
eBook - ePub
La curiosidad prohibida
Leyendo "Las mil y una noches"
- 144 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro
Fascinado desde niño por Las mil y una noches, el primer libro que leyó en la infancia (a escondidas o por error de algún adulto), el autor de este libro se enfrenta a su propia tradición literaria poniéndola entre interrogantes. ¿Quién lo escribió? ¿Tiene el libro un final? ¿Se debe entender algún mensaje doble bajo los relatos? ¿Se podrían reescribir, con hombres y mujeres de hoy, esos relatos de ayer?
La ironía, la extensa cultura literaria y la agudeza de Abdelfattah Kilito hacen de este libro un ensayo radicalmente contemporáneo, en el que se mezclan memoria y observación, verdad y mentira, y sobre todo pasado y presente. Un libro escrito para amantes de los libros, pero en el que (quizá sin que el autor lo haya pretendido) se aprende sociología, algo de historia y sobre todo mucha literatura árabe... más de la de hoy que de la de ayer.
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Información
IDA EN LA VENTANA
Me gusta leer en la cama. Costumbre adquirida en la infancia, en la época del descubrimiento de Las mil y una noches.
Yo dormía en la habitación de mi abuela, en un diván colocado al lado de su cama. Durante una de mis enfermedades –debía de ser bastante grave, ya que el recuerdo permaneció en la familia–, me encontraba constantemente sumido en un sueño comatoso. En los breves momentos en que recobraba la conciencia, oía la voz de las visitantes que venían a interesarse por mi estado. Apenas me daba cuenta de que era el objeto de sus murmullos y me hundía de nuevo en el sueño.
Cuando empecé a restablecerme, subieron la voz y hablaron de diferentes temas. Yo dejé de ser el centro de sus conversaciones. Molesto, me dio por echar de menos mi enfermedad, pero de nada servía simular, sabía por experiencia que mi abuela no caía nunca en la trampa de mis mentiras. En el fondo, no necesitaba fingir, aún estaba débil y podía producirse una recaída en cualquier momento.
En aquellas circunstancias me llamó la atención un libro colocado muy cerca de mí, Las mil y una noches, en la edición de Beirut, también llamada católica. ¿Qué hacía en una casa en la que nadie se interesaba por la literatura? ¿Quién lo había colocado al lado de mi diván, al alcance de mi mano? Probablemente, una de las visitantes lo había olvidado y no había vuelto para recuperarlo; por tanto permaneció al lado de mi cama durante todo el tiempo de mi convalecencia. En aquel entonces yo ignoraba que los pasajes eróticos habían sido cuidadosamente suprimidos, pero ello no le había quitado fuerza a las historias, y su lado escandaloso permanecía intacto. Si no, ¿por qué intuía confusamente que no debía leerlo? Cuando alguien entraba en la habitación, lo escondía debajo de las mantas, especialmente si era mi padre. Abordé por tanto la lectura, la literatura, bajo el signo de la enfermedad y de la culpa. Fue el primer libro que intenté leer, el primer libro árabe, en definitiva, el primer libro.
Leía en la cama, a la luz del día… Lo que era contrario a la intención de Sherezade que narraba por la noche y callaba al rayar el alba. Al interrumpir la lectura al anochecer transgredía su prescripción implícita e invertía el orden de las cosas.
Sin embargo, a medida que leía y pasaba el tiempo, me sentía mejor. Cuando llegué a la última página, estaba completamente restablecido. Se supone que la literatura tiene una virtud terapéutica. Si no cura las enfermedades del cuerpo, alivia los sufrimientos del alma, y a fin de cuentas este es uno de los temas de las Noches. Quiero creer que recobré la salud gracias a su intercesión; también gracias a ella, la visitante misteriosa que lo había olvidado al lado de mi cama.
Todo esto es muy conmovedor, pero surgen dudas que enturbian la nitidez de la escena. ¿Leí realmente el libro en la edición expurgada de Beirut? Me complace creerlo, sabe Dios por qué, pero ¿es exacto? Continuemos: ¿lo leí siendo niño? Quizá traté de leerlo y, dándome cuenta de su riqueza insostenible, lo abandoné al cabo de algunas páginas, de algunas líneas. ¿El primer libro? Así lo he pretendido en muchas ocasiones, pero ¿no será porque está escrito en árabe y me esfuerzo de alguna manera en vincularme a no sé qué origen?
En cuanto a la afirmación de que estaba enfermo cuando lo descubrí, se trata probablemente de una pura fantasía. Evocar una supuesta enfermedad, enternecerme sobre mí mismo, volverme a ver como un niño pequeño acostado en el diván junto a la cama de mi abuela… ¿No estoy tratando de embellecer las cosas dando a entender que los cuentos me hicieron recobrar la salud? Asimilarme indebidamente a Shariyar, el rey loco curado por Sherezade… De ahí sin duda la historia de la misteriosa visitante, lectora olvidadiza del libro… En realidad, ninguna mujer de mi entorno leía en aquella época, excepto quizá versículos del Corán, en ningún caso las Noches.
En fin, dar a entender que, al llegar al desenlace, me había curado completamente… de nuevo una invención interesada por mi parte. De hecho, no me habría curado, me habría muerto. Desde hace un milenio se viene repitiendo que no hay que leer las Noches, o leer como mucho solo una parte. Los que no han seguido este consejo lo han pagado caro. Está comprobado que perdieron la razón, se quitaron la vida o murieron de cansancio, literalmente. En aquella época, yo no lo sabía, debí de sentir instintivamente el peligro. Sin embargo, precisamente gracias a ese libro, fui invitado a Estados Unidos, en concreto por un artículo (en origen una tesis de licenciatura), titulado “El sueño en ‘Las mil y una noches’”. El profesor K. había recomendado su publicación, con gran sorpresa por mi parte, ya que creía que me despreciaba. Me criticaba continuamente y se mostraba escéptico ante mis proyectos, pero inesperadamente, y sin que yo se lo pidiera, gestionó su publicación en Études arabes (nunca, ni en mis más locos sueños, había pensado merecer el honor de figurar en el índice de tan prestigiosa revista). Por añadidura, apoyó la solicitud de una beca de dos meses de la Fundación Fulbright. De un modo imprevisto, el sueño me abrió las puertas de América…
En el aeropuerto me esperaba un chófer con un cartel en la mano en el que figuraba mi nombre escrito en grandes letras. Durante el trayecto hasta el club en el que debía alojarme, no intercambiamos una sola palabra. Llovía, el paisaje que desfilaba ante mí era feo, construcciones siniestras, obras, grúas monstruosas… Automáticamente saqué mi cajetilla de tabaco, pero, al darme cuenta de que podía meter la pata, me disponía a guardarla cuando el chófer, que había observado mi gesto por el retrovisor, me indicó con un gesto que me autorizaba a fumar.
El trayecto parecía interminable, y ya empezaba a arrepentirme del viaje, a pesar de que la víspera estaba entusiasmado con la idea de descubrir América. El chófer tampoco parecía contento: se había extraviado y, al no encontrar el camino, se detuvo a consultar un mapa, sin resultado aparente, ya que se dirigió a una gasolinera para informarse. Por fin, tras largos rodeos, me dejó en el club.
Guardé mi ropa en el inmenso armario de la habitación y puse carpetas, notas y bolígrafos encima de la mesa. Como solo tenía dos o tres libros, dudé en colocarlos en las estanterías previstas para ellos: parecían incongruentes en medio del vacío. Añadí separatas de mi artículo sobre el sueño, el manuscrito del trabajo doctoral sobre la curiosidad prohibida al que daba los últimos toques, un léxico inglés, un diccionario bilingüe, una edición popular de las Noches en cuatro volúmenes y, finalmente, La isla misteriosa de Julio Verne, libro del que nunca me separo y que siempre leo antes de dormir. Como la biblioteca seguía desesperadamente vacía, me consolé pensando que era una situación provisional: tenía la intención de comprar el mayor número posible de libros.
Una vez instalado, ya no sabía qué hacer. Bajé a la recepción para telefonear al profesor Michaël Hamwest. Me anunció que vendría a buscarme para cenar.
Cuando se presentó, sus primeras palabras fueron para decirme que, como me suponía cansado por el viaje, había decidido que esa noche me ahorraría el esfuerzo de una conversación en inglés.
–Hablaremos en francés.
No se planteó la posibilidad de utilizar el árabe, lengua que sin embargo conocía. Decidí aprovechar la prórroga que me había sido concedida, con la certeza de que, al día siguiente, mi anfitrión cumpliría su amenaza y solo se dirigiría a mí en su lengua. Me observaba con cierta inquietud, preguntándose sin duda cómo me las iba a arreglar con sus alumnos. Su francés era elemental, pero, desde luego, mucho mejor que mi inglés. El desequilibrio era evidente y le confería una clara superioridad.
Al llegar a su casa, observé, pegado en la puerta, un cartelito de prohibido fumar. Sospeché que lo acababa de comprar y que lo había colocado justo antes de ir a buscarme. Mi fama de fumador empedernido había debido de llegar hasta él. Seguramente, cuando me devolviera al club, haría desaparecer la odiosa advertencia.
Su mujer me recibió con mucha gentileza. Las paredes del salón estaban completamente cubiertas de libros. Por decir algo amable, murmuré:
–Es una biblioteca borgiana.
La señora Hamwest me miró asombrada.
–¡Conoce usted a Borges!
Su marido le aseguró que yo había leído los escritos del autor argentino sobre las Noches, declaración desconcertante, ya que daba a entender que mi interés se limitaba a los trabajos relativos a mi especialidad, desdeñando el resto. Intentó arreglarlo explicándome que su esposa era hispanista y, en cierta época, había pensado estudiar la influencia de las Noches en los escritores latinoamericanos.
–No en Borges, puesto que ya existen dos o tres buenos estudios sobre el tema, sino en otros escritores, como por ejemplo Manuel Scorza y sus Tambores en la noche: el ladrón que sabe hablar a los caballos, que les seduce murmurándoles, durante la noche, cosas al oído. Les prometía praderas fértiles y hembras magníficas; de ese modo le seguían de buen grado.
El compromiso del señor Hamwest de hablar solo en francés aquella noche no incluía por supuesto a su mujer. Por tanto tenía que comunicarme con ella en inglés para tratar de determinar precisamente qué lengua utilizaba el ladrón para hablarles a los caballos. ¿La suya o la de ellos? De una cosa a otra, llegamos a la cuestión del lenguaje de los animales en las Noches, mencionamos al labrador que comprendía el lenguaje del asno, del buey, del perro y del gallo; nos detuvimos un poco en el mono calígrafo. Por asociación de ideas pasamos al caballo alado que dejó tuerto a uno de los tres calendas, derviches que hacían voto de pobreza, y estábamos preguntándonos si había una historia que evocase la comunicación verbal entre un hombre y un caballo cuando llamaron a la puerta.
Entró una joven de una belleza perturbadora. El señor Hamwest me la presentó con el nombre de Ida (o Ada, Aida, Edda) y se disponía a decir mi nombre cuando ella se dio la vuelta y entabló con la señora Hamwest una discusión cuyo tema me resultaba incomprensible. Reían y gritaban, bajo la mirada encantada y admirativa del señor Hamwest, y, ante la manifestación de esa ruidosa felicidad, me sentí tanto más perdido cuanto que no entendía nada de lo que decían, ni una sola palabra.
La cena fue excelente. Los caballos habían sido olvidados y la conversación versó sobre el amor. Me pareció que en cierto momento el señor Hamwest decía:
–No entiendo por qué a los héroes de las novelas les cuesta tanto conquistar a una mujer.
Después del postre regresamos al salón. Ida evitaba sistemáticamente mirarme y me cortaba cada vez que yo intentaba decir una palabra. El señor Hamwest trataba con muchos miramientos a su mujer y multiplicaba las muestras de ternura y amor que ella recibía con una gran sonrisa. Yo estaba cansado y me picaban los ojos, deseaba volver al club, pero, en vez de llevarme, el señor Hamwest seguía acariciando el pelo de su mujer y luego, envalentonándose, la besó apasionadamente en la boca. Ella cerró los ojos y le atrajo hacia el suelo, justo al lado del sillón donde yo estaba sentado. Él se dispuso entonces a introducir una mano debajo de su falda. Ida se puso en pie y acercándose me dio un golpecito en el hombro. Abrí los ojos: era el señor Hamwest que se inclinaba hacia mí.
–Creo –me dijo en inglés– que debería llevarle al club.
Parecía preocupado. Ida se levantó, besó a los anfitriones y se marchó sin dirigirme una sola mirada. Fuera hacía mucho frío.
Al día siguiente salí temprano del club para poder fumar. Tardé poco en recorrer las cuatro calles que bordeaban el campus.
Había dormido mal, a causa de la diferencia horaria, pero también porque estaba angustiado por el recuerdo de la noche anterior. ¡Dormirme habiendo sido invitado, qué incomodidad para mis anfitriones! No recordaba en absoluto lo que había comido. Y además, ese sueño estúpido sabe Dios lo que revelaba sobre mí, pensamientos malsanos disimulados. ¿Cuánto tiempo duró mi sopor? ¿Dije algo en voz alta? Era posible. En cuanto a mi marcha precipitada… ¿Me despedí de la señora Hamwest y de Ida? Probablemente habían adivinado el contenido de mi sueño y mis deseos indecentes.
Por mucho que me dijera, en un conato de rebeldía, que, si no me hubieran prohibido fumar, habría podido resistir el sueño, mi conducta seguía siendo incalificable. Mi estancia empezaba con malos auspicios… ¡Esta costumbre que tengo de dormirme en casas ajenas! El dulce sueño, decía Homero… Cuantas veces, durante una velada, me he despertado sobresaltado, la cabeza apoyada en el hombro de un vecino incómodo y compasivo, cómplice también: una carcajada general acompaña mi despertar. Y sin embargo mis amigos siguen invitándome a pesar de esta mala costumbre, o tal vez gracias a ella. Les brinda un espectáculo, lo esperan, a menudo con impaciencia. “¡Cuántas cosas has dicho! pero no te preocupes, no se lo contaremos a nadie, quedará entre nosotros”.
A fin de cuentas, no es una casualidad que haya escrito un estudio sobre el sueño. Al tratar una cuestión académica, hablaba indirectamente de mí. En las Noches, el tema posee una gran riqueza: personajes a los que se duerme haciéndoles consumir una droga, otros que se desmayan, otros incluso a los que se les entierra vivos. Me interesó el durmiente despierto, pero para mí la historia más apasionante es la de Aziz, quien, esperando a la mujer que ama, se lanza con voracidad sobre la comida y se hunde en un sueño bestial. A la mañana siguiente, cuando abre los ojos, se encuentra tirado en medio de la calle. Yo había tenido más suerte: desperté en mi cama.
Al evocar en mi artículo la culpabilidad vinculada al sueño, no dejé de señalar que, si Sherezade hubiera cerrado los ojos una sola noche, le habrían cortado la cabeza al día siguiente. Pero esta observación es banal. Como ocurre a menudo, la mejor idea se presenta una vez que el trabajo ha sido publicado o defendido. La idea verdaderamente original, aunque de una desconcertante simplicidad, se me ocurrió más tarde. Lo que dejé de mencionar en mi estudio es el caso de un personaje que nunca duerme, el rey Shariyar: durante la noche, y hasta el amanecer, escucha las historias de Sherezade; luego, sin transición, se ocupa de los asuntos de su reino. Y así cada día. ¿Y Sherezade? ¿Qué hace durante el día? El texto no lo dice; podemos suponer que aprovecha ese tiempo para dormir, pero esta hipótesis, no sé por qué, no me seduce.
Había renunciado por completo a utilizar la biblioteca de la universidad, me sentía físicamente incapaz. Envidio a los lectores que se pasan allí todo el día trabajando. Me producen mala conciencia: serios, graves, parecen llevar a cabo una misión, toman notas, se frotan los ojos, limpian sus gafas, a veces se estiran bostezando con la satisfacción del deber cumplido; yo, en cambio, no soy capaz de concentrarme en el documento que tengo delante de los ojos… Tampoco sabría qué anotar. Por tanto, nada justifica mi presencia en ese santuario en el que, nada más entrar, me siento desorientado y aturdido.
Sin embargo, utilizar la biblioteca era o debía ser el principal motivo de mi estancia en Estados Unidos. Leer libros que no podía encontrar en mi país era la razón oficial que aducía con naturalidad, aun sabiendo que no era cierto. La biblioteca de la universidad que me acogía estaba bien provista y estaba seguro de que podía encontrar todos los trabajos sobre las Noches que deseaba consultar desde hacía mucho tiempo y que me habían resultado hasta ahora inaccesibles: la edición de Maximilian Habicht, las traducciones alemanas de Gustav Weil y de Enno Littmann, inglesas de Edward Lane y de John Payne… Indudablemente todos se encontraban allí y eso era desalentador. Ninguna sorpresa, ningún encuentro inesperado, ningún flechazo. ¿Por qué había emprendido entonces este viaje? Por nada, o más bien porque otros lo habían hecho. Puro deseo mimético…
No tenía mucho que hacer y, desde mi llegada, vivía en la contingencia y flotaba en la inutilidad. Mientras andaba por las calles, me venían a la memoria palabras, poemas árabes aprendidos en la escuela, versículos coránicos, recuerdos de lecturas, juegos de palabras, chistes, melodías de Oum Kelthoum y de Farid, pero también canciones tontas, secuelas de los campamentos de verano, y otras, patrióticas y belicosas. Fue entonces cuando fui claramente consciente de que era árabe. Ser árabe es eso, pasarse el día mascullando las palabras convencionales de la tradición. Todo lo que rechazaba cuando estaba en mi país, todo eso me venía a la mente, me dominaba y me perseguía. Lo único que me distraía de esa ridícula nostalgia era la contemplación de las ardillas que trajinaban en el suelo y en los árboles, perfectamente adaptadas a su entorno.
Cada día pasaba y volvía a pasar por delante de los dos o tres cines que había localizado. Proyectaban únicamente películas insípidas (hasta los carteles eran borrosos). En eso yo no había cambiado: desde la infancia, mis paseos habían consistido en seguir siempre el mismo recorrido, cines, librerías. Ahora me detenía sobre todo en el bookstore de la universidad para mirar la portada de los nuevos libros que exponían. Mi beca me permitía comprar un libro al día, con la condición de no ir muy a menudo al restaurante. Placer cotidiano: abrir el volumen nuevo, con cuidado de no estropearlo, hojearlo, leer una página por aquí y otra por allá, mirar el sumario, echar una ojeada al índice, comprobar, curiosidad absurda –no había publicado apenas nada–, si figuraba mi nombre. Por supuesto, me prometía leer todo a fondo cuando volviera a mi país.
Sin embargo, solo compraba libros que trataban del mundo árabe; no me fijaba en los otros, ni siquiera los veía. ¿No había venido a Estados Unidos para trabajar sobre literatura árabe? ¡Idea tan tonta como ridícula! Si al menos aprovechase para estudiar la literatura norteamericana y reforzar mis conocimientos de la cultura y la historia de ese país (no conseguía descifrar los titulares del New York Times, jeroglíficos, enigmas, adivinanzas). Por el contrario, desembarcaba con mi equipaje oriental, Simbad indigno, ya que Simbad el Marino, cuando pisa un país extranjero por culpa de un naufragio, está desnudo y desprovisto de todo. Hombre de la ruptura, debe empezar de cero, inventarse de nuevo y volver a inventar el mundo; y, cuando regresa, llega cargado de nuevas riquezas gracias a su propio esfuerzo. Yo era más bien Simbad de la Tierra, miserable mozo de cuerda hundido bajo el peso de una tradición en claro desfase con el mundo moderno.
El recuerdo de Ida no me abandonaba. ¿La reconocería si se cruzaban nuestros caminos? No recordaba con exactitud sus rasgos. A veces me parecía verla en la calle o en una ventana. ¿Er...
Índice
- PORTADILLA
- CRÉDITOS
- IDA EN LA VENTANA
- LA SEGUNDA LOCURA DE SHARIYAR
- LA ECUACIÓN DEL CHINO
- UN MEZQUINO DESEO DE DURAR
- NOTAS