Maria Zef
  1. 232 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Tres mujeres en un camino de la Italia rural: una madre exhausta y enferma y sus dos hijas, niñas todavía. Maria Zef, la hija mayor, tira, como si fuera una bestia, de un carromato cargado de cacharros en venta al tiempo que vigila constantemente para que su madre siga en pie. Como cada año, han bajado de las montañas en las que viven antes de que la nieve las inmovilice allí durante meses de frío y pobreza.El viaje con el que empieza esta estremecedora y bellísima novela cambiará las vidas de las tres para siempre. A partir de ahí, el lector no podrá dejar de seguir leyendo para acompañar a Maria en su descubrimiento de la edad adulta y del mundo de los hombres: nos iremos adentrando en un viaje mucho más profundo y a ratos terrible, al que sólo podrá enfrentarse ella por su instinto de supervivencia y su amor a los demás, que la obligarán, gracias a una fuerza interior heroica, a tomar las riendas de su vida para superar una situación inaceptable.Citemos otros textos sobre la más agreste vida rural que quizá surjan ante el lector al acercarse a esta singular obra maestra de la literatura italiana del siglo XX: el Cormac McCarthy de Oscuridad exterior; los personajes de Faulkner, como la Lena Grove de Luz de agosto; o figuras como Mila, la protagonista del clásico de la literatura catalana Solitud, de Víctor Català."Paola Drigo pone negro sobre blanco el triste destino de la mujer pobre de su época. El trabajo, la miseria, los abusos a los que son sometidas generación tras generación, el desconocimiento, en realidad, de que otra vida es posible. Es terrible lo que narra Drigo, pero no cómo lo hace: contenida, sin dejar nada en el tintero y señalando una realidad atroz."Periódico de Bilbao

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788418264368

SEGUNDA PARTE

La cabaña de los Zef estaba situada en un vallecito bastante resguardado del viento, adosada a un peñasco.
Era la típica cabaña de alta montaña de cuya pobreza y carácter primitivo es difícil hacerse una idea si nunca antes se ha visto una: la parte inferior estaba construida con murillos en seco, la superior con troncos de abeto, y el techo era puntiagudo y prominente. Constaba de un dormitorio y una cocina, encima de los cuales se hallaba el pajar, un aprisco, que sólo tenía capacidad para unas cuantas ovejas, y un trastero sin luz que servía de almacén para el carbón y para los aperos de Barbe Zef. También había una escalerilla con travesaños donde se acurrucaban dos o tres gallinas para dormir. Para evitar que el frío cortante se colase durante los largos inviernos, las ventanas de la morada eran muy pequeñas y rara vez se abrían, fuera cual fuera la estación. La luz apenas lograba penetrar en el interior de la casa.
Normalmente, cuando Catine vivía, las niñas y ella dormían juntas en el único camastro alto y estrecho que había, provisto de un colchoncillo relleno de hojas secas que crujían, mientras que Barbe Zef lo hacía en el trastero, encima de un jergón que acomodaba como podía sobre dos tablas. No obstante, durante el viaje anual de las mujeres, éste siempre se apoderaba de la habitación y de la cama y a la vuelta costaba Dios y ayuda sacarlo de allí. Todos los años se repetía la misma historia.
–¿No cabemos todos? –refunfuñaba–. Ahí fuera hay humedad; no es sitio ni para un perro. Me duele todo y, además, se me pegan los piojos de las gallinas.
Sin embargo, Catine era inflexible. No abría la boca, pero arramblaba con las pertenencias del hombre, las sacaba fuera y, por último, cerraba dando un portazo.
Una vez, cuando tenía nueve o diez años, Mariutine presenció una escena que la dejó profundamente impresionada. Al volver del viaje, se habían encontrado a Barbe Zef borracho como una cuba. Era algo que, por desgracia, le pasaba bastante a menudo y, aquella noche, aunque Catine sacó del cuarto todas sus cosas como de costumbre, no hubo forma de hacer lo mismo con él: blasfemó, se carcajeó y farfulló diciendo cosas que no tenían ni pies ni cabeza, persiguiendo a Catine de un lado para otro con los brazos extendidos, el pelo rojo desgreñado y los ojos brillantes. Al final, para impedir que lo echase, se arrellanó en el umbral del cuarto y declaró que de allí no lo movía nadie.
Aquella vez Catine tampoco dijo nada; continuó yendo de acá para allá con los labios apretados sin ni siquiera mirar al hombre, como si se tratara de un mueble o de una piedra, haciendo un leve gesto para esquivarlo cuando éste, al tropezar, parecía estar a punto de caérsele encima. Pero al final, una vez terminó sus quehaceres, se dirigió directamente hacia él y lo agarró del brazo.
–¡Fuera! –le dijo sin alzar la voz, pero clavándole en la cara aquellos ojos opacos, tristes y fríos que helaban la sangre con sólo mirarlos–. ¡Fuera de aquí, so cerdo!
Mariutine se esperaba una buena zapatiesta, porque, a veces, cuando Barbe Zef se emborrachaba, se ponía violento. En cambio, abandonó inmediatamente toda veleidad de rebelión, se levantó tambaleándose y se fue con la cabeza gacha.
A Mariutine le dio pena. Es cierto que la cama no era grande, pero si se hubieran apretado un poco, habrían cabido perfectamente los cuatro. En el fondo, a la niña le pareció que, en aquella ocasión, su madre había sido muy dura con Barbe Zef. ¿A Petòti, que era un perro, le estaba permitido dormir con ellas y al hombre de la casa no? Le parecía una injusticia. Aunque no lo dejara meterse en la cama, ¿por qué no consentía al menos que se quedara en el cuarto?
El Barbe no era malo; Mariutine no recordaba haber recibido jamás malas palabras o golpes de él. Era trabajador; siempre estaba en pie antes del alba, salía y no regresaba hasta el anochecer, ya fuera para cortar leña en el bosque o para estar pendiente de su motta19 de carbón, pues los Zef habían sido carboneros de toda la vida y, aunque ahora que el carbón venía de Yugoslavia aquel oficio no daba prácticamente para nada, al volver de América no había querido devanarse los sesos para buscarse otro.
Todas las semanas bajaba a los pueblos del valle con el saco a la espalda e iba de casa en casa vendiendo carbón. Además, se ganaba la vida de muchas maneras: los massàri20 de las granjas de media montaña lo llamaban para la matanza del cerdo y los pastores acudían a él a pedirle consejo cuando se desataba una epidemia en el rebaño o una vaca tenía un parto difícil.
El poco dinero que sacaba así, después de hacer horas y horas de camino, lo llevaba íntegro a casa. A veces no eran más que unas monedas; otras, volvía borracho y juraba y perjuraba que lo había perdido.

Sí, la bebida era su perdición y, cuando estaba borracho, se convertía en otra persona: le cambiaba la cara y se volvía llorón, pendenciero o de una alegría desaforada, además de parlanchín y petulante, él, que por norma general no pronunciaba ni diez palabras a lo largo de todo el día.
Mientras fueron pequeñas, a las niñas les hizo gracia este espectáculo, pero, con el paso de los años, terminaron por rehuirlo en esos momentos desagradables, casi avergonzadas de él. Con todo, tras dormir la mona durante unas cuantas horas, volvía a ser el de siempre y se ponía otra vez manos a la obra. Entonces no exigía nada, se conformaba con un poco de comida y agua fresca, regresaba del bosque con setas o con fresas, según la estación, y, si iba a descuartizar un marrano, traía en la alforja un buen trozo de tocino salado.
Las niñas pronto olvidaban sus borracheras y lo buscaban de nuevo: pese a su cara y sus manos tiznadas, les daba alegría verlo, pues, aunque no se riera, el ojo malo le hacía parecer contento y siempre sonriente. Además, si se miraba el ojo bueno, éste era astuto y claro.
Sin embargo, estuviese Barbe Zef borracho o sobrio, la madre parecía odiarlo, no se sabía muy bien por qué. La mera presencia del hombre agravaba su tenebrosidad huraña y casi angustiosa; nunca le daba ni los buenos días ni las buenas tardes; no lo miraba a la cara; le preparaba algo de comer, le lavaba y le remendaba la ropa, pero eso era todo. Cuando las niñas iban en su busca, ella las llamaba enfadada.
¡Frutes! –gritaba, y no se quedaba tranquila hasta que no las veía pegadas a su falda.
A pesar de todo, llevaban juntos desde hacía mucho tiempo, desde siempre, desde que su padre murió e incluso puede que desde antes. Mariutine no lo tenía muy claro, no lo recordaba. Su madre nunca hablaba de aquellas cosas. Mariutine sólo sabía que los dos hermanos, su padre, Gaspari Zef, y su tío, Giuseppe Zef, se habían marchado juntos a América cuando ella era pequeña y que de allí sólo había regresado el Barbe, porque su padre había muerto. En América, además de a un hermano muerto, el Barbe había dejado a una mujer viva, con la que se había casado allí y que ellas nunca habían visto. Era una mujer de esos países extranjeros que no había querido regresar a Italia con él y que no había vuelto a dar más señales de vida.

Barbe Zef soltó su saco en el suelo y extrajo del bolsillo una llave enorme y oxidada que giró con dificultad en la cerradura.
La puerta de la cabaña se abrió y, en ese preciso instante, el recuerdo de aquel asunto del cuarto y de la cama volvió a la cabeza de Mariutine. Antes no lo había pensado y se sintió presa de un ansia viva. Se le había quedado grabada en la memoria la oposición implacable de su madre.
«Mâri no quería –se dijo a sí misma, pero se sentía cohibida, débil, una niña incapaz de negarse a obedecer si Barbe Zef ordenaba algo–. Dios mío… Mâri no quería…»
¿Y si su tío insistía? ¿Qué haría entonces ella? Su madre podía tratar con él de igual a igual, pero ¿cómo iba a hacerlo ella? Ahora él era el dueño. En realidad, antes también lo era, pues, aunque nadie se lo hubiera dicho, Mariutine estaba segura de una cosa: su difunto padre había gastado toda su parte de la herencia, de modo que no tenía ningún derecho ni sobre la cabaña ni sobre el rebaño. Barbe Zef las había acogido por caridad y ahora que su mâri ya no estaba, si se disgustaba, podía echarlas a las primeras de cambio. A Rosùte tal vez no, porque era demasiado pequeña, pero a ella podía mandarla a servir a cualquier majada, lejos de su hermana…
Este pensamiento hizo que el corazón le palpitara de miedo.
«Yo no estoy aquí por caridad; ¡lo que comemos mis frutes y yo me lo gano con el sudor de mi frente!», había dicho un día Catine.
¿Cuándo ocurrió aquello? Mariutine no recordaba ni el momento ni el motivo, sólo el timbre de voz de su madre, aquel timbre áspero y duro que había adquirido en los últimos años. ¿Cuándo fue? Una de las raras veces que había abierto la boca para decir algo…
Bueno, fuera lo que fuese, su tío parecía tenerle miedo o respeto a su mâri, pero a ella, a una chiquilla de catorce años… ¿Cómo iba a atreverse a echarlo como hacía su madre? ¡Ahora que su mâri ya no estaba, todo era distinto!
Mientras Barbe Zef trataba de encender la lámpara de aceite –las cerillas estaban húmedas y le costaba que prendieran–, la chiquilla evitaba incluso mirarlo; trataba de hacer el menor ruido posible, de ganar tiempo hurgando entre sus bártulos o trapicheando en la cocina.
Pero Rosùte tenía sueño y tiraba a su hermana de la falda.
–¿Pero qué haces? ¿Por qué estás aquí? Vamos a acostarnos –lloriqueaba.
Por suerte, el Barbe se fue derecho a su trastero. Mariutine lo oyó trajinar mientras preparaba su camastro, arrojaba su saco al suelo entre el aleteo asustado de las gallinas y blasfemaba entre dientes como hacía cuando estaba irritado o disgustado. Sin embargo, esto apenas duró unos minutos y poco después el profundo ronquido del hombre llegó a sus oídos.

Rosùte había trepado hasta la cama, se había echado encima y se había dormido enseguida, completamente vestida, mientras Mariutine le desabrochaba los zapatos.
Ésta la tapó lo mejor que pudo y, en el fondo, se alegró de que no le hubiese dado tiempo a meterse en la cama, pues las sábanas –el único juego que tenían– no se habían cambiado desde que se fueron y, después de que Barbe Zef hubiera dormido entre ellas, estaban tan negras como el carbón de su motta.
«Mañana las lavaré en el torrente. Si hace buen tiempo, se secarán en unas cuantas horas», se dijo, y se inclinó para mirar el rostro pálido y regordete de su hermanita, sobre el que las largas pestañas proyectaban una leve sombra.
Rosùte dormía boca arriba con los labios entreabiertos. A la tenue luz de la lamparilla de aceite, su melena pelirroja parecía lacia y húmeda; sus manitas llenas de pecas yacían abiertas sobre la colcha y, de vez en cuando, se estremecían con un leve movimiento nervioso.
La cama, muy alta y arrinconada entre dos paredes, ocupaba prácticamente toda la habitación y llegaba casi hasta la puertecilla de enfrente, que daba al aprisco. Al otro lado, negro y recortado contra la pared, aparecía el que había sido el gran arcón nupcial de Catine. Aún se distinguían claramente sus iniciales, C. M. Z., talladas toscamente en la madera oscura. No había nada más, salvo una silla con el asiento de paja medio roto y una calabaza en el alféizar de la ventanita.
Mariutine...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Primera parte
  5. Segunda parte
  6. Tercera parte
  7. Cuarta parte
  8. Notas