesía y exactitud que debe mostrar invariablemente una mujer que llegaría a devengar el más cuantioso salario que en la compañía se paga a un empleado de confianza. La voz que traía el hilo, tímida y acaso sorprendida de no encontrar respondiéndole la de Miguel o la de Rafael Balda, preguntó por el señor Rebul; y cuando ella, en su turno, inquirió: “¿De parte de quién, caballero?”, y la voz dijo: “De Eugenio Olid”, Kuri se sintió absolutamente estúpida y (nunca ha sabido por qué) se puso a llorar. Sus oídos habían sido tocados por la palabra de Olid, el hombre cuya imagen presidía todas las dependencias, visibles o no, de sus negocios. Más tarde, un Rebul, si no colérico sí enérgico, la ilustró: “Nunca, nunca, entienda Miss Kuri, debe usted responder a ese teléfono, a menos, claro, que el señor Balda o yo lo autoricemos. Ese teléfono es intocable. Sagrado”, y la señorita Kuri aprendió que cuando Miguel Rebul dice nunca, quiere decir nunca. “Y si ni usted ni el señor Balda están presentes, ¿qué debo hacer?” “Buscarnos. Buscarme si es a mi aparato al que don Eugenio llama. Siempre tendrá usted medios de localizarnos.”
En el tablero de instrumentos desde el que tiene acceso de vigilancia electrónica a todas las oficinas de las Torres (excepto al penthouse en el que habita Rebul desde que encontró más cómodo vivir allí que en su casa) Kuri observa el parpadeo verde-azuloso con el que el señor Olid está convocando al director. ¿Por qué no responde si se llevó a la sala de consejo una réplica portátil del Teléfono Sagrado? Cuando se inicia la tercera serie de guiños luminosos, Makrina Kuri, con algo de temor, activa la tecla correspondiente a la sala y en el monitor aparece una vista general de la mesa y después, cuando opera el zoom, un acercamiento en medio close-up, de Rebul. A su lado se halla, en efecto, el aparato y si no lo atiende es porque montones de papeles, planos y carpetas lo ponen fuera de la vista. Resuelve usar el circuito de intercomunicación local. Miguel interrumpe su discurso y alza la bocina. Busca el lente. Kuri y él quedan cara a cara, cerquísima, en las pantallas. “El teléfono especial, señor”, dice ella. Miguel aparta los estorbos. Tictac de luz, un destello fulgura a pausas en el sitio donde en los aparatos convencionales se coloca el disco de los números. “Gracias, Kuri.” Antes de hablar, y aunque no pueda oírlo, Miguel Rebul espera a que se borre el rostro de su secretaria.
Los japoneses son nueve. Unánimes, visten de negro. Idéntico a ellos en estatura, color, seriedad y modo de anudarse la corbata, es el señor Kakuei Nakayama –el experto al que hace cinco años importaron de Tokio, adiestraron en el uso del idioma y el conocimiento de las costumbres nacionales y designaron asesor del departamento que maneja lo relacionado, a nivel de exportación, con el mercado oriental y las Acerías Olid. Cuando Rebul se dispone a hablar por teléfono, Nakayama alza la mano levemente y los negociadores callan, discretos, para no dificultar el diálogo del director. Con alguna palabra que no entienden, Rebul indica a Nakayama que prosiga el regateo, y el regateo se reanuda, tan entonado como era hace un momento, entre los que quieren comprar y los que quieren vender.
Ni una sola vez, mientras recibe el mensaje que le está llegando por la Línea Olid, pide Miguel Rebul que se le aclare algo o se le amplíe un dato. Como de costumbre, se espera de él la decisión adecuada, el acuerdo conveniente. Decisión, acuerdo, que habrán de ser, conforme al estilo de la casa, inapelables. Porque así se lo permite el largo cordón blanco, se acerca al ventanal. Desde el piso 87 de las torres, la ciudad es una mancha en movimiento; una cuadrícula parda, como el rostro que Nakayama le mira; ahogada en polvo como la voz que el interlocutor, al principio, recibe de él; que vuelve a ser, luego, filosa, casi agresiva: “¿Está él ahí?” Pausa. “No, no es necesario. Ya hablaremos después.” Siempre de soslayo, Nakayama lo ve consultar el reloj de pulso. “Si él dice que eso debe hacerse, que lo haga… Llegaremos, supongo, alrededor de las cinco…”
Los acereros (bajitos, melosos, tenaces, dueños del tiempo) callan; aguardan a que Rebul, ahora que ha terminado de hablar, ocupe la cabecera de la mesa y reasuma el mando. Como lo conocen menos que Nakayama, ninguno advierte que su rostro, árido de por sí, se ha vuelto más duro, como si sólo tuviera piedra debajo de la piel. “Dígales que debo ausentarme. Hágase cargo usted. Proceda conforme a lo convenido.” Nakayama traduce. Parecen desconcertados. Luego, uno se alza y los otros ocho lo hacen. Disciplinados, se quiebran por la cintura. Rebul les devuelve la caravanita y con ella les entrega su única palabra en japonés, “arigato” que ellos, sonrientes, aceptan.
—¡Hey, Raf! Ven a nadar conmigo —gritó ella, en inglés, desde el extremo norte de la alberca.
—Estoy cansado —dijo él, también en inglés, y luego pensó en español: “No jodas”, mientras seguía con los binoculares las evoluciones que a lo lejos, en el centro de la bahía, en perfecto equilibrio sobre los esquíes, realizaban la jovencita (su hija) y el hombre de pelo amarillo, su huésped (el señor Svenson).
Hasta fines de la década de los cuarenta, la isla de Olid había sido una base naval norteamericana. En nueve años, los oficiales crearon para su gusto el balneario que es hoy, con la casa mayor de sesenta habitaciones; salas inmensas para conferencias; playrooms; porches y cuartos para juntas privadas; la marina; el helipuerto; el campo de golf, par 27; los asoleaderos que permiten tomar luz au naturel; el sistema de faros que funciona automáticamente a partir de las siete, y las canchas de tennis. En ese tiempo lucía un nombre indígena que, traducido, significaba Roca Lagarto porque su forma imita, con exactitud que a todos hace decir: “Pero, si parece un lagarto”, la de uno de esos bichos que abundan en los esteros de tierra firme. El que ahora figura en mapas y cartas de marear, le fue impuesto (se cree que por Miguel Rebul para halagar al viejo) a raíz de que las finanzas nacionales, siempre a tumbos, pudieron ser salvadas gracias a una intervención, tan misteriosa como decisiva, de Olid. El congreso no se rehusó a que el presidente de entonces, además de algunas otras cosas que se ignoran, cediera al grupo Olid el derecho de usufructuar durante noventa y nueve años, a cambio de una simbólica renta mensual de un peso, esta mínima parte del territorio que domina la Bahía de Gardenias, un paraje que los intereses Olid están convirtiendo (han convertido ya) en el más hermoso complejo turístico de esa costa. Los muy pocos a quienes se autoriza visitarla, arriban a la isla en alguno de los tres helicópteros Olid Modelo A12, de guardia en la avenida costanera Eugenio Olid, o utilizando el hidrofoil Olid-29 que, a partir del atracadero del Hotel del Rey don Alfonso, cruza la bahía en exactamente once minutos. En el inventario general de bienes inmuebles de la empresa, la antigua Roca Lagarto tiene asignado como número de registro el P.I.001-209, y como casi todo lo que es suyo, jamás ha sido vista, excepto quizá en fotografías o película, por su dueño. Pero la isla está siempre en servicio. La cuida un equipo permanente de veinticinco personas: técnicos en comunicaciones, jardineros, marinos particulares, green-keepers, camareras, mozos, policías, dos bar-tenders, un administrador. La visitan, poco o casi nunca, Miguel Rebul; con frecuencia, especialmente desde que enviudó, Rafael Balda y su hija Jo; algunos gerentes o directores generales (con sus familias; jamás solos ni en plan de juerga) y aquellos personajes a los que al grupo conviene agasajar.
—Raf… No seas aburrido; ven…
—Dentro de un momento…
Y uno de esos personajes a los que es conveniente agasajar (proporcionándole, incluso, una nativa de piel cobriza o negra, con la que quiere, de ser posible, acostarse esta noche) es Gustav Svenson, que ha venido, acompañado por Elke, la de las tetas suntuosas que chapotea en la alberca grande, a discutir un convenio que involucra la compra-venta de, según informó a los reporteros que lo abordaron en rueda de prensa al llegar a la capital, un “sustancial volumen de productos de Petroquímica básica”; convenio que, de concretarse, significará una ganancia considerable para Olid, S.A. (División Crudos) y, para el gobierno, un ingreso tampoco desdeñable.
Tipo enorme, de pecho ya blanco, bebedor de respeto, Svenson habrá superado los sesenta años. Elke es apenas algo mayor que Jo Balda. El primero de los saraos que se ofreció a los Svenson tuvo por escenario, la noche anterior, uno de los cabarés del Parador Roca Blanca (Olid, S.A.: División Hoteles Internacionales) y a él concurrieron, convocados por Velasco y guiados por los auxiliares de éste, los príncipes italianos, los marqueses españoles, los barones alemanes y los condes franceses que pudieron ser reclutados en el área, y los espontáneos socialités de la chabacana high-society nacional que aparecieron en bandadas apenas cundió el rumor de que un magnate sueco, danés, noruego, de todos modos: escandinavo, y la linda muchacha que presentaba como su esposa, iban a ser objeto del homenaje público que les rendiría Rafael Balda, él mismo, por la cuantía de su fortuna, uno de los solteros más apetecibles del país.
El Bloody-Mary (tres le llevaba servidos esa mañana, Totó, el más hábil de los dos cantineros maricas) le aplacó los ardores que padecía en el estómago; le calmó la tensión que le hormigueaba en las manos y en la punta de los pies. Luego de un sorbo, Balda puso junto al Teléfono Sagrado los lentes de marino y a través de los suyos; oscuros para protegerse del ataque del sol, se dedicó a observar a Elke Svenson, la del mínimo bikini escarlata, atlética de formas, de piel sonrosada ahí donde la dejaba al descubierto la tela. Para llevarla a la cama (le parecía que eso estaba pidiéndole desde la víspera) sería necesario enviar esa noche al marido a tierra. Velasco había salido hacia la capital muy temprano y regresaría a media tarde con la starlet negroide que distraería a Svenson mientras su mujer, si es que lo era, descifraba ahí en la isla, con uno de sus señores, la veracidad de la leyenda que presenta como amantes insuperables a ciertos latinoamericanos de agitanada tez olivácea y esbelta figura, dueños, a los cuarenta, de inevitable experiencia mundana.
Elke nadó una vuelta más y salió del agua. Chorreante, su cuerpo espejeaba en la claridad de las once. Lo mejor de ella, lo que atraía a Balda, lo que obligaba a voltear aun a los muchachos del bar, eran sus pechos. La imaginó… Como una brasa, la tetilla del Teléfono Sagrado empezó a encenderse. En el estómago de Rafael Balda se agrió el jugo de tomate. Vio venir hacia él, sinuosa, gallarda, desnuda casi, a la apetecible señora Svenson, pero ningún apetito sensual lo removió ahora. La voz de Rebul estaba explicándole: fría, cercana, como si estuviese allí, entre ese sol y frente a esa hembra. Le molestó que Elke le alborotara el pelo al inclinarse a recoger la caja de cigarrillos Olid-Banda Oro; le enfadó que restregara los muslos, el calzoncito del bikini, las rodillas, contra su hombro. “¿A qué hora fue…?” Saberlo no cambiaba las cosas, carecía de importancia y, sin embargo, lo preguntó. Rechazó el cigarro que Elke, como si fuera un pezón, le acercaba a los labios. “Inmediatamente, Miguel… Haré que se le informe al señor Svenson… Quiñones y Berensen, con el cónsul y el consejero, han manejado bien los distintos aspectos del asunto… No, ahora anda abajo, en el mar, esquiando con Jo… Hicimos un break para beber un trago y…” Volvió ella a ofrecerle el cabo del banda oro. A Elke seguía pareciéndole positivamente hermoso ese hombre casi maduro, de piel oscura a causa del sol y rasgos algo achinados, junto al que se había sentado en la silla de asolearse; un hombre que de pronto, en cuanto se puso a hablar por teléfono, se transformó en un ser diferente: sumiso, bastaba verlo, a la voz que lo llamaba. “Inmediatamente, Miguel. Sí. Directo a Castilla. Calcula que salgo, digamos, en unos veinte minutos. Esperaré allá, como dices, si llego antes que tú.” Un par de cabeceos afirmativos. “Dejaré a Jo aquí, con ellos. Velasco y los otros se harán cargo de atenderlos. Descuida, Miguel… Bien…”
Casi bruscamente, la apartó y recogió el estuche negro dentro del cual, animal reverenciable, reposaba el teléfono. Elke había empezado a vertir gotas de loción bronceadora sobre sus hombros, sus brazos, la parte alta de sus senos, y esperaba que él, como lo había hecho antes de meterse al agua, se ocupara de dispersar el líquido viscoso que pondría un matiz de color tropical en la palidez de algunas zonas de su cuerpo. Balda recogió el alambre y cerró el estuche. Con él pegado a la mano derecha parecía un obrero en calzoncillos blancos cargando su caja de lunch.
—Tengo que irme, señora Svenson. —Había algo solemne, fuera de lugar ahí, en su voz, en su actitud, ahora tiesas, reservadas—. Le ruego informar al señor Svenson que nos veremos, conforme a la agenda de trabajo, pasado mañana en la capital. Mi hija, y el resto del personal, el avión y todos los demás, quedan a sus órdenes…
Y antes de que Elke Svenson pudiera encontrar la media docena de palabras de una pregunta. Rafael Balda cruzó uno de los asoleaderos; indicó al piloto del helicóptero que le urgía partir en cinco minutos; convocó al de su jet 2-Blanco-0 y en tanto el agua tibia de la ducha limpiaba de su cuerpo el sol y la transpiración, le ordenó formular un plan de vuelo directo, sin escala en la capital, a Nueva Castilla. Un poco más tarde, vistiendo la ropa sport menos llamativa que halló en su recámara, encomendó a Jo atender a los huéspedes.
—¿Te vas?
—Ahora mismo.
—Tío Miguel dijo que íbamos a quedarnos hasta el viernes.
—Hubo cambio de planes. Te quedarás tú.
—¿Pasa algo malo?
—Si puedo te llamaré esta noche desde Nueva Castilla.
—Bueno. ¡Suerte!
Balda agradeció a la madre de Jo haberla educado así: una niña nunca debe querer saber más de lo que los adultos desean decirle. Jo estaba acostumbrada a no interrogar innecesariamente. Él le marcó un beso en la mejilla.
La recepción de audio era impecable, no así la de video. En la pantalla aparecían líneas multicolores, manchas, lloviznas de puntos, pero no lo que a Miguel Rebul le interesaba ver: a Samuel Laviana, doctor en periodismo; catedrático en Ciencias de la Comunicación Humana por la Universidad de Berkeley y la Nacional Autónoma; y jefe nominal de lo que genéricamente se llamaba Publicaciones Olid –un matutino; un periódico del mediodía; un vespertino; la Hoja del Lunes, dedicada a la poesía, y la Revista Tiempo Nacional, semanaria, en lo que a la zona metropolitana concernía; y los ciento siete diarios de provincia que integraban la CIO (Cadena Informativa Olid) y los dos o tres que aparecían en los países vecinos. Al cabo de varios intentos, Rebul acertó a detener el cuadro. Habló y su voz fue recogida en el piso 42 de la torre gemela izquierda: “Doctor Laviana…” Advirtió cómo se congelaba un gesto más de preocupación que de sorpresa en el rostro, tan parecido al de un búho, del hombre que estaba mirando ahora al o...

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