
- 356 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
B de Bauhaus
Descripción del libro
Una clase magistral sobre diseño, arquitectura, forma, objetos y consumo en el siglo XXI. Con la A de Auténtico. Así empieza este libro, que es algo más que un diccionario: una guía esencial para entender el mundo moderno. Por qué Warhol es auténticamente falso, cómo se crean las identidades nacionales, y qué es esa extraña manía de coleccionar. También explica por qué Grand Theft Auto es un gran invento o por qué los apartamentos de Hitchcock no podrían existir. Y no es una autobiografía, pero brinda al lector la visión personal de uno de los más reconocidos expertos del mundo en el diseño y sus manifestaciones.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a B de Bauhaus de Deyan Sudjic, Guillem Usendizaga en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Arte y Teoría y crítica del arte. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
C DE COLECCIONISMO
El impulso de coleccionar es universal y se hunde en las raíces de lo humano. Es anterior a la fabricación en serie y al diseño, pero revela la naturaleza esencial de la relación que establecemos con nuestras pertenencias, cómo se comunican con nosotros, y las distintas maneras que tenemos de valorarlas. Comprender el coleccionismo nos ilustra tanto sobre nosotros mismos como sobre la naturaleza de las cosas.
Coleccionamos para consolarnos, porque estamos enganchados o para medir el transcurso de nuestras vidas (con anillos de boda o con regalos de cumpleaños). Coleccionamos porque nos atrae el brillo del metal bruñido, o su equivalente más novedoso, el negro mate; y el placer más sutil de la nostalgia del pasado cercano y el recuerdo de la historia remota. Coleccionamos objetos para saber más sobre el mundo y la gente que lo forjó. Coleccionamos para ser mejores, para demostrar que tenemos gusto, para dotar de orden, disciplina y control a nuestra vida, y algunas veces para expresar la angustia que sentimos y consolarnos de nuestra incapacidad de lidiar con el mundo. Estas son las motivaciones que los diseñadores tienen que entender y las variables que manipulan cuando crean objetos, sea cual sea su función nominal.
Coleccionar cualquier tipo de objeto aparentemente utilitario demuestra que la importancia que tienen para nosotros es de todo menos utilitaria. Cuando coleccionamos un objeto, desde una silla hasta un billete, su función nominal queda anulada. Dejamos de lado el significado original y buscamos otra cosa en ellos.
Dado que es perfectamente posible utilizar un ordenador portátil o un smartphone para escuchar cualquier emisora de radio del planeta, quizá hoy en día nadie necesite tener un aparato de radio. Pero, en cualquier caso, debería ser más que suficiente uno por miembro de la familia para cubrir todas las necesidades prácticas. ¿Cómo puedo justificar entonces el hecho de que tenga cuatro radios en mi estudio, de las cuales en los últimos ocho años solo he encendido una, tres más en la habitación, una en el baño y una más en la cocina? Conozco a un marchante de arte que tiene más de trescientas radios, la más reciente de las cuales se fabricó en 1961, mientras que algunas se remontan a 1924. Es evidente que no es la calidad de la señal y el sonido lo que explica que queramos tenerlas. Se trata más bien del hecho de que son vestigios de una época en la que un aparato de radio era un mueble que ocupaba una posición central en el hogar, tan importante como la chimenea. Se le daba la vuelta al botón y la voz distante de un locutor empezaba a llenar el aire con noticias de calamidades y rescates. Al sintonizar el aparato circular de Wells Coates para Ecko, diseñado en 1932, a la memoria vienen los nombres de emisoras que hace tiempo que han desaparecido, pero las voces que salen del altavoz son las de los locutores actuales de la BBC, no las de hombres en esmoquin que leen las noticias con pronunciación culta.
El diseño de aparatos de radio se basaba en innumerables variaciones de un tema básico consistente en la acción de sintonizar, el interruptor de apagado y los altavoces. La radio más antigua que tengo, fabricada por Brionvega, la diseñaron Marco Zanuso y Richard Sapper a principios de la década de 1960, y se distribuye en torno a una bisagra. El altavoz está en una mitad y el sintonizador en otra. Las dos mitades pueden plegarse para facilitar el transporte de la radio, o abrirse para encenderla. Los botones de control se mueven para arriba y para abajo y dejan al descubierto una tira de color. Para mí es la síntesis de un momento concreto del diseño italiano, que además nos permite acercarnos a las mentes de dos de sus diseñadores de más talento. Transformaron lo que se había convertido en un aparato cotidiano y común, y lo dotaron de la promesa, si no de la realidad, de una capacidad tecnológica superior. También tengo una Bang & Olufsen Beolit 707, diseñada con la austeridad de un ayuntamiento danés de la década de 1950; y un radiodespertador Braun, una caja extraña de la que la rejilla transparente de plexiglás se ha despegado y deja ver el altavoz de cartón antes oculto.
Y están además los billetes. Guardo uno de cien mil liras turcas que tiene diez años y es una lección de iconografía nacional y de economía. En una cara aparece Kemal Ataturk, el fundador de la Turquía moderna, con un traje cruzado y un pañuelo en el bolsillo mientras recibe un ramo de flores de un grupo de niños, a la manera de los dictadores, sean del país que sean. En la otra cara, menos convencional, figura por partida doble. En un cameo se le retrata en uniforme como si fuera una estatua ecuestre, blandiendo la espada. La otra imagen, de mayor tamaño, lo muestra en cuello de camisa de esmoquin y corbata a rayas, sonriente tras un mechón de pelo que le cubre parte de la cara. Después de la emisión de este billete, Turquía ha decidido denominar de nuevo su moneda, prescindiendo de varios ceros, pero ha conservado a Ataturk y su camisa de etiqueta. Conservo el billete en un cajón de mi estudio, junto a un certificado de divisas del Banco de China que parece un cupón de cigarrillos, un dólar de Singapur con un junco en una cara y la estación terrena de comunicaciones por satélite de Sentosa en la otra, y un billete del Banco de Reserva de la India. El billete indio cuenta con la garantía del gobierno central y tiene una docena de marcas de alfileres que han utilizado propietarios anteriores para ponerlo a buen recaudo. Poseo varios billetes con imágenes de arquitectos. Tengo enmarcado en la pared del estudio el billete de veinte libras del banco Clydesdale en que aparece el segundo arquitecto más famoso de Glasgow, Alexander Greek Thomson. Se emitió en 1999 para celebrar el año en que Glasgow fue ciudad de la arquitectura y el diseño. Lo diseñó personalmente Fred Goodwin antes de dejar el Clydesdale y hundir el Royal Bank of Scotland.
El billete actual de diez francos suizos en el que aparece Le Corbusier está en un sobre, junto a un billete de cincuenta marcos finlandeses en el que figura Alvar Aalto y el billete esloveno de quinientos tólares con Jože Plecnik, el arquitecto de la biblioteca universitaria de Liubliana, inmortalizado con pajarita, un sombrero de ala ancha y barba, y un billete antiguo austrohúngaro de mil coronas que mi abuela apartó por si venía una época de vacas flacas.
Tengo el billete de diez florines holandeses, que es el que más cerca ha llegado de la abstracción absoluta, y el billete de diez dólares de Hong Kong, que se le parece muchísimo. No se trata en absoluto de una colección, tal como la entendería un coleccionista. Pero me interesa lo que esta acumulación aparentemente aleatoria de billetes nos dice sobre cómo deciden presentarse los países y lo que eso nos descubre sobre ellos.
Carezco de disciplina para ser un coleccionista tal como lo entienden los coleccionistas. No siento el deseo de reunir un ejemplar de todas las radios Braun que se han fabricado, del mismo modo que nunca fui muy organizado con los sellos y nunca acabé de decidir si lo que buscaba eran series completas o una cronología completa.
Llenar una libreta de cabo a rabo me parece imposible; salto del final al principio, utilizo tres páginas aquí y media página allá, y a veces escribo en un sentido y a veces en el otro. Estoy contento con unas cuantas radios en mi escritorio, a un estante de distancia de la hilera de sillas modernas clásicas en miniatura. Estas, desde luego, no pretenden tener otra utilidad que ser coleccionadas y que se las coloque en un estante como se haría con una fila de pisapapeles de la torre Eiffel bajo la nieve. El deseo de coleccionar responde a la compulsión de comprar, clasificar, colocar y arreglar, y así poner orden.
Las colecciones de los museos públicos tienen otra finalidad; se utilizan para que los países o los gobernantes transmitan una imagen de sí mismos, desde el pillaje triunfalista de Italia por parte de Napoleón para llenar el Louvre, hasta el objetivo de reforzar la identidad nacional que subyace al interés de la Grecia moderna por los mármoles del Partenón. También podemos considerar la decisión de la Tate de Londres de dividirse en Tate Britain y Tate Modern como el intento de mostrar una mayor sensibilidad ante la idea cambiante que Gran Bretaña tiene de sí misma. En cierto modo, las colecciones públicas y privadas se solapan. A algunos coleccionistas los mueve la satisfacción privada, mientras que a otros los consume la necesidad de reconocimiento público, algo que va más allá del entorno personal y que cae en la vanidad. Armand Hammer, por ejemplo, tuvo la suficiente confianza en sí mismo para atreverse a ponerle a un manuscrito de dibujos de Leonardo da Vinci el nombre de Códice Hammer, por la sencilla razón de que había sido suyo durante catorce años. No es el nombre con el que lo designa Bill Gates, su propietario actual.
Una forma de entender el coleccionismo es verlo como la acumulación de las reliquias adecuadas con que llenar la capilla destinada a inmortalizar el nombre de su fundador, una versión moderna del ajuar funerario de papel que se usa entre los chinos o de los objetos que acompañaban a los faraones a la tumba para que en el más allá tuvieran las necesidades cubiertas. Sin duda, es la impresión que uno se lleva del Metropolitan de Nueva York, al que se legaron algunas colecciones con la condición de que se expusieran exactamente como las tenía el donante en su casa, recreando detalladamente las distintas estancias.
Hay una interpretación más matizada del coleccionismo que va más allá del estatus, la muerte y los beneficios, y que plantea la colección como una oportunidad de imponer control y orden en esa parte minúscula que está a nuestra alcance del desorden del universo. Puede parecer que incluso los coleccionistas más célebres no tienen una idea clara sobre la razón por la que coleccionan, pero su vida da algunas claves. Cuando Jean Paul Getty era el hombre más rico de Estados Unidos, tenía en alerta continua a una serie de proveedores de arte. Desde la década de 1960 hasta el principio de la de 1970, mes tras mes, un flujo al parecer inagotable de contenedores embalados cuidadosamente, que solo podían abrirse en ambientes climatizados, viajaba de un lado al otro del mundo acompañado de técnicos con guantes blancos de algodón. Dentro de estas cajas de bella factura, en las que estaba escrito su nombre, había tapices franceses, muebles rococó, libros únicos, pinturas, esculturas y platería que en ocasiones el propio Getty ni veía. No dejaba de decirse a sí mismo, y de decirle al mundo, que había dejado de coleccionar, que había parado en 1964, pero siempre había otro Rubens que comprar, otro jarrón u otro Seurat.
Sus agentes compraban las piezas en las salas de subastas y a algunos marchantes concretos. Algunas las enviaban directamente a Malibú, al museo que llevaba su nombre, del que pagó la construcción y del que afrontaba todos los gastos corrientes, pero que nunca visitaba. Algunas obras las donó a otros museos. Unas pocas acabaron en su casa de Inglaterra.
No siempre fue así. La alfombra de Ardebil de casi ocho metros de longitud, tejida en el siglo XVI, que compró en 1931 por setenta mil dólares y que se conoce como “la mejor alfombra persa del mundo”, pasó algún tiempo en el suelo de su apartamento de Nueva York. Lo que Getty no señaló es que formaba parte de un par de alfombras que compró un marchante británico en 1870, y que la suya había sido sacrificada en parte para restaurar la versión más grande, que todavía se conserva en la colección del Victoria and Albert Museum de Londres. Getty dijo que rechazó una oferta de doscientos cincuenta mil dólares del rey Faruk de Egipto, que se la quería regalar al sah de Persia para su boda. Poco después de comprarla, Getty la donó al Los Angeles County Museum of Art. En sus memorias, escribió que “se ha dicho que la alfombra es demasiado buena para que la vean ojos cristianos, pero a mí me pareció que era demasiado buena para que la viera poca gente, así que la doné al museo”.
En el caso de Getty, el coleccionismo empezó con una obsesión personal por los vestigios griegos y romanos, los muebles franceses y la pintura europea. Después, un puñado de visitantes pudo admirar su peculiar colección en los pocos días que su segunda residencia de Malibú abría al público. Cuando Getty se trasladó a Europa, dejó a sus espaldas un museo privado de nueva construcción, concretamente en la forma de una recreación arqueológicamente exacta de una villa pompeyana. Después de la muerte de Getty, sus fideicomisarios invirtieron dinero en una serie de edificios nuevos que iban a conformar el enorme Getty Center, con su archivo, sus centros de estudio y el museo. Es improbable que la obra arquitectónica, de Richard Meier, hubiera sido del gusto de su benefactor, dada su resistencia a comprar nada posterior a los impresionistas, y a juzgar por esta observación de 1970: “Me niego a pagar por una de esas estructuras tipo búnker de cemento que están de moda entre los arquitectos de museos, o por una monstruosidad de acero inoxidable y cristal tintado”.
¿Qué impulsó a Getty a coleccionar de forma tan compulsiva cuando era tan precavido económicamente que mandó instalar un teléfono de pago en Sutton Place, su mansión Tudor en Surrey? Getty tenía suficiente confianza en sí mismo como para construir una versión de la historia que presentaba la colección como un placer personal y un deber cívico al mismo tiempo. En 1965, Getty publicó The Joys of Collecting [El placer de coleccionar], más un panfleto que un libro, en el que decía que esperaba que “la gente de la región de Los Ángeles interesada en mi colección disfrutara” del museo, “modesto y sin pretensiones”. De manera más reveladora, define el coleccionismo como “una de las actividades humanas más estimulantes y satisfactorias”. Getty habla del “placer de conseguir lo que quieres”. Parece que el placer que Getty obtenía de su colección procedía de afirmar su punto de vista contra el de la masa, de demostrar que hacía las cosas a su manera. Según Getty, “seguir a la multitud no proporciona una auténtica satisfacción”. Pero no era ajeno a lo que los otros decían y pensaban de él. Tenía la suficiente susceptibilidad como para no olvidar nunca un desaire, y el suficiente espíritu de combate como para intentar decir la última palabra. Recoge las palabras de un crítico que lo acusaba de diletantismo: “Paul Getty solo compra lo que le gusta y carece del objetivo acotado y la especialización que […] deberían caracterizar a una colección”. Y luego, para justificarse, cita a sir Alec Martin, presidente de la casa de subastas Christie’s, una institución de la que Getty era un cliente importante. Martin manifestaba estar “bastante harto de esas colecciones completas impersonales que alguien escoge para otro”, y proseguía con elogios a la enorme aportación a la sociedad que representaba la colección de Getty.
En A mi manera, su combativa y locuaz autobiografía, Getty retoma todas las noticias publicadas sobre él, desde citas inexistentes en el bar del hotel Pierre hasta la recepción que los críticos, a los que a menudo ataca, dedicaron a su colección y a su museo. Escribe que “reconstruir la villa de los papiros se consideró poco convencional e impropio de un museo, con lo que supongo que querían decir que no tenía el aspecto de modernidad carcelaria de tantos otros”. Pero lo único que tiene que hacer el impasible Getty, que así se autocalifica, es esperar el tiempo suficiente, al cabo del cual ya puede citar al crítico del Los Angeles Times afirmando que se trata del mejor museo de Estados Unidos.
Más adelante, Getty explica que al haber donado la colección, haber pagado la construcción del museo y hacerse cargo de los salarios y gastos corrientes (unos costes que desglosó hasta el último centavo), cada uno de los trescientos mil visitantes anuales le costaba diez dólares, o tres, después de la desgravación fiscal.
The Joys of Collecting muestra que se pueden trazar comparaciones pertinentes entre cuadros de distintas épocas a partir de la mirada ilustrada del coleccionista: “Rafael y Renoir pueden estar cómodamente en la misma sala”. Sin embargo, hacer hueco al op art habría sido ir demasiado lejos para Getty.
El diario que Getty escribió de 1938 a 1976, en libretas de espiral siempre iguales, ofrece claves más interesantes acerca de qué le movía. Hoy en día todo el texto está digitalizado y, a excepción de los pasajes políticamente sensibles sobre sus tratos con las familias reales saudí e iraní, puede consultarse en internet. En una letra que con los años va y viene de lo caótico e ilegible a lo laboriosamente infantil, anota sus visitas a museos medio vacíos. Deja constancia de una mansión del siglo XIX que le impresionó y que pensó que “debía de haber costado dos millones de dólares con el mobiliario y las obras de arte”. En ese mismo tono de inventario, apunta su tensión arterial, el estado de conservación de unos taburetes de su propiedad, la hora del tren que le llevó a Dover y el precio que pagó por unas acciones de empresas petroleras. Anota su primer encuentro con el precursor de los marchantes de arte contemporáneo, lord Duveen, que, con las atribuciones pertinentes que le otorgó Bernard Berenson, proporcionó a los magnates estadounidenses todo lo que deseaban en cuanto a cultura.
Duveen era el Gagosian y el Jopling de la época: trataba con fortunas recientes de la costa este de Estados Unidos y comerciaba con grandes maestros en lugar de con oligarcas ucranianos y Damien Hirst, pero les ofrecía la misma gama de servicios. Getty decía que Duveen aparentaba “cincuenta y cinco, pero tenía sesenta y nueve”. Anotó que en un año Henry Frick se había gastado siete millones de dólares con Duveen, incluyendo la adquisición “por 1.250.000 dólares de la sala Fragonard, que el marchante había comprado a Morgan”. Sobre su primer trato con Duveen, Getty señala: “He comprado una alfombra que había pertenecido al sultán de Turquía, tomada como botín en Viena en 1689”. Pasa entonces a dejar constancia de su tamaño, sus anteriores propietarios y lo que pagó por ella. Es evidente que Getty no se mostraba escrupuloso por su procedencia dudosa. Tal como él mismo reconocía, puede que la alfombra de Ardebil también proceda de un saqueo. Getty sugiere que tropas rusas se la podrían haber llevado del santuario para el que fue tejida.
A juzgar por el caso de Getty, hay algún tipo de conexión entre el impulso de coleccionar y la disciplina de escribir un diario. En cierto sentido, un diario es una colección de momentos. Desde luego, es cierto que un diario intenta poner algo de orden en la confusión del mundo, y quizá el coleccionista de obras de arte busca en ellas un tipo de registro similar. Nadie leería el diario de Getty por su calidad literaria. Henry James y Walter Benjamin son mucho más elegantes. El diario de Getty es un ejemplo del reto al que se enfrentan los investigadores en un momento en que hay acceso inmediato a tantas fuentes. A los investigadores no les basta con acceder a un archivo, sino que tienen que hacer algo con el material.
Tanto a James como a Benjamin les fascinaba la idea de coleccionar, y también se pasaron la vida coleccionando impresiones para sus diarios, enumerándolas y archivándolas. Reflexionaron sobre el significado de las colecciones y los museos. En su novela El expolio de Poynton, James escribió: “‘Las cosas’ eran desde luego la suma del mundo; solo que, para la señora Gereth, la suma del mundo eran los muebles franceses más exquisitos y la porcelana oriental. Como máximo podía imaginarse gente que no los tuviera, pero no podía imaginarse gente que no los quisiera y que no los echara de menos”.
Walter Benjamin examinó el impulso del que parte el coleccionismo en un célebre párrafo del Libro de los Pasajes. Escribió:
Para el coleccionista el mundo está, ya no presente, sino ordenado en cada uno de sus objetos. Solo es necesario recordar la importancia que un coleccionista particular atribuye no solo al objeto, sino a todo su pasado, sea en lo referido al origen y a las características objetivas de la cosa, o en cuanto a los pormenores de su historia externa, anteriores propietarios, precio de compra, valor actual, etcétera. Para el verdadero coleccionista, todos estos datos “objetivos” se reúnen en cada una de sus pertenencias y forman una enciclopedia mágica entera, un mundo ordenado, cuyo centro está en el destino de los objetos. Basta con observar a un solo coleccionista mientras maneja las piezas de su vitrina. Apenas las sostiene en la mano, parece como si le inspiraran y se diría que ve a lo lejos a través de ellas, como si fueran un presagio del futuro.
Benjamin, que era muy especial con sus propias libretas, nunca vio los diarios de Getty, pero podría estar describiéndolos.
A pesar de su grandioso éxito empresarial y de la despreocupada confianza en sí mismo de sus memorias, hay aspectos de la historia personal de Getty que apuntan a un hombre movido por compulsiones y ansiedades. A medida que se fue haciendo mayor, sintió un miedo cada vez más fuerte a volar. El coleccionismo le ofrecía consuelo. La vida no sigue una pauta, pero una colección, aunque en buena parte no la veía, sino que simplemente mandaba que se constituyera, podía otorgarle la sensación de consistencia interna que proporciona una meta, una estructura, un significado y, sobre todo, control.
Sigmund Freud dedicó bastante atención a la psicopatología del juego, una adicción que no tenía, y al hecho de fumar, una adicción que sí tenía. Pero se ocupó menos del coleccionismo, que en su caso era compulsivo. En 1938, justo antes de que Freud se viera obligado a abandonar la Viena controlada por los nazis y exiliarse en Londres, Edmund Engleman fotografió los aproximadamente dos mil objetos que Freud había comprado en los cuarenta años anteriores, desde la muerte de su padre. En el escritorio tenía una representación de Isis amamantando al bebé Horus, anterior al 664 a. de C. Compró estatuas griegas y romanas y piezas antiguas de cerámica china. Gracias a las fotos de Engleman, c...
Índice
- Cubierta
- Portadilla
- Créditos
- Índice
- A de auténtico
- B de Bauhaus
- B de ‘Blueprint’
- C de Chareau
- C de coche
- C de cocina
- C de coleccionismo
- C de cremallera
- D de diseño
- D de diseño artístico
- D de diseño crítico
- E de expo
- F de función
- G de ‘Grand Theft Auto’
- G de guerra
- G de gusto
- H de Habitat
- I de identidad nacional
- I de imperfecto
- J de Jim Nature
- J de Jumbo
- K de Kaplický
- K de Krier
- L de logo
- M de manifiesto
- M de moda
- M de museo
- O de ornamento
- P de película
- P de posmoderno
- Q de QWERTY
- R de Rams
- S de silla
- S de Sottsass
- S de suburbio
- U de Utzon
- V de Viena
- X de Xerox
- Y de YouTube
- Agradecimientos