Visión interior
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Visión interior

Una investigación sobre el arte y el cerebro

Semir Zeki, Amaya Bozal

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  1. 235 páginas
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Una investigación sobre el arte y el cerebro

Semir Zeki, Amaya Bozal

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Puesto que el pintor expresa sus esperanzas y deseos, su visión del hombre o la sociedad a través de un medio visual, la parte visual del cerebro es la que debe destilar la funciones atribuidas a las obras de arte, cualesquiera que sean. Al afrontar el problema del arte visual y la estética desde un punto de vista neurobiológico, es necesario plantear una definición amplia de las funciones del arte, definición que abarque todas, o al menos la mayoría, de las diferentes funciones que se atribuyen al arte. Creo que esta aproximación tendrá como resultado una definición de la función del arte muy similar a la función del cerebro: representar los elementos constantes, eternos y duraderos de objetos, superficies, rostros, situaciones, etc. y, por tanto, permitir que adquiramos conocimiento, no sólo del objeto concreto, del rostro o la condición representada en el lienzo, sino que también lo generalicemos a muchos otros objetos y, por tanto, adquiramos conocimiento de una amplia categoría de cosas, objetos o rostros.

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Información

Año
2018
ISBN
9788491142201
Categoría
Art
1

El cerebro y la búsqueda de lo esencial

Este libro no trata tanto de arte cuanto del cerebro. Tengo la convicción de que, en gran medida, la función artística y la función de la parte visual del cerebro son una y la misma cosa o, al menos, las intenciones artísticas constituyen una extensión de las funciones del cerebro; de hecho, si sabemos más del funcionamiento del cerebro en general y del órgano visual en particular, podremos desarrollar las líneas generales de una teoría estética con base biológica. Digo en «líneas generales», porque nuestro conocimiento del funcionamiento cerebral todavía es bastante escueto y, por tanto, sólo seremos capaces de analizar de forma imperfecta nuestro proceso de visión. Dado este conocimiento imperfecto, todavía será más difícil decir algo, si es que podemos hacerlo, sobre cómo y dónde surge la experiencia estética que produce una obra, así como sobre la base neurológica de la experiencia emocional que supone. Un crítico de arte podrá considerar que un cuadro es perfecto, podrá pensar que no requiere ninguna pincelada más y podríamos estar de acuerdo con él. Pero los procesos mentales por los que llegó a esta conclusión todavía nos resultan totalmente desconocidos y, de hecho, es una cuestión que la neurología ni siquiera ha abordado todavía. En otras palabras, hay un ámbito importante del arte del que la neurología, una ciencia que todavía está en pañales, apenas tiene nada que decir. Pero esto no es una buena razón para desistir en la idea de abrir un camino en esa dirección. Todo arte visual se expresa a través del cerebro y, por tanto, debe obedecer leyes cerebrales, ya sea en concepción, ejecución o apreciación. Así, podemos considerar que cualquier teoría estética que no se base sustancialmente en la actividad del cerebro será una teoría incompleta y superficial. En el último cuarto de siglo hemos aprendido lo suficiente sobre el sistema visual del cerebro como para ser capaces de decir algo interesante de las artes visuales, a menos a nivel perceptual, y ésta es la preocupación fundamental del presente libro. Sin embargo, ni siquiera en este caso podremos ser exhaustivos y, como es más fácil escribir sobre cualquier movimiento artístico moderno, me he centrado básicamente en ellos. Apenas mencionaré obras narrativas y figurativas más complejas, ya que en este tipo de arte es prácticamente imposible no caer en generalidades sobre la relación entre fisiología cerebral y percepción. Mi pretensión fundamental es convencer al lector de que estamos en el umbral de una gran tarea: aprender algo de la base neurológica de una de las aventuras humanas más nobles y profundas. Más allá de esto, espero que las páginas de este libro constituyan una modesta contribución y un pequeño paso a la hora de establecer los cimientos de una neurología de la estética o neuro-estética y, por tanto, entender la base biológica de la experiencia estética.
En mi obra, A Vision of the Brain, escribí sobre Shakespeare y Wagner de forma poco convencional, afirmando que eran dos grandes neurólogos ya que, «al menos, sabían cómo poner a prueba la mente del hombre con técnicas como el lenguaje o la música y entendieron, quizá mejor que la mayoría, lo que ocurre en la mente humana». Millones de personas se han conmovido con las palabras de uno y la música del otro. La poesía de Shakespeare ha sido utilizada en un contexto muy distinto y, en ese sentido, sería estúpido negar la universalidad de su lenguaje o la habilidad para conmover en un sentido profundo a personas de entornos e inclinaciones diferentes. De forma similar, millones y millones de personas pertenecientes a culturas diferentes de todo el mundo han respondido a la música de Wagner con felicidad o tristeza. A través de la música, Wagner, Beethoven y otros grandes compositores fueron capaces de comunicar sentimientos que podrían ser difíciles de expresar en palabras. De hecho, Wagner dijo una vez que nadie debía preocuparse si no entendía el libreto –«la música hará que todo quede perfectamente claro»–. En otras palabras, ambos entendieron algo fundamental de la formación psicológica del hombre, y es que depende en última instancia de la organización neurológica del cerebro, incluso aunque estemos muy lejos de conocerla con precisión. En este libro, me gustaría ampliar mi visión de Shakespeare y Wagner como neurólogos que, inconscientemente, entendieron algo de la mente y, por tanto, del cerebro, y afirmar que la mayoría de los pintores también son neurólogos, aunque en un sentido diferente: experimentan y entienden, inconscientemente, la organización de la parte visual del cerebro mediante unas técnicas que son exclusivamente suyas. No será difícil probar alguna de estas dos afirmaciones. Que los pintores experimentan es algo sabido. Lo hacen trabajando un cuadro una y otra vez hasta que logran el efecto deseado, hasta que les gusta, que es lo mismo que decir que complace a sus cerebros. Si en el proceso también gusta a otros –o complace a otros cerebros– entonces habrán entendido algo, en líneas generales, de la organización neuronal de las procesos visuales que evocan placer, sin saber los detalles de esa organización neuronal e incluso sin saber siquiera de la existencia de dichos procesos. Cuando Leonardo Da Vinci escribió hace unos quinientos años que, de todos los colores, los más agradable son los opuestos1, estaba descubriendo, sin saberlo, una verdad fisiológica, una verdad que tan sólo ha sido verificada fisiológicamente hace unos cuarenta años con el descubrimiento de la oposición2: es decir, que las células del sistema visual que se excitan con el rojo, se inhiben ante el verde, las que se excitan con el amarillo se inhiben ante el azul y las que se excitan con el blanco se inhiben ante el negro (o viceversa). Igualmente, Michel Chevreul3 describió en el siglo pasado cómo los colores se ven afectados por el contexto y, con ello, estaba poniendo en palabras algo que los grandes pintores ya sabían desde hacía siglos. Pero tan sólo ha sido en los últimos diez años, cuando los fisiólogos han podido relacionar este efecto con el hecho de que las células del cerebro que tratan el color pueden modificar profundamente sus respuestas dependiendo del contexto en el que se presente el color principal. «La pintura», escribió Constable, «es una ciencia, y debería establecerse como una investigación de las leyes de la naturaleza»4. No dijo a qué se refería concretamente con leyes de la naturaleza, pero la afirmación, leída en el presente contexto, sugiere que pensaba en las leyes de la naturaleza externa. Sin embargo, yo preferiría interpretar sus palabras en un sentido diferente, es decir, que Constable se estaba refiriendo a las leyes del cerebro, aquellas que nos permiten percibir el mundo de la forma en que lo hacemos y obtener satisfacción estética de ello, puesto que lo que vemos está determinado tanto por la organización y leyes del cerebro como por la realidad física del mundo externo. Después de todo, el artista sólo puede tratar con aquellos atributos de la naturaleza que su cerebro esté equipado para ver. Como ejemplo, y a un nivel muy simple, tomemos la luz ultravioleta. Esta obedece a las leyes de la radiación electromagnética, bien estudiadas por la física. Pero el sistema visual del cerebro es insensible a estos rayos y, por tanto, ningún artista ha pensado jamás en investigar cómo representar luz ultravioleta en el lienzo o estudiar las leyes de la naturaleza en relación a la luz ultravioleta. La situación sería diferente si las abejas hicieran obras de arte: al contrario que nosotros, ellas sí son sensibles a la luz ultravioleta y, por tanto, la abeja artista y los apasionados por el arte de esa comunidad apreciarían el componente ultravioleta. Igualmente, el cerebro es incapaz de registrar un movimiento extremadamente rápido; de hecho, ningún artista ha intentado representar o estudiar artísticamente las leyes que gobiernan la representación de este tipo de movimiento, a pesar de que el arte cinético lo haya convertido en parte de la obra de arte. Esto podría parecer trivial y obvio pero, sin embargo, es bastante profundo, ya que nos lleva a la siguiente proposición: el único «material» que el artista tiene a su disposición es aquel del que su cerebro tenga conocimiento visual.
¿Cuáles son las leyes de la parte visual del cerebro y cómo gobiernan nuestra percepción del mundo visual? Antes de que podamos contestar de forma convincente a esta pregunta, es necesario que nos planteemos un problema mucho más evidente, tan obvio que nunca se había planteado antes: ¿por qué existe la parte visual del cerebro? Decir que es necesaria para poder ver, aunque se repita con monótona regularidad, no es adecuado neurológicamente. Pues, ¿para qué necesitamos ver? Probablemente, hay diferentes respuestas a esta cuestión: imagino que muy pocos creerán que necesitamos ver para poder apreciar el arte. Es posible que la mayoría diera respuestas como la siguiente: necesitamos ver para ser capaces de reconocer a la gente, encontrar una dirección, elegir pareja, comprar comida o leer. Pero ninguna de estas respuestas es satisfactoria porque ninguna es lo suficientemente amplia. Muchos animales, entre ellos los ratones y topos, poseen una visión rudimentaria, si es que poseen alguna y, sin embargo, consiguen relacionarse muy bien con su entorno y, en general, emprenden actividades que les han permitido sobrevivir con éxito en un sentido evolutivo. Creo que la respuesta a nuestra cuestión es mucho más simple y profunda: vemos para poder adquirir conocimiento del mundo5. Por supuesto, la visión no es el único sentido a través del cual adquirimos conocimiento. Hay otros sentidos que tambien contribuyen a esto. La visión tan sólo parece ser el mecanismo más evidente para adquirir conocimiento y, de hecho, amplía nuestra capacidad de hacerlo de forma casi infinita. Más aún, hay ciertos tipos de conocimiento, como la expresión del rostro o el color de una superficie, que sólo pueden adquirirse a través de la visión.
Nunca he oído a ningún neurólogo esta definición de visión, ni tampoco a ningún artista aunque, por supuesto, puede que se me haya escapado. Sin embargo, ésta es la única definición que une arte y neurología, que encuentra un nexo entre el funcionamiento del cerebro y el arte visual, que en sí mismo es producto del cerebro. Asimismo, es la única definición que permite al neurólogo entender la complejidad aparentemente incomprensible de la parte visual del cerebro. En cualquier caso, es una definición digna de ser investigada, pues encierra el germen de una teoría general y unificadora que vincula las funciones de la parte visual del cerebro con las intenciones del arte, y que vincula opiniones de filósofos como Platón, G. W. F. Hegel, Arthur Schopenhauer y Martin Heidegger, artistas como Miguel Ángel, Cézanne y Matisse, con las de los neurobiólogos modernos6. La relación resulta más evidente cuando aplicamos esta definición a la percepción. Entonces, revela el contenido emocional del arte, su habilidad para perturbar, conmover e inspirar. Repito que éstos son temas que la neurología apenas ha tratado y que, por tanto, ahora mismo no son dignos de una descripción científica, que resultaría tan incompleta como absolutamente especulativa. Sin embargo, espero que esta situación sólo sea temporal y que no pase mucho tiempo antes de que podamos fijar los cimientos neurológicos de la estética en un contexto más amplio.
No es difícil darse cuenta de que la adquisición de conocimiento por parte del cerebro no es cosa fácil. El único conocimiento que merece la pena adquirir es el de las propiedades características y duraderas del mundo; en consecuencia, el cerebro sólo se interesa por las propiedades constantes, permanentes y características de los objetos y superficies del mundo externo, aquellos rasgos que le permitan categorizar los objetos. Pero la información que llega del mundo externo nunca es constante, al contrario, está continuamente fluyendo. Vemos objetos y superficies desde diferentes ángulos y distancias, y en diferentes condiciones de luz. Podemos clasificar un objeto según su color (como en el caso de una fruta, que juzgamos si está madura o no para saber si es comestible). Pero, la composición de ondas de luz que refleja cambia dependiendo del momento del día y de las condiciones del tiempo y, sin embargo, no supone un cambio sustancial de color (constancia del color). Asimismo, a pesar de los cambios constantes en los rasgos de un individuo, o bien cuando lo vemos de perfil, podemos clasificar un rostro como triste y ofrecemos al cerebro información sobre una persona. También podemos decidir el destino de un objeto por la dirección de su movimiento, independientemente de su velocidad. Por tanto, la visión ha de ser un proceso activo que requiere que el cerebro descarte los cambios continuos y extraiga de ellos aquello que es necesario para categorizar los objetos. Esto requiere la existencia de tres procesos separados pero dependientes entre sí: la selección de una cantidad ingente de información, siempre cambiante, con el fin de extraer exclusivamente lo necesario para poder identificar las propiedades constantes y esenciales de los objetos y superficies; descartar y sacrificar toda información que no interese a la hora de obtener ese conocimiento; y comparar la información seleccionada con el recuerdo almacenado de la información visual pasada para poder identificar y categorizar un objeto o escena. Esto no es una tarea vana. Consideremos un ejemplo simple y relativo, la habilidad del cerebro para asignar un color constante, el verde, a una superficie, digamos la de una hoja. Si siempre existiera una única composición de luz que reflejara la hoja, en términos de energía y longitud de onda, una composición que constituyera una especie de código que indicara el color verde, código que el cerebro fuera capaz de descifrar, entonces la dete...

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