
- 288 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Bajo la sombra del encino
Descripción del libro
El fracaso del amor, de la pareja y de la familia son temas que en esta novela se retratan de forma realista. Una misma escena la narran los cuatro personajes principales, quienes están unidos por un secreto revestido de tragedia.¿Estarías dispuesto a abrir la puerta a la verdad con todas sus consecuencias? Ésta es quizá la pregunta que uno de los protagonistas, debió hacerse antes de entender lo que sucedió en su vida…Una novela contundente sobre la imposibilidad de amar, en donde es posible, reflejarnos y quizá reconocernos.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Bajo la sombra del encino de Angélica Santa Olaya en formato PDF o ePUB. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Editorial
Jus, Libreros y EditoresAño
2015ISBN del libro electrónico
9786079409463Edición
1Nayeli
La rosa flota al filo del agua.
Las máscaras han pasado por bandas.
Tiembla en mí como una sonaja
ese pesado secreto que tú mendigas.
Guillaume Apollinaire
Elisa estaba tirada en el suelo. Las rodillas encogidas apuntalando el vientre. La mejilla derecha contra el piso. El cabello sobre los ojos. El polvo adherido a las plantas de los pies revelaba las horas transcurridas dando vueltas a la alcoba convertida en laberinto. Una sombra oscura en el dedo gordo del pie se había tatuado luego de repasar una y otra vez la unión entre dos baldosas, mientras los ojos se perdían en algún punto no tocado por las pupilas, a causa de un espejo de salada humedad. Sollozaba ya sin mucha fuerza.
Me incliné sobre ella sin saber si debía tomar su mano o acariciar su cabello. Sus dedos pacían en el suelo como larvas sin vida. Su pelo, desarreglado, brillaba con el último rayo de la tarde que se colaba por la ventana. Pasé mi mano sobre él. Era suave. Elisa no se movió. No le interesaba saber quién se había introducido en su casa de puerta abierta a cualquier hora sin haber solicitado su presencia. No le interesaba que alguien, quien fuera, de donde fuera, tocara su cabeza en ese preciso instante. Si ocurría, era un suceso que escapaba a su voluntad y expectativas. Mejor dicho, las expectativas escapaban a su ser contraído, maltrecho, untado al piso, desarraigado del alma. Su cuerpo se estremecía con cada apagado gemido, conmoviendo cada partícula de polvo, cada cuadro colgado en la pared. El más grande de todos, el de su boda, en el centro de la alcoba dominando la escenografía del muro principal. Elisa y Gerardo luego de haberse jurado amor eterno en una ermita ruinosa construida hacía doscientos o dos mil años. Daba igual.
Ahí estaban los dos, de perfil, casi tocándose las frentes, con las mejillas abultadas por la sonrisa calculada y contenida en espera del flash. Las miradas encontradas, blanco y negro sobre un fondo verde de falsos arbustos de papel pegados con engrudo a una pared. Voluntad compartida, sueños en espera del disparo de salida, optimismo exacerbado y ensayado cuidadosamente durante los días previos a la boda. ¿Cuándo se creyeron que aquella farsa de excelente producción y espectadores minuciosamente seleccionados era la continuación del cuento? Como actores primerizos decidieron olvidar el colofón y comenzar justamente en el punto sin retorno de un nuevo capítulo. Con toda seguridad la bella durmiente y el príncipe sabían muy bien lo que seguía luego del beso, por eso prefirieron poner punto final e irse cada uno a su casa después de tomarse la foto para la última página, cuando todavía es posible la sonrisa.
Tuve que haber preguntado en cuarta persona, pero en ese momento los actores eran otros y otro el resultado de la representación. Elisa, agotada, derramaba silenciosas lágrimas que rodaban por su rostro ajado por el sufrimiento. Mi mano absurda iba y venía sobre su cabello sin que se me ocurriera algo, ya no digamos consolador, sino al menos coherente, qué decir. Pero… ¿Tenía yo el derecho de decirle algo? ¿Yo que deseaba a su marido tanto o más que “esa mujer”? Si pudiera hacerlo, si yo supiera que me escucharía… ¿qué le diría?
Ya no llores, Elisa. Todos los matrimonios se van a la chingada algún día. Pero... pinche puta de mierda... nos ganó la partida a las dos, ¿verdad?
Mi boca permaneció cerrada. Mastiqué cada palabra y la trituré con el filo de los dientes para luego tragarla con la escasa saliva que aún humedecía mi garganta. La bilis se ocuparía de ellas. No, nada podía decirle a Elisa. Y sin embargo, deseaba hacerlo; tenía que hacerlo. No podía permitir que aquella mujer permaneciera tan despiadadamente sola. Hay soledades que gritan, sin palabras, su desesperada necesidad de compañía. Y uno no puede irse, no puede negarse a escuchar ese silencio atroz.
Permanecí callada, a su lado, contemplando el trago de ron rezagado en un vaso que había contenido mole Doña María y que estaba sobre el buró. No tuve motivo ni ganas para reprenderla por haber ingerido alcohol nuevamente. Con la mano izquierda rescaté el vaso y apuré el trago que quedaba. Me supo amargo, como si la hiel de sus labios, que ahora parecían de cal, se hubiera concentrado en las últimas gotas de licor y yo debiera beberlas como un castigo a mi torpe amor y a mi fortuna de no ser Elisa. Yo aún podía salir de aquella casa disfrazada de nopasanada y ocultar mi herida bajo la sombra protectora del encino que susurraba, discreto, afuera en la plaza. Miré el vaso. Las gotas de la felicidad se negaban a abandonar el fondo, develando nuestra amargura y recordándome que no se trataba de una fiesta sino del acre despertar de una cruda luego de asistir a un jolgorio amenizado por una borrachera de sueños. ¿Quién no se ha emborrachado de sueños alguna vez?
Me senté en el suelo de manera que la cabeza de Elisa quedara sobre mis piernas cruzadas en flor de loto. Afuera se escuchaba el regocijo de los niños jugando alrededor del encino. Los gritos eran rojos y apagados como una manzana fantasmal colgada de un cardo en el desierto, como un cuadro surrealista que no precisa explicar su absurda realidad. Sentí furia por tanta desconsideración, por tanta absurda ignorancia acerca del dolor que nos ahogaba.
¿Cómo pueden gritar así mientras morimos de tristeza?
Elisa se quedó dormida al cabo de una hilera de minutos que atravesaron la habitación; de rodillas algunos, otros arrastrándose. Y yo me quedé ahí, junto a ella, no sé cuánto tiempo. No podía hacer más. Era yo, nuevamente, arrodillada en el suelo repasando con mis manos de niña la cabeza de mi madre doblegada por una botella de ron y dos diazepanes.
—Mamita, no te preocupes. Yo estoy contigo. No llores. Te vas a poner bien. Todo se va a arreglar.
Cerraba los ojos e imaginaba que estábamos en el bosque de los enanos de Blanca Nieves. Mis rodillas apisonaban un colchón de agujas de pino que olían a día de campo. A un lado pasaba el río y su andar era fresco, cristalino. Sólo deseaba pegar un brinco y sentir la lengua del agua lamiendo mis pies. Luego mi madre, sonriendo, vendría hacia mí y me lanzaría agua a la cara, chapoteando con sus manos como cuando íbamos a la playa en vacaciones. Vendría con esa roja sonrisa que todo lo llenaba de color.
Pero la única humedad que percibía estaba en mis manos sudorosas por la angustia. Entonces me convencía a mí misma de que ella, mi madre, sólo dormía una siesta más, y cuando sus ojos verdes se abrieran, el mundo sería claro y luminoso otra vez.
—Al rato, mamita, mañana, será diferente. Despertarás y las dos sonreiremos. Lavaré con cloro este estúpido piso y ya no podrá ensuciar tu pelo con su sangre. Será un piso blanco, transparente. Tan transparente que podremos ver a través de él las raíces de los árboles acomodándose en la tierra con suavidad. Tan claro que tal vez nos confundamos con él y podamos jugar a los fantasmas que cruzan puertas y paredes y van adondequiera sin que nada pueda tocarlos; ni siquiera la desgracia. Podremos ir a todos lados sin ser vistas y haremos muchas travesuras y castigaremos ladrones porque seremos invencibles. ¿Quieres? ¿Quieres que juguemos a los fantasmas felices? A ver, preciosa, déjame peinar tu cabello que todavía huele a flores y sonríe. Yo también voy a sonreír. Mira… ¿Ves, mamita, cómo sonrío? Nada malo pasa si estamos juntas. ¿Ves?
Tomé un suéter que extraje de un altero de ropa por planchar acumulado en una silla junto a la cama, y lo coloqué debajo de la mejilla helada de Elisa. Observé mi mano mojada por sus lágrimas y una ola de rabia recorrió mi estómago. El alcohol, la tristeza, el humo cercando la lucidez, las zapatillas empolvadas en el clóset, los labiales destapados sobre el tocador enrojeciendo la cubierta como fieras al acecho, la bolsa de mano despanzurrada sobre la cama vomitando cigarros y monedas, la mujercosa tirada en el piso, su cabello disperso sobre los mosaicos color beige, los ganchos para la ropa de Gerardo abandonados y regados por toda la habitación que apestaba. Todo apestaba. El olor nauseabundo produjo un vacío en mi estómago, era la náusea viajando hasta mi cabeza e instalándose como una punzada en el lóbulo derecho sin punto de retorno.
—¡Maldita migraña que ensarta sin piedad los cráneos en un tzompantli para atemorizar a los demonios! Pero... ¿De qué tamaño tiene que ser un demonio para asustar a otro? ¿De qué tamaño si el demonio es también el otro, si habita en él? ¿Si son dos y la misma cosa? ¿Quién puede responderme esta pregunta? ¡¿Quién?!
Fui al baño a vomitar y salí de aquel cuarto en desorden tan lleno, también, de fantasmas. La casa olía a humo de cigarro y a tristeza. Los trastes sucios, quizá de días, se adueñaban del espacio en la cocina. Una cacerola con restos de albóndigas servía de alimento a dos moscas que, hipnotizadas, revoloteaban sobre los despojos. En el comedor, Lalito de apenas seis años y calcetines de una semana, vertía cereal en un plato sucio desparramando el contenido del paquete sobre la mesa. Algunas rosquillas coloreadas de rojo y azul cayeron a sus pies. Miré las pequeñas roscas azules y me pregunté a quién se le podría ocurrir pintar de azul una rosquilla de trigo. Aunque tal vez no fuera tan disparatado. Quizá yo misma necesitaba comer, de vez en cuando, una golosina con ese color azul tan brillante y feliz. Comerla con la inocencia y despreocupación con que Lalito lo hacía. Tomé una de las rosquillas y la metí en mi boca. Su dulzor me pareció excesivo, pero mastiqué.
—Vente, chaparro, deja eso, te invito a comer. Ve por tus zapatos —dije.
La extraña voz se abrió espacio, con gran dificultad, para transitar en el plasma de aquel aire denso. ¿Era mi voz? Parecía demasiado ronca para ello. El niño me miró y se calzó los zapatos sin agujetas. Su mano fue a la mía y dejamos atrás, por algunas horas, los descoloridos muros que algún día, no muy lejano, habían sido su hogar. Los niños que jugaban en la plaza habían desaparecido y ahora algunos de ellos se asomaban a las ventanas sólo por saber qué pasa afuera cuando ...
Índice
- Cubierta
- Índice
- Portada
- Créditos
- El calor
- Nayeli
- Gerardo
- Elisa
- Roberto
- El frío
- Colofón
- Sobre el autor