Jefe de estación Fallmerayer
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Jefe de estación Fallmerayer

  1. 64 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Jefe de estación Fallmerayer

Descripción del libro

"A pesar de que el jefe de estación Fallmerayer no tenía un carácter propenso a fantasear, le pareció que aquel era un día marcado por el destino de una manera muy especial y, mientras miraba hacia fuera por la ventana, empezó a temblar de verdad. Dentro de treinta y seis minutos pasaría el tren rápido que iba a Merano. Dentro de treinta y seis minutos—así le pareció a Fallmerayer—la noche sería completa"."Magistral relato. Pura literatura. Y pura vida."Manuel Arranz, Diario Levante"El contenido de esta historia no defraudará a ningún lector."Francisco Vélez Nieto, El Correo de Andalucía"Breve y entrañable relato que traza el derrotero que, a partir de un feroz accidente ferroviario, toma la hasta entonces apacible y plana vida de Adam Fallmerayer, jefe de una estación de trenes cercana a Viena".The Clinic (Chile) "Una obra maestra del relato corto".Milenio (México)

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788417902971
Categoría
Literatura

VII

Había retenido en la memoria el nombre de Solowienki. Aún más. Aquel nombre se había convertido para él en algo íntimo y familiar.
Resultó fácil descubrir el nombre de la propiedad de la familia Walewski. Se llamaba Solowki y estaba a tres verstas al sur de Kiev. A Fallmerayer le sobrevino una dulce, opresiva y dolorosa emoción. Sentía una infinita gratitud hacia el destino, que le había llevado a la guerra y hasta allí, y al mismo tiempo un miedo indecible frente a todo lo que ahora se avecinaba. La guerra, los ataques, el hecho de que le hirieran, la proximidad de la muerte, no eran más que episodios que palidecían por completo comparados con aquél que le estaba esperando. Todo aquello no había sido nada más que una preparación—quién sabe, tal vez insuficiente—para el encuentro con la mujer. ¿Estaba de verdad equipado para todos los casos que podían presentarse? Y sobre todo, ¿se encontraría ella en su casa? ¿La entrada del ejército enemigo no la habría llevado a marcharse a un lugar más seguro? Y si seguía viviendo en su casa, ¿estaría su marido con ella? Había que pasar por alto todas aquellas posibilidades y ver qué ocurría.
Fallmerayer mandó que pusieran el tiro al caballo y partió.
Era muy de mañana, durante el mes de mayo. Con el carro ligero de dos ruedas pasó por delante de praderas en flor, por un sinuoso camino de tierra, por una comarca prácticamente despoblada. Por allí marchaban soldados matraqueando y chacoloteando, para hacer las maniobras de costumbre. Ocultas en la luminosa y elevada bóveda azul del cielo, las alondras trinaban. Espesas manchas oscuras formadas por pequeños bosquecillos de abetos se alternaban con la plata alegre y brillante de los abedules. Y desde una lejanía remota el viento de la mañana traía el canto entrecortado de la tropa acantonada en apartadas barracas. Fallmerayer pensó en su infancia, en la naturaleza de su patria. Había nacido y crecido no lejos de la estación en la que había prestado servicio hasta que estalló la guerra. También su padre había sido empleado de los ferrocarriles, un empleado ferroviario de baja categoría, un almacenista. La infancia entera de Fallmerayer, al igual que su vida posterior, estaba llena de los ruidos y los olores del ferrocarril, así como de los de la naturaleza. Las locomotoras silbaban y mantenían conversaciones con el júbilo de los pájaros. El tufo de la hulla se quedaba suspendido sobre el aroma de los campos en flor. El humo gris de los trenes se confundía con los azules nubarrones sobre las montañas, mezclándose en una única niebla de dulce melancolía y de nostalgia. Qué distinto era este otro mundo, más alegre y a la vez más triste. Aquí ya no reinaba aquella bondad secreta de suave y apacible pendiente, aquí los lilos eran escasos. Tampoco había racimos cuajados tras vallas cuidadosamente pintadas, sino cabañas bajas con anchos techos de paja, pesados, como capirotes, y aldeas minúsculas, perdidas en la amplia llanura y, sin embargo, en cierto modo ocultas incluso en aquellas extensiones que se podían abarcar con la mirada. ¡Qué distintos eran entre sí los países! ¿Lo eran también los corazones humanos? «¿Me entenderá ella?—se preguntaba Fallmerayer—. ¿Me entenderá?». Y cuanto más se acercaba a la propiedad de los Walewski, más le ardía la pregunta en el corazón. Cuanto más se acercaba, más seguro estaba de que la mujer se encontraba en casa. Pronto ya no dudó de que sólo unos minutos le separaban de ella. Sí, estaba en casa.
Al comienzo de la avenida de esporádicos abedules que anunciaba la ligera subida a la casa señorial, Fallmerayer saltó del coche. Hizo el camino a pie para que durara un poco más. Un viejo jardinero le preguntó qué deseaba. Que quería ver a la condesa, contestó Fallmerayer. El hombre dijo que iría a anunciarle. Se alejó despacio y pronto regresó. Sí, la señora condesa estaba en casa y esperaba la visita.
La Walewska, como es natural, no reconoció a Fallmerayer. Lo tomó por uno de los muchos militares a los que había tenido que recibir en los últimos tiempos. Le ofreció sentarse. Su voz, profunda, oscura, extraña, le asustó y al mismo tiempo le resultó muy familiar, produciéndole un estremecimiento casero, un susto muy conocido, al que saludó con cariño y al que había estado esperando con nostalgia desde tiempos inmemoriales.
—Me llamo Fallmerayer—dijo el oficial.
Naturalmente ella había olvidado el nombre.
—Recordará usted. Soy el jefe de estación de L.
Ella se acercó, le cogió las manos. Él volvió a oler el perfume que le había perseguido, circundado, protegido, dolido y confortado desde tiempos inmemoriales. Las manos de ella descansaron un instante en las suyas.
—Oh, cuénteme, cuénteme—exclamó la Walewska.
Él contó brevemente cómo le iba.
—¿Y su mujer? ¿Y sus hijas?—preguntó la condesa.
—No las he vuelto a ver—contestó Fallmerayer—. Nunca he cogido un permiso.
Se hizo un pequeño silencio. Se miraron. En la habitación amplia y baja, enlucida y casi desnuda, el sol de las primeras horas de la mañana reposaba dorado y satisfecho. Las moscas zumbaban en las ventanas. Fallmerayer miró en silencio el rostro amplio y blanco de la mujer. Tal vez le entendiera. La condesa se levantó para correr la cortina de una de las tres ventanas, la del centro.
—¿Demasiada luz?—preguntó.
—Mejor más oscuro—respondió Fallmerayer.
Ella volvió hacia la mesita, rozó una campanilla y el viejo criado acudió. Le encargó que trajera el té. El silencio entre ellos no desapareció. Al contrario, aumentó, hasta que trajeron el té. Fallme...

Índice

  1. I
  2. II
  3. III
  4. IV
  5. V
  6. VI
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  11. XI
  12. XII
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