Primera parte: Tormentas
Yohanan ahora esboza un retrato que representa a Yeshua (Jesús) que tiene doble identidad. El Yeshua de la visión del profeta se asemeja a un “hijo de hombre” normal, al igual que el Yeshua de los evangelios, un ser de carne y hueso que habitó entre los hombres y las mujeres de aquel tiempo. Pero también tiene las características del glorioso “hijo de hombre” de Daniel, que, con sus ojos como antorchas de fuego (Dan. 10:6), participa del Juicio final y regresa sobre las nubes para inaugurar el Reino de Dios (Dan. 7:13).
Así, nos encontramos con el Dios que está cercano, presente en el ámbito personal en la carne de Yeshua el Mesías, y el Dios que está lejos, el Dios de la gloria futura. Cuando se dirige a Yohanan, el profeta cae a sus pies “como muerto”. Pero este Dios también tranquiliza: “No temas” (Apoc. 1:17).
Es esta tensión entre el Dios futuro, que viene, y el Dios actual, que enciende la esperanza en nosotros. Sin la seguridad de un futuro más allá de la angustia del presente, no tendríamos razón para esperar. Y, sin la fuerza diaria de la esperanza producida por un renovado encuentro con Dios, no tendríamos deseos de esperar. La esperanza requiere las categorías del presente y del futuro.
La primera serie de visiones refleja esta tensión. Escuchamos hablar del mártir fiel y del opresor infiel. Dios elogia y juzga la historia de la iglesia. La lluvia tiene dos caras: es una bendición y una maldición, una lluvia de vida y una tormenta de muerte; y la iglesia también tiene dos caras.
Capítulo 1
Carta abierta a las iglesias
(Apocalipsis 1:11-3:22)
Pésaj
No es coincidencia que la visión introductoria de las siete iglesias nos transporte hasta el medio de los candelabros. Nos hace recordar de qué manera el candelabro del Templo se había convertido en solo una pieza más del botín tomado después de que el ejército romano destruyó el Templo en 70 d.C., un hecho avalado por su presencia en el relieve del arco de Tito, que celebraba su victoria sobre Jerusalén. La imagen de la visión significa que el fin del Templo no tiene que implicar el fin de la relación de la humanidad con Dios. El candelabro, que aparentemente había desaparecido entre el tesoro romano, aún estaba presente en las siete iglesias, y en medio de él caminaba el Dios del cielo. No había dejado a su pueblo para que se las arreglara solo o para que soportara el tortuoso curso de la historia sin él. Dios aún está con su pueblo, como la shekinah estaba con Israel: “[...] andaré entre vosotros [...]” (Lev. 26:12). Las últimas palabras de Yeshua antes de su ascensión contenían la misma promesa: “[...] he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo [...]” (Mat. 28:20). Era la shekinah, la columna de fuego que guiaba el Éxodo (comparar con la zarza ardiente de Éxo. 3). Asimismo, es la presencia del Hijo del Hombre, con ojos como “llama de fuego” (Apoc. 1:14), un rostro como “el sol cuando resplandece en su fuerza” (vers. 16) y pies “semejantes al bronce bruñido” (vers. 15), que perpetúa la luz de los candelabros y orienta el rumbo de su pueblo. Esta visión del Hijo vestido de oro se funde en el brillante resplandor de los candelabros, en un destello de luz que señala el fulgor de la futura Jerusalén de oro.
Después del sábado, el Apocalipsis ahora proclama el mensaje de la Pascua a través de una alusión a la muerte y la resurrección de Yeshua (vers. 18) y a la shekinah en medio del pueblo. La Pascua es la fiesta que viene directamente después del sábado en Levítico 23 (vers. 4-14) y es la primera fiesta del calendario judío anual (Éxo. 12:2). Por cierto, la Pascua conmemora el Éxodo y la creación de Israel. Pero supone más que un día de remembranzas; habla de la esperanza mesiánica. El sacrificio del cordero simboliza la pésaj, el ángel que “pasar[á] de largo” las casas marcadas con sangre, y renueva la esperanza de la liberación venidera (vers. 7, 13). La prohibición de quebrar los huesos hace alusión a la Resurrección. La comida del pan sin levadura, matzah, nos hace acordar a los orígenes nómades del pueblo cuya única esperanza se sitúa en la Tierra Prometida (vers. 11). Incluso la liturgia judía, la haggadah, repite de generación en generación el profundo suspiro de Israel, “El próximo año en Jerusalén” (leshanah habaah birushalayim). Asimismo, en la tradición cristiana, la Santa Cena –la Eucaristía, que conmemora la última Pésaj del Señor– repite las mismas formas litúrgicas con la promesa: “De cierto os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Mar. 14:25), una promesa que el apóstol Pablo posteriormente la interpretaría en un sentido escatológico: “Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Cor. 11:26). También es de notar que la antigua liturgia cristiana de la Eucaristía concluyera con el saludo arameo Marana tha, “Ven, oh Señor”, que daba testimonio de la esperanza de los primeros cristianos.
Las siete iglesias
La tensión entre el futuro y el presente se encuentra en el mismo núcleo de la visión profética y es la clave para entenderla. El profeta ve “las [cosas] que son, y las que han de ser después de estas” (Apoc. 1:19). Debemos leer el mensaje a las iglesias contemporáneas a Yohanan también desde una perspectiva profética: como un mensaje a las iglesias venideras. El pasaje ya insinúa este tipo de interpretación. Compara a las siete iglesias con siete estrellas, sostenidas en la mano derecha del Hijo del Hombre (vers. 16, 20). Los antiguos creían que las estrellas dirigían el destino del hombre, de allí la popularidad de la astrología, especialmente en Mesopotamia, como medio de predecir el futuro. Los autores de la Biblia estaban bien al tanto de esas creencias, como lo avala el libro de Job: “¿Podrás tú atar los lazos de las Pléyades, o desatarás las ligaduras de Orión? ¿Sacarás tú a su tiempo las constelaciones de los cielos, o guiarás a la Osa Mayor con sus hijos? ¿Supiste tú las ordenanzas de los cielos? ¿Dispondrás tú de su potestad en la tierra?” (Job 38:31-33). Posteriormente, el judaísmo creía que cada persona tenía un cuerpo celestial, un mazzal, es decir, una estrella particular que presidía su destino.
El hecho de que Dios sostenga las estrellas en sus manos equivale a que controla su destino. Al hablar de su Dios como el Dios de los cielos, Daniel les hace la misma observación a los astrólogos babilónicos: su Dios era la Deidad que controlaba las estrellas y, por lo tanto, el destino del ser humano. Al ir más allá de las iglesias de su tiempo, Yohanan hace referencia a las del futuro. De hecho, el mismo número, 7, confirma esa interpretación.
Desde los tiempos más remotos el número 7 ha tenido valor simbólico. Los sumerios, los babilonios, los cananeos y los israelitas consideraban que el número 7 era el símbolo de la totalidad y de la perfección. Durante el período intertestamentario, bajo la influencia de Pitágoras (siglo V a.C.), el simbolismo numérico, especialmente el del número 7, era muy popular. El Apocalipsis hace un uso extensivo del simbolismo numérico, incluyendo el número 7. El número 7 aparece 88 veces en el Nuevo Testamento. Cincuenta y cinco de esas veces aparece en el Apocalipsis: 7 candelabros, 7 estrellas, 7 sellos, 7 espíritus, 7 ángeles, 7 plagas, 7 cuernos, 7 montañas, etc. Yohanan forma la estructura misma en torno del número 7.
No deberíamos tomar las siete iglesias en un sentido estrictamente literal. Por cierto, su número no refleja precisamente el cómputo real de las iglesias asiáticas, que eran mucho más numerosas. El Apocalipsis no incluye las dos iglesias de Colosas y de Hierápolis, ambas mencionadas en el Nuevo Testamento. De hecho, las siete iglesias del Apocalipsis representan a la iglesia en su totalidad, una interpretación avalada por un manuscrito del siglo III d.C. La declaración de conclusión de cada carta: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”, parece estar dirigida a una audiencia más amplia. Las cartas les hablan a todas las iglesias, y cualquiera puede beneficiarse con su contenido, un tema explícitamente mencionado en la cuarta carta, para Tiatira. Contiene la frase “todas las iglesias” (Apoc. 2:23).
Las siete iglesias fueron elegidas no solo como parte del entorno familiar del profeta (había estado allí y las conocía), sino también por su significado simbólico. Extraer una profecía de una ubicación geográfica era una práctica común en Israel. Miqueas tejió toda su visión del futuro en torno de los nombres de las ciudades Palestinas. De igual manera, Daniel utiliza las situaciones geográficas y estratégicas del norte y del sur para expresar su visión profética. Hasta el orden secuencial de las iglesias sigue cierta geografía: la ruta de un viajero.
Al progresar de una carta a la otra, notamos que la presencia de Yeshua se hace más íntima con cada carta:
- Éfeso: “El que anda en medio de los siete candeleros de oro” (Apoc. 2:1).
- Esmirna: “El que estuvo muerto y vivió” (vers. 8).
- Pérgamo: “Arrepiéntete; pues si no, vendré a ti pronto, y pelearé contra ellos” (vers. 16).
- Tiatira: “Lo que tenéis, retenedlo hasta que yo venga” (vers. 25).
- Sardis: “Si no velas, vendré sobre ti como ladrón” (Apoc. 3:3).
- Filadelfia: “Yo vengo pronto” (vers. 11).
- Laodicea: “Estoy a la puerta” (vers. 20).
Pero, solo al penetrar el corazón mismo de las cartas podemos captar la intención profética. Y, por supuesto, la escena cristiana no es halagüeña. Al contrario, el cristianismo se encuentra en medio de crisis y tormentas cuando el telón se levanta con una revelación de detalles complejos y perturbadores.
Al leer las cartas, notaremos sus trasfondos proféticos al igual que su mensaje pastoral. Como se señaló anteriormente, las cartas a las siete iglesias les incumben a las iglesias contemporáneas de Yohanan (interpretación preterista) al igual que a cualquiera equipado de oídos para oír “lo que el Espíritu dice a las iglesias” (interpretación idealista o simbólica). Y ahora, al entrar en el tercer milenio, nos encontramos en el lejano horizonte de la serie profética. Además de las interpretaciones preterista e idealista, siempre es más pertinente una interpretación profética, que se pueda cotejar con los acontecimientos reales.
Éfeso
Desde la isla de Patmos, la primera parada es Éfeso, uno de los puertos más importantes de la época. Los marineros podían ver sus luces desde muy lejos en el mar. No es coincidencia que Éfeso represente la primera iglesia, el primer candelabro. Yohanan comienza su ciclo de cartas con una alusión al Jardín del Edén, así como Daniel lo había hecho en su introducción del primer reino, Babilonia: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios” (Apoc. 2:7).
Éfeso, sin dudas, es el primer amor; su nombre griego significa: “deseable”. La pasión aún está viva, y la memoria está fresca (Apoc. 2:5). Es la iglesia de los apóstoles (vers. 2) y también la iglesia de las primeras conversiones paganas. Los antiguos paganos debían reconocer con humildad de dónde provenían (vers. 5). De igual modo Pablo les advirtió a los paganos de Roma (Rom. 11:18). Para los cristianos de Éfeso –el lugar de la diosa Artemisa, la famosa “Diana de los efesios” (Hech. 19:28)–, este llamado es significativo. Los efesios eran famosos por su superstición, y tenían un destacado comercio de amuletos. La tasa de delincuencia de Éfeso había llegado hasta tal p...