1. La figura del macarra:
etimología e identidad
Comencemos por definir adecuadamente el término que sirve de hilo conductor a este libro: el macarra. Como dije en otro lugar, la palabra macarra originalmente viene a significar proxeneta. El vocablo proviene del francés «maquereau» que significa literalmente «caballa». No se sabe muy bien cuál es la asociación entre el chulo de putas y ese pescado en concreto. Hay quien dice que quizás tenga algo que ver con el olor de las partes pudendas de hombres y mujeres. El arquetípico proxeneta afroamericano es llamado «Mack Man» o «mackerel»; un concepto transferido a Estados Unidos, también del francés, a través de Nueva Orleans. Tanto el macarra español como el mack estadounidense cuentan con la misma raíz etimológica: «maquereau». Se considera que el término maquereau está emparentado con el neerlandés makelaer, algo así como un corredor o agente; también con makeln (traficar, comerciar), derivado a su vez de maken (hacer). En castellano contábamos con un término similar proveniente del árabe: alcahueta, que contiene el prefijo «al» (el) y «qawwád» (mensajero). La alcahueta era aquella que hacía de mediadora entre amantes cuyos amoríos, generalmente, habían de permanecer en secreto. La alcahueta representaba, y representa, la contrapartida femenina del chulo: la madame. El término «rufián» tiene la misma significación que macarra, solo que es un término de origen italiano. Tanto rufián como macarra, sin embargo, han dejado de significar —en el lenguaje cotidiano al menos— lo que significaban. Según la Real Academia de la Lengua, macarra viene a ser una persona «agresiva, achulada».
No es de extrañar que los pobladores de Madrid sean considerados chulos o macarras, puesto que la ciudad de la villa ha estado tradicionalmente vinculada al ámbito de lo público, de lo callejero. En Madrid, la gente ha hecho siempre vida en las calles. Desde que Felipe II estableció la Corte en Madrid el 12 de febrero de 1561 —se dice que aterrorizado por potenciales ataques navales—, en Madrid han confluido personajes provenientes de todos los puntos de España. ¿Qué ocurre cuando uno deja atrás sus raíces y se adentra en grandes centros urbanos donde reina el anonimato? Que se desinhibe y explaya, que de algún modo se torna chulesco. He ahí uno de los múltiples factores que sirven de base al archiconocido chulo madrileño. Por otra parte, la ciudad de Madrid se caracteriza por el protagonismo que ha tenido siempre la propia población a la hora de conformar la identidad urbana, siendo una capital en la que «los movimientos sociales urbanos han sido determinantes en la modificación del modelo de desarrollo».
Podemos afirmar que el macarra surge exclusivamente en las ciudades y que es eminentemente masculino y más propio de la juventud. Hemos de tener en cuenta que las ciudades representan, históricamente, los grandes focos de delincuencia y patologías mentales frente al mundo rural. Con el desarrollo de las grandes ciudades europeas en la segunda mitad del siglo xix, la delincuencia se incrementó exponencialmente. En palabras de Mireya Suárez: «El origen del pícaro es la ciudad … donde la aglomeración dificulta el vivir». Sin embargo, curiosamente los macarras son más prevalentes en aquellas zonas suburbanas, haciendo uso de dicha palabra en términos literales; es decir, en entornos sub-urbanizados es donde los macarras han contado con gran presencia. Es en ese límite entre lo rural y lo urbano donde han florecido algunos de los personajes más agresivos y pendencieros de las ciudades. Esta difusa frontera entre lo urbano y lo rural ha sido, de hecho, el ecosistema del quinqui, esa figura tan en boga en los tiempos actuales. La marginalidad no solo tiene un significado metafórico en relación a la delincuencia, sino verdaderamente literal. En muchos casos los índices de criminalidad vienen determinados por la localización del delincuente en el plano físico de la ciudad. A mayor centralidad, siempre hablando en términos generales, la agresividad de los habitantes disminuye. Como ejemplo de esto contamos con el testimonio documental del género cinematográfico llamado quinqui. En Perros callejeros (1977), el Esquinao, que al final de la película decide castrar al Torete, pasa su tiempo en una cuadra, que parece hallarse en las inmediaciones de los altos bloques de viviendas en los que vive el propio Torete; el protagonista de La semana del asesino (1972), Marcos, vive en una pequeña casa de apariencia pueblerina, también en las inmediaciones de unos grandes edificios recién construidos (el futuro Pinar de Chamartín); en Deprisa, deprisa (1981) el paisaje urbano y rural se entremezclan de continuo, de modo repetitivo, hasta la saciedad; en El Lute: camina o revienta (1987), los protagonistas se hacen un «trespa» (que significa ir montadas tres personas en una sola moto) desde un poblado chabolista hasta una joyería del distrito de Tetuán para cometer un atraco; y en Colegas (1982), ambientada en el barrio de la Concepción, ocurre tres cuartos de lo mismo. Los ejemplos de lo que aquí quiero ilustrar son innumerables.
Pero no hace falta remitirse al cine. Recuerdo yo tener tan solo diez años, en 1991, y esperar el autobús debajo de unas Torres Kio todavía en construcción, y ver a dos gitanos en un carro tirado por un burro, circulando por la continuación de la Castellana en medio del tráfico, exclamando a grito pelado: «¡Afuera las viejas, que suban las jóvenes! ¡Afuera las viejas, que suban las jóvenes!». Escuché yo entonces a un señor con bigote y gafas de aviador que había a mi lado decir para sus adentros: «Tu puta madre…». Quinquis y gitanos son los protagonistas de este entorno entre urbano y campestre, no del todo definido, aún por construir.
También el macarra ha ocupado tradicionalmente un espacio periférico. En Madrid, muchos de los «ventorrillos, tabernas y bodegones» donde se juntaba gente de mala vida estaban en «arrabales y extramuros», localizados durante el reinado de Felipe IV en barriadas a día de hoy tan céntricas como Lavapiés. Lugares análogos durante el periodo intersecular aquí analizado serían los barrios de la periferia. En tales emplazamientos había, además, solares donde la gente humilde podía realizar sus reuniones dominicales. Esta apropiación del espacio público por parte de las clases menos pudientes con fines celebratorios sigue existiendo. Todavía recuerdo encontrarme una noche de verano a una familia gitana haciendo una barbacoa en el interior de la piscina pública del barrio del Pilar, o las memorables reuniones de los años noventa celebradas por numerosos ecuatorianos en la Chopera del parque del Retiro los domingos. Cuando le comenté esta costumbre a un amigo peruano me dijo que eso era cosa de «cholos», un término derogatorio para referirse a los indios cuya etnicidad está vinculada a los estratos sociales más desfavorecidos. También en California las barbacoas realizadas en los parques son un elemento distintivo tanto de mexicanos como de afroamericanos. Aquellos que no cuentan con espacios privados para celebrar fiestas multitudinarias lo hacen necesariamente en lugares públicos.
Por otro lado, ...