La jugada de mi vida
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La jugada de mi vida

Memorias

  1. 365 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La jugada de mi vida

Memorias

Descripción del libro

Este libro sincero es el resultado de una necesidad del propio Andrés Iniesta: la de explicarse como jugador de fútbol, pero sobre todo como ser humano.

Para lograrlo utiliza su propia voz y nos cuenta cómo fue su infancia y su adolescencia en Fuentealbilla y en la Masia –el mundialmente conocido vivero del Fútbol Club Barcelona?, cómo vivió los momentos más felices y más tristes de su carrera deportiva y cómo es su vida cotidiana, rodeado de su familia y de sus amigos. Pero 'La jugada de mi vida' también cuenta con los testimonios de todos aquellos que han compartido muchos de los grandes momentos de Iniesta. Sus compañeros en el Barça (Messi, Piqué, Busquets, Mascherano, Jordi Alba, Neymar, Luis Suárez, Thierry Henry, Bojan Krkic, Samuel Eto'o…), sus amigos de la infancia, sus compañeros en la selección española de fútbol (Fernando Torres, David Silva…), sus entrenadores (Rexach, Van Gaal, Guardiola, Del Bosque…) y un gran número de testigos de su trayectoria nos ofrecen su visión sobre Iniesta.

A través de sus palabras descubrimos muchos aspectos del genio de Fuentealbilla que hasta ahora nunca habían sido públicos. Iniesta no sólo se ocupa de sus triunfos y buenos recuerdos, también recupera los momentos amargos, cuando el fútbol y todo lo que le rodeaba se convirtieron en una pesadilla que tuvo que superar. Tal como él mismo declara en ' La jugada de mi vida': "Uno no tiene que hundirse nunca, aunque el golpe sea terrible. Pero ahí estuve, ahí estuve." Ésta es, sin duda alguna, la historia de alguien que cree firmemente en la superación, en el trabajo y en las personas.

' La jugada de mi vida' descubre a la persona que se esconde detrás del mito.

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Información

Editorial
Malpaso
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788416665433

PRIMERA PARTE

EN UN LUGAR DE LA CANCHA

1.

EL PARAÍSO PERDIDO

«Sólo sé que era feliz, muy feliz.»
Apenas tenía ocho años y ahí andaba Andrés, pequeño y enjuto, tan blanco y delicado que parecía no tener sangre ni huesos, como si fuera de algodón, pura fibra que se tensaba inexorablemente en cuanto asomaba la pelota. Algunos aseguran que siempre ha tenido cara de niño bueno, pero otros intuyen otros perfiles, gestos que van y vienen según la forma de tejer cada jugada. Lo suyo es el balón en cualquier territorio, no un espacio, no un sector de la cancha: desde su añorada infancia en Fuentealbilla, el pueblo manchego donde nació en 1984, el reino de Iniesta es y ha sido todo el campo.
Un descampado de tierra vio sus primeros regates; después llevaría sus dominios al patio del colegio. Día tras día correteando en aquella explanada de cemento, sin descanso, sin tregua. La dicha del juego hasta la caída de la tarde.
«Me pasaba las horas jugando cuando acababan las clases —recuerda ahora—. Es una lástima que por aquel entonces no hubiera luz en la pista. Se hacía de noche y me tenía que ir, a veces mi madre o mi abuela tenían que venir a buscarme. Le habría sacado más provecho a esa pista si hubiese tenido luces como ahora.» Las farolas de la calle no bastaban para iluminar su avidez futbolística.
En aquel modesto patio de escuela, bastante cerca del bar Luján que regentaba la madre mientras su marido repartía cuadrillas de albañiles por la región, empezó a forjarse la leyenda de un jugador prodigioso.
«Yo era cuatro años mayor que él. Tenía diez y Andrés seis, pero ya jugaba como tres o cuatro veces mejor que yo —Abelardo, viejo amigo del pueblo apodado el Sastre, aún ve a la pequeña figura caminando hacia su casa—. ¿Nuestra relación? Fútbol, fútbol y más fútbol. No había otra cosa en nuestras vidas. Venía a mi casa con el balón bajo el brazo, un balón de goma blanca gastado por tantas patadas como le dábamos. No teníamos otra pelota. El balón hacía más bulto que él. O me venía a buscar o iba yo al bar Luján.» Fuera cual fuese el punto de encuentro, el ritual no cambiaba: «Luego nos íbamos peloteando a la pista de la escuela —cuenta Abelardo—. Allí pasábamos las horas hasta que venían a buscarlo, casi siempre aparecía su abuela. Yo, como era mayor, me iba solo a casa».
En Fuentealbilla no había campo de fútbol, sólo contaban con el patio «polideportivo» de la escuela solemnemente presidido por un árbol majestuoso. «Recuerdo ese árbol desde que tengo uso de razón. Según me contaron mis padres, en aquel sitio había antes una balsa y el árbol, claro. Luego hicieron la pista para los niños. Allí estábamos todo el santo día jugando al balón. Julián, Andrés y yo. No necesitábamos a nadie más. Tirábamos penaltis, hacíamos vaselinas, nos divertíamos de mil maneras —añade Abelardo, emocionándose con el recuerdo de la castigada pelota blanca que iba de pie en pie—. ¡Cómo me gustaría encontrar aquel balón de goma dura! ¡Ya no tenía ni color! —exclama sabiendo que el hallazgo de esa joya es una quimera—. ¿De verdad era blanco? Ya ni me acuerdo, pero sí tengo muy presente la imagen de Andrés viniendo por la calle con el bocadillo en una mano y el balón en la otra... o dándole patadas a la pelota. Cuando ahora lo veo jugar me viene siempre esa imagen a la memoria. Era como Oliver Atom,[1] nunca se separaba del balón.»
El tercer amigo, Julián, también recuerda esa estampa cotidiana: «Después de clase llegaba a la puerta de mi casa con el balón y el bocadillo: “¿Bajamos a echar unos tiros?”. “Vale, Andrés”, le contestaba». Y los dos iban en busca de Abelardo para formar el primer tridente en la vida de Iniesta. Julián vivía (y vive) muy cerca del bar Luján, de modo que no perdían mucho tiempo en los preparativos. Reunidos los tres empezaba el festival de pelota. «No paraba de darle patadas al balón, chutaba contra los muros de las casas, nos hacía pases —cuenta Julián—. Nos inventábamos juegos, concursos de faltas, de penaltis... Pasábamos horas y horas en la pista. Si necesitábamos un portero, invitábamos a uno de los pequeños. Andrés era de los pequeños, pero siempre jugaba con nosotros. Era tan bueno que no podía jugar con los de su edad. Se aburría. Por eso le dijimos que se viniera con nosotros. Los demás eran porteros o los poníamos en la barrera cuando hacíamos el concurso de faltas.» Entre clases y juegos discurrían las vidas de Andrés, Julián y Abelardo en Fuentealbilla.
«Algunas noches también andábamos peloteando por las calles del pueblo. El problema surgía cuando “calábamos” la pelota (sí, aquí se usa esa palabra) en el patio de un vecino», cuenta Julián. Aquel tridente infantil perdía a veces el buen gobierno del balón y éste acababa en territorio hostil: más de un ciudadano estaba hasta las narices de los balonazos que sufría su vivienda. La gran duda era quién le ponía el cascabel a tan temible gato. Casi siempre era uno de los mayores, Abelardo o Julián. Andrés aguardaba expectante a que el emisario volviera con el preciado tesoro. «No veas las caras que ponían los vecinos, ¡ja, ja, ja! Pero al final, y aunque fuese de mala gana, solían decirnos: “Bueno, venga, ahí tenéis la pelota”.»
La maldita pelota para los pacientes hijos de Fuentealbilla; la bendita pelota para la incansable delantera. «El balón, por cierto, era casi siempre suyo. Ésa es la verdad, casi siempre lo traía él —explica Julián sin ocultar el orgullo de haber intervenido junto a Abelardo en los primeros pasos (y carreras) de un astro futbolístico—. Después de tanto jugar con él, acabamos aprendiendo. Nunca llegamos a su altura, por supuesto, pero teníamos más nivel que otros chicos del pueblo —dice Julián—. Andrés se enfrentaba a los mayores. Y os digo una cosa: no es lo mismo hablar de su juego que verlo jugar. Hacía lo que quería con gente que le doblaba la estatura. Lo prometo por mis hijos. Se giraba con la pelota y dejaba sentado al mejor del pueblo. Parecían de plástico. Lo llevaba en la sangre, no hay duda.»
«Andrés es puro fútbol», sentencia Abelardo.
Cuando el sol se ponía, los tres amigos empleaban a veces un «campo privado» para no atormentar a los sufridos vecinos. «En el Luján había una sala interior donde nos montábamos el último partidillo. Mientras nuestros padres cenaban en el bar, nosotros cogíamos una pelota de tenis o de papel e improvisábamos un juego. Uno, por ejemplo, se tumbaba en el suelo apoyado en la pared y hacía de portero. ¿Cómo paraba los goles? Pues arrastrándose por el suelo. Terminábamos sudando la gota gorda.» Los fines de semana aparecía Manu, un primo de Andrés que advirtió enseguida la importancia de lo que estaba ocurriendo en las calles de aquel pueblo.
«Andrés vino recomendado cuando todavía era muy niño. ¿Por quién? Por su primo Manuel, que jugaba entonces en el Albacete», recuerda Víctor Hernández, uno de sus primeros entrenadores en el club manchego. Después tampoco hubo muchos, porque su vida futbolística fue corta en aquella tierra.
La historia empieza con Pedro Camacho, hermano del exfutbolista y entrenador José Antonio Camacho. Pedro había entrenado en el Atlético Ibañés a un jugador con fama de exquisito en los campos de la Manchuela.[2] Lo llamaban Dani en honor de Dani Ruiz Bazán, aquel delantero del Athletic, vizcaíno de Sopuerta, que brilló en el viejo San Mamés durante los años setenta y ochenta. El Dani albaceteño se llamaba en realidad José Antonio Iniesta, por aquel entonces era seguidor del Athletic y llegó a destacar en el modesto equipo de Pedro Camacho. «Tenía sus detalles, su manera de jugar; iba muy sobrado como centrocampista en Preferente y Tercera, pero, desde luego, no era como su hijo», señala Camacho.
—No, no puede, aún no tiene la edad —le respondieron a José Antonio Iniesta en el Albacete cuando quiso que vieran a su chico después de leer un anuncio en la prensa donde se informaba de que se abría el periodo de pruebas para niños—. Es demasiado pequeño.
Andrés tenía siete años y era demasiado joven. También era bajito. Pequeño ha sido toda la vida: su grandeza era otra.
El muy obstinado José Antonio nunca acepta un «no» por respuesta, así que recurrió a Pedro Camacho, su antiguo entrenador y hermano del célebre Camacho madridista (quien, por cierto, acuñaría la imborrable exclamación «¡Iniesta de mi vida!», tras el gol de Johannesburgo). Y, junto al Campo de la Federación, dieron con un arreglo. No era propiamente una cancha de fútbol, ni mucho menos, sino un terreno habilitado para la práctica del fútbol siete. De tierra y sin vestuarios. Bueno, había unos vestuarios, pero pertenecían al campo de hierba contiguo. Pedro dirigía allí una escuela de fútbol.
«Vino a verme Dani. ¿José Antonio? Bueno, para mí siempre será Dani, el jugador que tuve en el Atlético Ibañés. Aún recuerdo que el presidente del Atlético me dijo: “En septiembre llegará un jugador muy bueno”. No podía venir antes porque trabajaba en Mallorca durante el verano, pero volvamos al asunto —prosigue Camacho—. Dani me dijo: “¿Puedo traer a mi chiquillo? En el pueblo son cinco o seis niños de su edad y no tiene a nadie con quien jugar”. Y yo le dije que sí, claro, pero recuerdo que también comentamos los inconvenientes: “¡Estáis a cincuenta kilómetros!”. Y él contestó: “¿Crees que no lo sé? Los tengo contados, son cuarenta y seis. No pasa nada”.»
Dani no titubeaba y a Pedro le zumbaban ya los oídos con las noticias que le llegaban del chico a través de Manu. Era, en efecto, muy pequeño, apenas tenía siete años, y Pedro no quería saltarse las normas que establecían la edad mínima para los jóvenes futbolistas. Al final, sin embargo, Andrés entró en la escuela. Allí se formaría con Juanón y el propio Pedro, sus primeros técnicos, e incluso llegaría a jugar un torneo en Sants, un barrio de Barcelona próximo al Camp Nou.
—Tengo un primo muy pequeñajo que es buenísimo. En el pueblo juega de maravilla —contaba Manu a quien quisiera escucharlo—. Mi primo es bueno, muy bueno —sostenía una y otra vez—. Siempre destaca. Dímelo a mí, que he jugado de portero contra él. Hasta que no lo veas no te lo vas a creer —repetía.
La perseverancia familiar acabó imponiéndose a las reservas de Pedro Camacho.
Ya se sabe lo que ocurre con los críos: muchos padres creen ver en ciernes al mejor futbolista del mundo y José Antonio Iniesta, gran experto en la materia, no era precisamente una excepción. Una mañana cogió su Ford Orion azul y se presentó con su hijo en el campo, después de recorrer entusiasmado los cuarenta y seis kilómetros que separan Fuentealbilla de Albacete.
Quebrada la voluntad de Pedro Camacho, otro anuncio en el periódico le abrió las puertas que hacía un año se habían cerrado. El Albacete hacía nuevas pruebas y José Antonio volvió a la carga con Andrés, que ya tenía ocho años y cumplía así todos los requisitos. Una multitud de niños se sometía al veredicto de un jurado compuesto por Ginés Meléndez (coordinador del fútbol base en el club), Andrés Hernández (padre de Víctor), Balo (entrenador de los benjamines) y el uruguayo Víctor Espárrago (por aquel entonces entrenador del primer equipo).
«Vimos a Andrés en las pruebas y a los cinco minutos dijimos: “¡Saca al chiquillo de ahí, no hace falta más!” —recuerda Balo—. Igual no fueron ni cinco minutos, poco importa. Nos bastó con muy poco tiempo. Apenas estuvo en el campo, no había ninguna duda y aún teníamos que ver a muchos otros niños, debíamos aprovechar el tiempo observando a los demás. Entre las buenas referencias de su familia y lo que vimos nosotros era más que suficiente. Era una maravilla verlo con la pelota, tan chiquitajo como era... Parecía que el balón era más grande que él. Se ponía en el centro del campo y cogía el balón. No había forma de quitárselo, era imposible, pero imposible, vamos, como ahora», cuenta Balo, todavía asombrado por el prodigio diminuto que desplegaba tanta destreza frente a sus ...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. SOBRE MARCOS LÓPEZ Y RAMON BESA
  3. PORTADA
  4. ÍNDICE
  5. DEDICATORIAS
  6. PRÓLOGO
  7. NOTA DE RAMON BESA Y MARCOS LÓPEZ
  8. PRIMERA PARTE. EN UN LUGAR DE LA CANCHA
  9. SEGUNDA PARTE. DESDE LA BANDA
  10. AGRADECIMIENTOS
  11. ALBUM FOTOGRÁFICO
  12. NOTAS
  13. CRÉDITOS
  14. COLOFÓN