Carta a mi hijo Yahir
Me tocó guardia. Este viaje lo iniciamos un 15 de enero y todos los días me ha tocado amanecerme haciendo guardia. La guardia consiste en revisar cada media hora o cada hora la red de prueba llamada “chango”, mientras los dos equipos (chinchorros) trabajan por cuatro horas arrastrados por el lecho marino.
De niño soñaba constantemente con barcos, navegaciones, aventuras marinas. Nací en un pueblito del estado de Durango, entre montañas, árboles, ríos con cascadas bordeadas de grandes ahuehuetes, pinos y sabinos. Ahí terminé la primaria en la escuela Mártires del Río Blanco, en un pueblito llamado La Constancia, municipio Del Nombre de Dios.
Me críe con los abuelos Macedonio y María. A los 16 años, siguiendo a mis padres en su peregrinar nómada, llegué a Gómez Palacio, Durango, procurando estudiar pero la situación económica no era muy buena, entonces tuve que trabajar aquí y allá, en talleres mecánicos, como ayudante de panadería, en la pizca de algodón y otros trabajos que representaron para mí otro ambiente, nuevos amigos y primeros salarios ganados con el sudor de mi frente. Ya era un hombre, iniciaba en el alcohol, no me sentía realizado, añoraba la escuela y me sentía incompleto.
Un día de 1957 fui invitado por mi amigo Mario Ochoa al puerto de Mazatlán porque supuestamente había trabajo seguro. Así nos unimos Neto mi vecino, Chema, Manuel y Mario, y con previo acuerdo y bendición de mi madre, emprendimos la gran aventura a aventones ruta Gómez Palacio-Durango-la capital, y de ahí al puerto de Mazatlán.
Llegamos a El Salto, un aserradero en plena Sierra Madre, con un frío que calaba hasta los huesos tomamos un tráiler que cargaba madera y atravesamos la Sierra Madre Occidental. Ahí descubrí el engaño de mi amigo, pues no bajamos en Mazatlán, llegamos a Culiacán para seguir al norte hacia Guamúchil, Sinaloa, donde buscaríamos la forma y la ruta de llegar a Angostura, porque ahí vivía un hermano de mi amigo Mario. Su hermano trabajaba en una planta empacadora de camarón. Nuestros planes eran encontrar con él, abrigo y empleo.
El aventón en que íbamos bajo el volante de un locuaz camionero sinaloense, terminó. Nos bajó en un desvío después de indicarnos que era la entrada a La Reforma y que ahí pasaría “la tranvía”.
En Gómez Palacio conocíamos el tranvía o trolebús y era lo que nosotros entendíamos como tren, esperábamos ver algo así. Pasaron por el lugar varios camiones de pasaje y nosotros no encontrábamos las vías por donde pasaría el tren. Desesperados paramos un camión y le preguntamos al camionero, quien después de tacharnos de pendejos, nos dijo que ése era “la tranvía”. Nos preguntó a dónde íbamos, le dijimos nuestro destino.
–¡Súbanse! –dijo el hombre– ¿A quién buscan?
–A mi hermano, el Güero Mambo –contestó Mario.
–Ah, cómo son pendejos –dijo el chofer–, vámonos. Allá paga él.
Nos colgamos al camión y fue un alivio porque ya no caminamos más. Llegamos a La Reforma a las ocho de la noche.
El Güero Mambo, hermano de Mario, era un personaje apreciado en la comunidad, el mismo chofer nos llevó a su casa, nos recibieron bien y mientras ellos platicaban cosas de hermanos, yo salí a la parte trasera de la casa y vi por primera vez el mar aquella noche tibia. Frente a mí se extendía una mancha apenas visible de una isla, estaba oscuro. Supe después que esa isla se llama Altamura.
Le di gracias a Dios y a Mamá María, me arremangué los pantalones lo más que pude y me fui a mojar los pies por primera vez en el agua salada, caminé un kilómetro en un fango pegajoso que me llegaba hasta la rodilla. Algo chapaleó frente a mí y sin alcanzar mi objetivo, me regresé por donde había venido, por el miedo a lo desconocido.
Aún estaban enfrascados en la plática y al contarles mi tardanza, la impresión y huida que tuve que hacer, la familia aquella soltó la carcajada y me explicaron que la marea estaba muerta y por consiguiente, el agua muy “arrastrada”.
Esa noche en la cancha del campo pesquero, estaba tocando la banda Los Guamuchileños la canción de “El Toro Mambo”. Había baile. Hacia allá andaban Neto y Chema.
Al otro día, ajetreo de pescadores, mujeres que en panga o canoa, palanca en mano se hacían a la marisma para recolectar almejas que vendían a un “guatero” (comprador).
Cada semana, jovencitas iban al empaque de camarón, obreros de mar, una vida distinta para mí. Nos presentaron a unos capitanes, patrones de barco, para prospectos a marineros. Así inicié mi vida en el mar bajo las órdenes de Pilar Vega Durán (coincidencia de apellidos, pues mis hijos son Durán Vega). Chema se mareó, no pudo trabajar. A Neto a los seis meses le llegó la nostalgia y pese a tener una novia, se regresó a su tierra. Yo me quedé, pues me sentía pleno, mi sueño se había hecho realidad, me había convertido en marinero. Yo siempre he dicho “trabajador del mar”.
Años de 1958, 1959 y 1960. Época de trabajo continuo. En los descansos entre viaje y viaje, hubo novias, aventuras, paseos románticos hacia otras comunidades vecinas: El Playón, La Llama, El Ébano, Casa Blanca, San Isidro y otros poblados de por el rumbo.
Siempre hubo comunicación con mis padres. A veces cuando la conciencia me atosigaba, le mandaba dinero a mi mamá. Mi padre solía visitarme con su compañera inseparable, la guitarra. Su modo de vivir era trabajando de trovador por los caminos, ciudades y poblados, siempre haciendo amigos con su gran cómplice: la guitarra.
En 1961 un marido ofendido me amenazó de muerte después de haber estado trabajando en La Reforma, Punta Colorada y Dautillos, en unos barquitos de pesca; salí “por piernas”, es un decir, porque salí de esos lugares en un barco llamado Altamura II, al mando del capitán Mayo Lila.
Desembarqué en Topolobampo y así inició otra etapa de mi vida, que ya suma cuarenta y cinco años. El barco atracó enfrente de la pesquera y llegué maleta al hombro. Se abría ante mí un puerto de grandes posibilidades.
Curiosamente por el paso del cerro de las Gallinas entraba también el otro barco que siempre trajimos pegados a nosotros, el del marido ofendido.
Rápidamente me informé de algún hospedaje. Doña Estela, viuda de Villela, me asistió y me dio asilo.
Así llegué a este puerto llamado Topolobampo, Sinaloa. Al frente como un celoso guardián el cerro San Carlo. En la cúspide del cerro poblado de casuchas de madera, la iglesia. Al poniente la imponente vista de esteros y la gran bahía, el mar alto donde a dieciséis millas se encuentra el emblema de Topo, el Farallón.
La carretera de un solo carril serpenteaba entre esteros donde a veintitrés kilómetros está la ciudad de los vientos con olor a caña llamada Los Mochis.
En este lugar me decidí a luchar y buscar trabajo. Hay más barcos, más grandes, pero también más competencia. Hubo que empezar desde abajo y ganarse la cartilla de marino o libreta de mar, y así hacer oficial el puesto, pues las plazas las peleaban los socios cooperativistas.
Había una plaza que desdeñaban porque se decía que no era muy varonil ser cocinero. Me inicié así, para que no me bajaran, aprendí el oficio y me ha dado muchas satisfacciones. Tuve amigos, amigas, a veces hubo moquetes por ellas.
Un día, una amiga me presentó a Ofelia. Una hermosa mujer esbelta (siempre me han fascinado las delgadas) luchona, digna, con porte de reina y aquí terminaron mis aventuras.
Ofelia tenía una sala de belleza que descuidó por seguirme y yo, ávido de comprensión, de apoyo, de protección familiar, pero más que nada de amor, me casé un 19 de marzo de 1962.
Llegaron los hijos. Rubén fue como un regalo que acepté, después una preciosa niña llamada Verónica, luego Edgar, Joel y culminé con Yahir.
Hoy 23 de febrero interrumpí el relato porque hace ocho días, Saúl, el patrón, decidió ir a comprar provisiones a Yavaros, Sonora.
Zarpamos el domingo y ahora ya andamos trabajando en los bajos de El Burro, frente a El Colorado, que es un campo pesquero.
Cuando decidí casarme le avisé a mi mamá, simplemente porque es mi madre y debía saberlo. Mi madre se vino del lugar donde radica ahora (Chihuahua), se hospedó donde me asistían, con doña Higinia. Conoció a Ofelia y me dio su aprobación, aunque no estuvo del todo de acuerdo por la dif...