Usos y costumbres de los Judíos en los tiempos de Cristo
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Usos y costumbres de los Judíos en los tiempos de Cristo

Alfred Edersheim

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Usos y costumbres de los Judíos en los tiempos de Cristo

Alfred Edersheim

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El propósito de este libro es de describir el período y las circunstancias en que Cristo vivió, para que el lector pueda ver más claramente lo que sucedía en aquel tiempo, entrar en sus ideas, familiarizarse con sus hábitos, modos de pensamiento, su enseñanza y culto. Este libro transporta al lector a los pueblos de Palestina durante la época de Cristo, como si viviera entre aquellas familias.

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Información

Año
1990
ISBN
9788482678009
V
EN JUDEA
Si Galilea podía jactarse de la belleza de sus paisajes y de la feracidad de su tierra, y de ser un centro de vida activa y la vía de comunicación con el gran mundo fuera de Palestina, Judea ni codiciaba ni envidiaba tales ventajas. Tenía otra y peculiar reivindicación. Galilea podía ser el atrio exterior, pero Judea era como el santuario interior de Israel. Cierto, su paisaje era relativamente inhóspito, sus colinas desnudas y rocosas, y tenía un solitario páramo. Pero por aquellos montes de gris limolita se cernía la sagrada historia —casi se podría decir que el romance y la religión de Israel—. Al dar la espalda a las lujuriantes riquezas de Galilea, el peregrino, incluso en el sentido más literal, ascendía constantemente hacia Jerusalén. Más y más subía los montes eternos, hasta que arriba del todo contemplaba el santuario de su Dios, destacándose de todo alrededor, majestuoso en la nívea pureza de su mármol y resplandeciente oro. Al ir desvaneciéndose gradualmente el rumor de la agitada vida, y avanzar hacia la solemne quietud y solitud, los bien conocidos lugares por los que iba sucesivamente pasando deben haberle parecido que resonaban con los ecos de la historia de su pueblo. Primero se acercaba a Silo, el primer santuario de Israel, donde, según la tradición, el arca de la alianza había reposado durante 370 años menos uno. A continuación venía Betel, con su sagrado memorial de la historia patriarcal. Allí, a decir de los rabinos, incluso el ángel de la muerte quedaba privado de su poder. Luego se levantaba la planicie de Ramá, con las alturas vecinas de Gabaón y Gabaa, alrededor de donde se habían concentrado tantos acontecimientos en la historia judía. Fue en Ramá que murió Raquel, y fue sepultada.1 Sabemos que Jacob puso un pilar sobre su sepulcro. Tal es la reverencia de los orientales por los lugares de reposo de los personajes históricos célebres, que bien podemos creer que es el mismo pilar que, según un testigo ocular, seguía marcando el emplazamiento en tiempos de nuestro Señor.2 Enfrente de éste se encontraban los sepulcros de Bilha y de Dina.3 Hallándose a sólo ocho kilómetros de Jerusalén, este pilar era indudablemente bien conocido. Este pilar memorial del dolor y de la vergüenza de Jacob había sido el triste punto de encuentro de los cautivos cuando eran llevados presos a Babilonia (Jer. 40:1). Hubo una amarga lamentación por parte de los que fueron dejados atrás, al ver cómo se daba muerte inmisericorde a amigos, parientes y compatriotas, a los viejos y a los enfermos, a los débiles, a las mujeres y a los niños, para que no fueran un estorbo para el regreso del vencedor a la patria. Pero este pilar de Raquel, dos veces ya memorial del dolor y vergüenza de Israel, iba a evocar por tercera vez su lamento por un cautiverio y degollina aún más amargos, cuando el idumeo Herodes masacró a sus niños inocentes, con la esperanza de destruir entre ellos al Rey de Israel y el Reino de Israel. Así quedó llena la copa de la anterior esclavitud y matanza, y se cumplieron las palabras del profeta Jeremías, en las que expresaba el lamento de Raquel por sus hijos (Mt. 2:17, 18).
Pero al oeste de estas escenas, donde los montes bajaban en terrazas, o más precipitadamente hacia la Sefela, las onduladas campiñas junto al mar, se llegaba a escenarios de antiguos triunfos. Aquí Josué había perseguido a los reyes del sur; allá Sansón había descendido contra los filisteos, y aquí por largos años se habían entablado combates contra el gran enemigo de Israel: Filistea. Pasando de allá al sur, más allá de la capital se encontraba la ciudad real de Belén, y aún más al sur la ciudad sacerdotal de Hebrón, con sus cuevas, en las que había el más precioso polvo de Israel. Aquella meseta era el desierto de Judea, que recibía varios nombres por las poblaciones que muy distanciadas lo salpicaban;4 un páramo desolado, por el que pasaba sólo el solitario pastor, o el gran terrateniente, como Nabal, cuyas ovejas pastaban por sus cumbres y en sus cañadas. Este lugar había sido durante largo tiempo refugio de los proscritos, o de aquellos que, disgustados con el mundo, se habían retirado de su compañía. Estas cuevas de limolita habían servido de escondrijo a David y sus fieles; y muchas bandas habían encontrado refugio en esta desolación. También aquí se preparó el Bautista para su obra, y en este desierto, en la época que nos ocupa, se encontraba el retiro de los esenios, que habían sido traídos a estas soledades con una vana esperanza de encontrar la pureza en la separación del mundo y de su contacto. Más allá, hundiéndose en un misterioso hueco, se extendía la lisa superficie del mar Muerto, un memorial perpetuo de Dios y del juicio. Sobre su orilla occidental se levantaba el castillo al que Herodes había dado su propio nombre, y más al sur la fortificación casi inaccesible de Masada, la escena de la última tragedia en la gran guerra judía. Pero desde la agreste desolación del mar Muerto había pocas horas de camino a lo que parecía casi el paraíso terrenal. Flanqueada y defendida por cuatro fuertes, uno a cada lado, se encontraba la importante ciudad de Jericó. Herodes había construido sus murallas, su teatro y su anfiteatro; Arquelao su nuevo palacio, rodeado de espléndidos jardines. A través de Jericó pasaba el camino de los peregrinos desde Galilea, por el que pasó nuestro mismo Señor (Lc. 19:1); y por allí pasaba también la gran ruta de caravanas que comunicaba Arabia con Damasco. La fertilidad de su tierra era casi proverbial, y célebres sus productos tropicales. Sus palmerales y jardines de rosas, pero especialmente sus balsameras, cuya mayor plantación se encontraba detrás del palacio real, eran la tierra de hadas del mundo antiguo. Pero esto era también sólo una fuente de beneficios para los odiados extranjeros. Roma había puesto allí una oficina central de recaudación de impuestos y derechos aduaneros, conocida en el Evangelio como el lugar en el que el principal de los publicanos, Zaqueo, se había enriquecido. Jericó, con su comercio general y su tráfico de bálsamo, que no era sólo considerado el más dulce perfume sino también una medicina importante en la antigüedad, era una posesión codiciada por todos. Extraños eran los alrededores para tal perla. Había la profunda depresión del Arabá, a través de la que serpenteaba el Jordán en cerrados meandros, primero con tortuosa impetuosidad, y luego, al irse acercando al mar Muerto, como casi indispuesto a dar sus aguas a aquella masa limosa.5 Los personajes que se podían encontrar en aquella extraña escena eran peregrinos, sacerdotes, comerciantes, bandidos, anacoretas, fanáticos desenfrenados; y casi se podían oír los sagrados sones del monte del Templo en la distancia.6
Puede ser cierto, como lo dice el historiador pagano con respecto a Judea, que nadie hubiera podido querer hacer una guerra seria por conseguirla por sí misma.7 El judío aceptaría esto bien dispuesto. No era la riqueza material lo que le atraía allí, aunque las riquezas traídas al Templo desde todos los lugares del mundo siempre atrajeron la codicia de los gentiles. Para el judío éste era el verdadero hogar de su alma, el centro de su vida más íntima, el anhelo de su corazón. «Si me olvido de ti, oh Jerusalén, que mi diestra sea dada al olvido», cantaban los que se sentaban junto a los ríos de Babilonia, llorando al recordar Sión. «Mi lengua se pegue a mi paladar, si de ti no me acordare; si no enaltezco a Jerusalén como preferente asunto de mi alegría» (Sal. 137:5, 6). Es de estos salmos de peregrinos de camino como el Sal. 134, o de los cánticos de ascenso a la santa ciudad,8 que aprendemos los sentimientos de Israel, culminando en aquel rebosamiento mezclado de oración y alabanza con el que saludaban a la ciudad cuando aparecía por primera vez ante su vista:
Porque Jehová ha elegido a Sión;
La quiso como habitación para sí.
Éste es para siempre el lugar de mi reposo;
Aquí habitaré, porque la he preferido.
Bendeciré abundantemente su provisión;
A sus pobres saciaré de pan.
Asimismo vestiré de salvación a sus sacerdotes,
Y sus santos darán voces de júbilo.
Allí haré retoñar el poder de David;
He dispuesto lámpara a mi ungido.
A sus enemigos vestiré de confusión,
Mas sobre él florecerá su corona.
(Sal. 132:13-18)
Palabras éstas que son verdaderas tanto en sus aplicaciones literales como espirituales; elevadas esperanzas que, por cerca de dos mil años, han formado y siguen formando parte de la oración diaria de Israel, cuando oran: «Haz pronto Tú que “el Renuevo de David”, tu siervo, surja, y exalta Tú su cuerno por medio de tu salvación.»9 ¡Ay, que Israel no conozca el cumplimiento de estas esperanzas ya concedido y expresado en la acción de gracias del padre del Bautista: «Bendito el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y ha efectuado redención para su pueblo, y ha suscitado una fuerza [lit., un cuerno] de salvación en favor nuestro, en casa de David su siervo, tal como habló desde antiguo por boca de sus santos profetas» (Lc. l:68-70).10
Estas bendiciones, y muchas más, eran no sólo objetos de esperanza, sino realidades tanto para el rabinista como para el judío sin letras. Ellas lo decidieron a doblegar bien dispuesto la cerviz bajo un yugo de ordenanzas de otra manera insoportable; a someterse a unas demandas y a un trato en contra de lo cual su naturaleza se habría en otro caso rebelado, y a soportar un escarnio y unas persecuciones que habrían quebrantado a cualquier otra nacionalidad y aplastado a cualquier otra religión. Para los alejados exiliados de la Dispersión, éste era el redil, con su promesa de un buen pastoreo, de verdes pastos y de aguas de reposo. Judea era, por así decirlo, su Campo Santo, con el Templo en medio de él, como el símbolo y profecía de la resurrección de Israel. El más delicioso sueño de la vida un verdadero cielo sobre la tierra, la prenda de la profecía en vías de cumplimiento, era estar, aunque fuera sólo una vez, dentro de sus sagrados patios; estar allí, mezclándose entre sus adoradores, trayendo ofrendas, y ver a la multitud de sacerdotes ministrando, vestidos de blanco; oír el cántico de los levitas, ver el humo de los sacrificios ascendiendo al cielo. No causa ninguna sorpresa que la población de Jerusalén y sus cercanías hasta allí donde se contaba dentro de su sagrado perímetro, creciera en las grandes fiestas hasta millones, entre los cuales se encontraban «varones piadosos, procedentes de todas las naciones bajo el cielo» (Hch. 2:5), o que llegaran allí tesoros traídos de todas partes del mundo habitado.11 Y ello más y más, mientras que señal tras señal parecía indicar que «el Fin» se avecinaba. En verdad, el tiempo de los gentiles parecía haber llegado casi a su fin. El Mesías prometido podría aparecer en cualquier momento, y «restaurar el reino a Israel». Por las afirmaciones de Josefo12 sabemos que se recurría a las profecías de Daniel, y una masa de la más interesante, aunque enrevesada, literatura apocalíptica, que data de este período, muestra la que había sido la interpretación popular de la profecía aún no cumplida.13 Las más antiguas paráfrasis de las Escrituras, o Targumim, exhalan el mismo espíritu. Incluso los más grandes historiadores paganos notan esta gran expectación de un inminente imperio judío a escala mundial, y atribuyen a ella el origen de las rebeliones contra Roma.14 Ni siquiera los alegorizantes filósofos judíos de Alejandría quedaron exentos de esta esperanza universal. Fuera de Palestina todas las miradas se dirigían hacia Judea, y cada grupo de peregrinos al volver, o cada hermano viajero en su jornada, podía traer nuevas de asombrosos acontecimientos. Dentro de la tierra, la ansiedad febril de los que vigilaban los acontecimientos se intensificaba no pocas veces hasta el delirio y el frenesí. Sólo por esta razón podemos explicar la aparición de tantos falsos Mesías, y de las multitudes que, a pesar de repetidos desengaños, estaban dispuestas a seguir las más improbables proclamaciones. Así fue que un tal Teudas15 pudo persuadir a «una gran multitud del pueblo» a que le siguiera hasta la ribera del Jordán, con la esperanza de ver otra vez cómo sus aguas se partían milagrosamente, como delante de Josué, y que un impostor egipcio pudo inducirlos a ir al monte de los Olivos con la expectación de ver caer las murallas de Jerusalén a su mandato.16 Y tal era la imaginación del fanatismo, que mientras los soldados romanos estaban disponiéndose a incendiar el Templo, un falso profeta pudo reunir a 6.000 hombres, mujeres y niños en sus atrios y pórticos para esperar entonces y allí una milagrosa liberación procedente del cielo.17 Tampoco la caída de Jerusalén apagó estas expectativas, hasta que una matanza, más terrible aún en algunos aspectos que en la misma caída de Jerusalén, ahogó en sangre el último levantamiento mesiánico público contra Roma bajo Bar Coqueba.18
Porque, por muy desviados que estuvieran, por lo que se refería a la persona del Cristo y al carácter de su reino, no en cuanto al hecho o a la época de su venida, ni al carácter de Roma, tales pensamientos no podían quedar desarraigados más que junto con la historia y la religión de Israel. El Nuevo Testamento los sigue, como también el Antiguo; tanto cristianos como judíos los abrigaban. En el lenguaje de san Pablo, ésta era «la esperanza de la promesa... cuyo cumplimiento esperan alcanzar nuestras doce tribus, rindiendo culto constantemente a Dios de día y de noche» (Hch. 26:6, 7). Fue esto lo que provocó el entusiasmo estremecido de esperanza en toda la nación, y que llevó las multitudes al Jordán cuando un oscuro anacoreta, que ni siquiera intentó confirmar su misión con un solo milagro, comenzó a predicar el arrepentimiento a la vista del reino de Dios que se acercaba. Fue esto lo que llevó a que los ojos de todos se posaran en Jesús de Nazaret, a pesar de lo humilde de su origen, de sus cricunstancias y de sus seguidores, y que apartó la atención de la gente incluso del Templo, centrándola en el lejano lago ...

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