Señales que precederán al fin del mundo
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Señales que precederán al fin del mundo

  1. 128 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Señales que precederán al fin del mundo

Descripción del libro

Señales que precederán al fin del mundo es, sin duda, una de las novelas más singulares de entre todas las que se han escrito en español en este cambio de siglo. Y también una de las más bellas y precisas.

Como ya sucedía en su anterior novela: Trabajos del reino, Yuri Herrera no escribe "simplemente" sobre México y la frontera, sino que crea su México a través de historias y leyendas del pasado y del presente. Y traza con exactitud el mapa de un territorio que es aún más gigantesco, hecho tanto de lo que está sobre la tierra y en lo real como de lo que está bajo ella y pertenece a lo mitológico, a las culturas precolombinas. Quien recorre ese territorio a través de las nueve etapas de los mitos, es Makina, un personaje sin parangón en la literatura actual de tan real como parece, a pesar de vivir en un mundo que es quizá el inframundo. Basta leer dos páginas, una, de este libro, y no hará falta más: ya no podrá escapar ningún lector de esta historia fabulosa que narra mucho más que el viaje de Marina en busca de su hermano.

 

"La segunda novela de este narrador mexicano lo confirma como escritor que sabe urdir una trama intensa y manejar un lenguaje original, tan capaz de revelar una realidad social miserable y angustiosa como de elevar poéticamente lo humilde y cotidiano hasta alcanzar proporciones simbólicas."
Arturo García Ramos, ABC

Preguntas frecuentes

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788418264412
Categoría
Literature

1 LA TIERRA

Estoy muerta, se dijo Makina cuando todas las cosas respingaron: un hombre cruzaba la calle a bastón, de súbito un quejido seco atravesó el asfalto, el hombre se quedó como a la espera de que le repitieran la pregunta y el suelo se abrió bajo sus pies: se tragó al hombre, y con él un auto y un perro, todo el oxígeno a su alrededor y hasta los gritos de los transeúntes. Estoy muerta, se dijo Makina, y apenas lo había dicho su cuerpo entero comenzó a resistir la sentencia y batió los pies desesperadamente hacia atrás, cada paso a un pie del deslave, hasta que el precipicio se definió en un círculo de perfección y Makina quedó a salvo.
Pinche ciudad ladina, se dijo, Siempre a punto de reinstalarse en el sótano.
Era la primera vez que le tocaba locura telúrica. La Ciudadcita estaba cosida a tiros y túneles horadados por cinco siglos de voracidad platera y a veces algún infeliz descubría por las malas lo a lo pendejo que habían sido cubiertos. Algunas casas ya se habían mandado a mudar al inframundo, y una cancha de fut, y media escuela vacía. Esas cosas siempre les suceden a los demás, hasta que le suceden a uno, se dijo. Echó una ojeada al precipicio, empatizó con el infeliz camino de la chingada, Buen camino, dijo sin ironía, y luego musitó: Mejor me apuro a cumplir este encargo.

Su madre la Cora la había llamado y le había dicho Vaya, lleve este papel a su hermano, no me gusta mandarla, muchacha, pero a quién se lo voy a confiar ¿a un hombre? Luego la abrazó y la tuvo ahí, en su regazo, sin dramatismo ni lágrimas, nomás porque eso es lo que hacía la Cora: aunque uno estuviera a dos pasos de ella era siempre como estar en su regazo, entre sus tetas morenas, a la sombra de su cuello ancho y gordo, bastaba que a uno le dirigiera la palabra para sentirse guarecido. Y le había dicho Vaya a la Ciudadcita, acérquese a los duros, ofrézcales servirles, yái que le echen la mano con el viaje.

No tenía ninguna razón para ir primero donde el señor Dobleú, pero un apuro de agua la condujo al vapor donde aquél se mantenía. Sentía la tierra hasta debajo de las uñas como si ella se hubiera ido por el hoyo.
El cobrador era un muchacho sanguíneo y orgulloso con quien Makina la había desgranado en una ocasión. Había sucedido de la manera torpe en que esas cosas suelen suceder; pero como los hombres, todos, están convencidos de que son buenísimos para ese brincoteo, y como había sido claro que con ella había brincado chueco, desde entonces el muchacho le bajaba los ojos cada que se la encontraba. Makina caminó despacito frente a él y él asomó de su caseta de cobranza como para decirle No, no se puede, o más bien Usté no, usté no puede: con un ímpetu que le duró tres segundos porque ella no se detuvo y él no atinó a decirle ninguna de esas cosas y sólo pudo levantar los ojos con autoridad cuando ella ya lo había pasado y se dirigía al turco.
El señor Dobleú era un espectáculo feliz de redondeces pálidas surcadas por venitas azules; el señor Dobleú se mantenía en la sala de calor húmedo. Las páginas del diario de la mañana estaban pegadas al azulejo y el señor Dobleú las iba pelando una a una conforme avanzaba en la lectura. Reparó en Makina sin sorpresa. Qué le hubo, dijo, ¿Una chelita? Juega, dijo Makina. El señor Dobleú sacó una cerveza de una cubeta con yelos a sus pies, la destapó con la mano y se la pasó. Se empinaron la botella, ambos, hasta el fondo como si fuera un concurso. Luego disfrutaron en silencio la escaramuza entre el agua de fuera y la de adentro.
Y cómo está la señora, preguntó el señor Dobleú.
Hacía mucho tiempo la Cora había auxiliado al señor Dobleú, Makina no sabía exactamente qué había sucedido, nomás que el señor Dobleú andaba huyendo en ese entonces y la Cora lo escondió mientras pasaba la tormenta. Desde aquello para él
lo que dijera la Cora iba a misa.
Está, nomás, ya sabe cómo dice ella.
El señor Dobleú asintió y luego añadió Makina: Me manda a hacerle un mandado, y señaló un punto cardinal.
¿Vas a cruzar?, preguntó el señor Dobleú. Makina hizo sí con la cabeza.
Está bueno, vete y yo mando un mensaje, ya que estés allá mi gente se encarga de pasarte.
¿Quién?
Él te reconoce.
Se quedaron en silencio otra vez. A Makina le pareció que podía escuchar toda el agua del cuerpo trepándole la piel de adentro hacia la superficie. Era agradable, y siempre disfrutaba los silencios con el señor Dobleú, desde que lo había conocido como un animal reseco y asustado al que le llevaba pulque y cecina en sus épocas de fuga. Pero tenía que irse, no sólo para ir a hacer lo que debía hacer, sino porque por más conchabados que estuvieran ella sabía que no podía meterse ahí; una cosa eran las excepciones y otra cambiar las reglas. Dio las gracias, el señor Dobleú dio el de qué mi niña, y jarchó.
Sabía dónde hallar al señor Hache pero no estaba segura de poder entrar aunque también conociera al que guardaba la entrada, un malora al que no le había aceptado sus flores, pero a quien conocía de piel para adentro. Se decía que, entre otras chambas, había entambado al lado de una carretera a una mujer por órdenes del señor Hache. Makina le preguntó si era verdad, en la época en que la cortejaba, y él respondió Qué más da si lo hice o no, lo que importa es que a ninguna le niego el placer. Lo dijo como una gracia.
Llegó al lugar. Pulquería Raskolnikova, decía el letrero. Debajo, el guardián. A éste no podía contonearlo de largo, así es que se le paró enfrente y le dijo Pregúntale si puede recibirme. El guardia la observó con un odio helado y asintió, pero no se movió de la entrada; se metió un chicle a la boca, lo masticó un rato, lo escupió. Miró un poco más a Makina. Luego se dio media vuelta con desgana, como si se metiera a orinar nomás por distraerse; entró a la pulquería, regresó y se recargó en la pared. Seguía sin decir nada. Makina resopló, sólo entonces el guardia dijo ¿Vas a pasar o qué?
Dentro habría no más de cinco borrachos. Era difícil precisarlo porque frecuentemente había alguno perdido en el aserrín. El sitio, cual debe ser, olía a meados y a fruta fermentada. Al fondo, una cortina separaba a los mugrositos de la gente importante: aunque fuera nomás un pedazo de tela, nadie entraba al privado sin permiso. Apúrate, oyó Makina decir al señor Hache.
Hizo a un lado la cortina y tras ella encontró al relumbrón de oro y camisa estampada de pájaros que era el señor Hache resolviendo un dominó con tres de sus esbirros. Todos los esbirros se parecían, ninguno tenía nombre que ella supiera, mas nadie extrañaba fusca. El esbirro .45 hacía pareja con el señor Hache contra los esbirros .38. El señor Hache tenía tres fichas en la mano y miró de reojo a Makina sin soltarlas. No iba a invitarla a sentarse.
Usted le indicó a mi hermano a dónde tenía que ir para resolver su asunto, dijo Makina, Ora voy yo para allá, a buscarlo.
El señor Hache encerró las fichas en un puño y la miró de lleno.
¿Vas a cruzar?, dijo con ansia, aunque la respuesta fuera obvia. Makina contestó que sí.
El señor Hache sonrió de un modo siniestro, con la misma naturalidad con que entrelazaría las piernas una serpiente disfrazada de hombre. Gritó algo en una lengua que Makina no conocía, y cuando el cantinero asomó tras la cortina dijo Tráele un pulquito a la muchacha.
La cabeza del cantinero desapareció y aquél dijo Claro que sí muchacha, claro que sí… Me estás pidiendo ayuda ¿verdad? aunque seas orgullosita y no lo digas con todas sus letras me estás pidiendo ayuda y yo, mírame, te digo claro que sí.
Ahora vendría el sablazo. El señor Hache no podía ver burro sin que se le antojara viaje. El señor Hache sonreía y sonreía, pero no dejaba de ser un reptil en pantalones. Quién sabe cuál era la relación del duro éste con su madre. Sabía que no se hablaban, pero lo atribuía a soberbia de poderoso. Alguien le había chismeado que la Cora y él eran parientes, alguien más que tenían un disgusto atorado, sin embargo ella nunca había preguntado porque si la Cora no le había dicho por algo sería. Pero Makina podía sentir la mala obra flotando en el ámbito. Ahora venía el sablazo.
Nomás te voy a pedir que lleves algo, una cosita de nada, se lo entregas a un compadre y él mismo te orienta sobre lo de tu carnal.
El señor Hache se inclinó hacia uno de los esbirros .38 y le dijo algo al oído. El esbirro se levantó y jarchó del privado.
El cantinero apareció con una catrina rebosante de pulque.
Démelo curado de nuez, dijo Makina, Y fresquito, llévese esa chingadera babosa.
Tal vez había sido excesivo, pero alguna insolencia tenía que mostrar. El cantinero miró al señor Hache, que asintió, y fue a cambiar la catrina.
El esbirro volvió con un bultito envuelto en paño dorado, pequeñín, como si contuviera un par de tamales, se lo dio al señor Hache y éste lo recibió con las dos manos.
Es una sola cosa, sencillita, la que te estoy pidiendo, no hay por qué apendejarse, ¿verdad?
Makina afirmó con la cabeza y cogió el bulto pero el señor Hache no lo soltó.
Chínguese su pulquito, dijo, señalando al cantinero que reaparecía catrina en ristre. Makina extendió lentamente una mano, se bebió el curado hasta el fondo y el dulce sabor terroso le alebrestó las entrañas.
Salucita, dijo el señor Hache. Sólo entonces dejó ir el paquete.

Una no hurga bajo las enaguas de los demás.
Una no se pregunta cosas sobre las encomiendas de los demás.
Una no escoge cuáles mensajes lleva y cuáles deja pudrir.
Una es la puerta, no la que cruza la puerta.
A esas reglas se atenía y por eso la respetaban en el Pueblo. Estaba a cargo de la centralita con el único teléfono en kilómetros y kilómetros a la redonda. Timbraba, ella respondía, le preguntaban por tal o por cual, ella decía Voy vengo, llama de nuevo en un rat...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. 1
  6. 2
  7. 3
  8. 4
  9. 5
  10. 6
  11. 7
  12. 8
  13. 9