
- 156 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
El emocionario comprende un conjunto de relatos que nos trasladan al terreno del humor, del dolor o de la nostalgia, sumergiéndonos en el complejo universo de las emociones. Sus cuentos nos sitúan tras una ventana desde la cual observaremos sin censura al ser humano y su gestión, con mayor o menor acierto, de las situaciones con las que ha de enfrentarse en su caminar por el mundo.De esta manera, Eduardo Bieger, haciendo uso de una prosa directa y libre de moralejas, nos conecta con los personajes y sus vivencias. Este libro es pues una invitación al sentimiento y, en la medida en que sentir es vivir, es también una invitación a la vida.
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Información
Categoría
Personal DevelopmentCategoría
Self ImprovementQué bello es roncar1
Despego primero el párpado izquierdo y luego lo intento con el derecho. ¡Qué esfuerzo cuesta hacer cualquier cosa! Pero me compensa, porque veo la claridad que entra por la ventana y sé que sigo vivo. Decididamente, no quiero morirme. Me encuentro a gusto aquí a pesar de la soledad. Mis amigos, o han desaparecido o los han confinado en residencias de los alrededores, «hogares de la tercera edad» los llaman ahora. El único hogar que conozco es el mío, pre-cementerios los denominaría yo. Sí, claro, tengo a mis hijos, pero están a lo suyo, como es natural, absorbidos por el trabajo y sin tiempo para nadie, ni siquiera para ellos mismos. Pedirles que se ocuparan de mí sería presionarles e interferir en sus vidas, que es lo último que pretendo. Además, dicha exigencia podría provocar que trataran de remediar la desatención y mis quejas con una fulminante deportación a un asilo. Me gustaría verlos más, pero me conformo con una llamada cariñosa de vez en cuando y con saber que están más o menos bien. Comunicarme, lo que se dice comunicarme, solo lo hago con la asistenta que viene por las mañanas a ocuparse de la casa.
Verdaderamente nunca creí pasar de los ochenta, o sea que el día menos pensado estiro el zancajo. Reconozco que pienso demasiado en la muerte. ¿Cómo será? ¿Un apagón? ¿Un pasar directamente a la nada? Porque todo eso del más allá está por ver, y mira que me esfuerzo en creérmelo para librarme de la tristeza de separarme de mi gente y perder mis recuerdos… Tanta información acumulada para nada.
Me parece haber oído la puerta de la calle. La sordera también es privilegio de los viejos. Será Angelines, una mocita de sesenta y pico de años y, como ella dice, «afortunadamente viuda». Yo soy viudo también, pero no me siento dichoso ni mucho menos y mira que pleiteé con mi mujer durante los cincuenta largos años que duró nuestro matrimonio. Será que la echo de menos y no me apaño con lo de vivir solo. Ya sé que tengo la solución de la residencia… pero entonces ¿qué pasaría con mi casa, mis chismes, mi libertad…? Libertad mental, porque lo que es la física… Nadie sabe lo que me cuesta levantarme, aunque según el médico mi analítica es de libro. Ya va siendo hora de que la medicina invente una alcuza mágica para engrasar las articulaciones, sobre todo las rodillas. Un Tres en uno que facilite la tarea de bajarse de la cama, subir escaleras, andar sin arrastrar los pies y prescindir del bastón.
―Hola, Angelines, buenos días.
―Buenos días. ¿Cómo ha dormido hoy?
―En fin, si a esto se le puede llamar dormir, duermevela diría yo. ―No le cuento que por las noches me aguanto el sueño porque tengo miedo de no volver a despertar, no lo entendería.
―¿Qué le preparo hoy de comida?
―Pero, hija, no me preguntes todos los días lo mismo. Si además solo puede ser sota caballo y rey: pescado, verdura, ensalada, todo sin sal, y de postre cóctel de píldoras, para la tensión, el colesterol, la circulación, el azúcar…
―No se queje usted tanto, que otros a su edad están mucho peor y no tienen a nadie, y mientras yo pueda venir… Aunque ya no estoy para muchos trotes, que una no ha parado de trabajar desde que puso el pie en el mundo.
―Bueno, Angelines, pues pescado en blanco, pero con patatitas.
―¿Qué va usted a hacer esta mañana?
―Como no tengo ningún dolor nuevo, bajar al parque a leer el periódico. ¿Se ha acordado usted de comprarlo?
―Por la cuenta que me trae.
―Bueno… y ahora, por favor, ayúdeme a ducharme, que se me va un poco la cabeza y no me atrevo yo solo. Al final le ve a uno sus vergüenzas hasta el del butano.
***
Hace buen día, frío pero soleado. En el parque, la gente habitual: viejos, algún bebé en su carrito y muchos perros. Es verdad que la tasa de natalidad está por los suelos, pero se ha compensado con el aumento del censo de perros. Claro, no se pueden tener niños, pero se pueden tener perros; salen más baratos, hacen mucha compañía y no discuten.
Mi mujer adoraba a los animales. Si viviera estaría parándose con todos ellos para hacerles una caricia con sus manos tan especiales. Casi es lo que más echo en falta de ella. Sus manos acogedoras, firmes, suaves… Nunca me cansé de tomarlas, por la calle, en el cine, sentados en el sofá viendo la televisión. Cuando conducía, hace ya de eso un siglo, soltaba una del volante para acariciar las suyas y así me sentía reconfortado aunque no hubiese palabras entre nosotros.
Fueron extraños nuestros últimos años en común. Habíamos dejado de dormir juntos porque yo roncaba como un rinoceronte, una tortura que no le dejaba descansar. Me decía que los ronquidos trastornaban el sistema nervioso y las relaciones entre las personas. Yo me odiaba por ello. Probé todo lo imaginable: espráis nasales, infusiones de sabores repugnantes, un doloroso protector bucodental que te apiñaba los dientes otorgándote aspecto de psicópata caníbal, unos extraños artilugios que te abrían las fosas nasales convirtiéndote en un hombre-cerdo, e incluso una pulsera que arreaba descargas eléctricas cuando el ruido sobrepasaba un determinado número de decibelios. Pero fue inútil. Al final tuve que acostumbrarme a dormir solo en una cama pequeña y fría, aunque nunca acepté de buen grado la separación. Por las noches acudía a arroparla como hacen los padres con sus hijos pequeños. Y en eso quedó todo. Pero, curiosamente, con el tiempo esa separación de cuerpos, con la consiguiente extinción de las ya muy escasas escaramucillas sexuales de las que disfrutábamos, dio paso a una afectuosa amistad. Me sentía muy acompañado sabiendo que ella estaba en la habitación de al lado. Cuando su dormitorio quedó vacío, la verdadera soledad se apoderó de mí.
Parece que he recorrido medio mundo, aunque el parque está a no más de doscientos metros de mi casa. Hay un banco, sucio pero desocupado. Limpio la tierra, tiro las latas a la papelera y me acomodo con la esperanza de que no se siente nadie a mi lado, pero la gente tiene un sentido gregario de la vida y se encuentra a gusto cerca de los otros. La mujer gruesa que viene tras su bastón me mira fijamente, se acerca y se instala. ¡Será posible! ¡Si casi me echa del banco! ¡Vaya magras! Vamos, si por lo menos estuviera de buen ver, que uno todavía aprecia a las damas bien carrozadas.
―Buenos días, ¿no le importa, verdad?
―Por supuesto que no. ―Qué hipocresía la de la buena educación; ¡claro que me importa!
―Yo a usted le conozco de verle en el parque; vivirá por aquí cerca, claro.
―Sí, señora, vivo cerca de aquí. ―Demonio; es parlanchina y curiosa. En cuanto me descuide, me cuenta su vida o, peor aún, me somete al denominado tercer grado geriátrico propio de los abuelos aburridos y ansiosos por nutrirse de los chismes de las vidas ajenas. Esta debe de ser de mi quinta, más o menos.
―Yo vivo enfrente, mire, en esas ventanas ―y levanta el brazo de carnes temblorosas señalando el viejo bloque de ladrillo que ya existía cuando llegué al barrio, hace infinidad de tiempo.
Despliego el periódico, hago crujir su alas de papel y me concentro en la lectura, pero que si quieres arroz. Insiste y me resigno. De vez en cuando es bueno hablar con alguien con quien competir en enfermedades y poder criticar a la juventud. Eso no falla.
―Es que la juventud de ahora no respeta nada. ¿Se ha fijado en cómo está el banco? No queda uno sano en el barrio. ¿Y las papeleras? ¿Ha visto usted cómo están las papeleras? Y el suelo lleno de restos de las juergas nocturnas, que veo a los chicos desde mi ventana. Están hasta las tantas pegándole al trinqui y al fumeque, y no solo de cigarrillos.
―Señora, la única ley que se aplica en este país es la «ley del suelo». Todo al suelo: cigarros, papeles, plásticos, botes; qué sé yo. ―Lo de la ley del suelo es una gracieta que inventé hace tiempo y que nadie ha sabido apreciar, pero la dama se troncha y mueve la grasa que en tiempo fueron pechos al compás de una risa juvenil. El caso es que empieza a caerme simpática y tiene unos bonitos ojos verdes. Pasa un niñito dando traspiés bajo la mirada emocionada de su madre y mi acompañante lo contempla sonriendo.
―Qué rico, ¿verdad? Yo nunca he tenido hijos. Soy soltera, y ¡cuántas veces me he arrepentido! Pero en mi época las madres solteras… qué le voy a contar. Además, nunca encontré a la persona adecuada. Un verano, en Vegacervera, conocí a un chico que me gustaba a rabiar. Pero se acabaron las vacaciones y no volví a verlo. Ay, perdone, le estoy aburriendo; me pongo a charlar y no paro. Nos volvemos pesados los viejos.
―No se preocupe. Además, mire, yo conozco Vegacervera. Estuve allí en una ocasión. Tenía, y tiene, supongo, una ...
Índice
- Prólogo
- Tus flores son de verdad
- El hombre que no conseguía leer
- Las saltadoras de sombras
- Veintinueve años, ocho meses y un día
- El dulce aroma de las hojas caídas
- Todo, nada
- Frases hechas
- El baúl de Andrea
- 1243 GNY
- Nerea en Lisboa
- Sin pedazos de ti
- Qué bello es roncar
- Querido Gulliver
- Salsifí gelificado con espuma de boletus
- El anciano que nació hace un par de días
- Ella y él
- Lo siento
- Ángel
- La decisión de Eva
- Una historia de amor
- Gracias al viento
- Gracias, Richard
- Flores secas para la tía Berta
- El sentido de las palabras
- Más vale tarde
- El deseo de la abuela
- Saturday night fever
- El último show
- Inicio-apagar el sistema
- María
- Saint-Exupéry tiene razón… a veces
- No te quiero, Gulliver
- Lo que queda
- Soledad
- Tomi
- La ley de Occam
- Él
- El hilo azul
- Más allá de las letras
- Reservado el derecho de admisión
- Por y para vosotros
- Agradecimientos