Divagaciones rossinianas
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Divagaciones rossinianas

  1. 258 páginas
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Divagaciones rossinianas

Descripción del libro

Estas "divagaciones" recogen las reflexiones heterogéneas de un músico que se encontró casualmente con la obra de Rossini, y quedó tan fascinado por ella que decidió dedicarle gran parte de su energía y de su vida. No es una biografía, ni un análisis técnico-artístico de la producción rossiniana: es un relato escrito por un entusiasta de su obra, y el fruto de una larga experiencia. Músicos, musicólogos, cantantes, directores de orquesta, oyentes y aficionados encontrarán aquí sugerencias, consejos y reflexiones útiles para profundizar en el repertorio de este compositor, tan fácil de abordar como difícil de comprender.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788416142880

XI

LECTURAS ROSSINIANAS

IL SIGNOR BRUSCHINO.
UNA FARSA MUY SERIA

Las exageraciones farsescas son responsables de que se haya considerado a Il signor Bruschino como un epígono del intermedio cómico, napolitano o no, impidiendo así captar los novísimos fermentos que colman su música y texto. En efecto, este título cuenta con una temática que inaugura la etapa de la ópera cómica moderna, donde los personajes abandonan la dimensión caricaturesca para convertirse en abstracciones cargadas de significados imprevisibles, mucho más intrigantes de lo que las situaciones dramatúrgicas parecerían consentir. Las características morfológicas de esta música están tan perentoriamente definidas y son tan diferentes de las habituales que sorprende que no desataran reacciones tempestuosas, tanto en el consenso como en el disenso (no me refiero al comportamiento del público del estreno, condicionado por irracionales factores contingentes), y que por el contrario fueran recibidas como un desarrollo natural de lo saboreado hasta entonces. Nuestra generación tampoco ha captado del todo su novedad y valor. En su justificación juega el escaso conocimiento del teatro musical que circunda al fenómeno Rossini y la persistente tradición que encuadra al músico de Pesaro entre los compositores versados específicamente en lo cómico (e incluso aquí con límites despistantes). Los estilemas de la musa jocosa de Rossini hacían referencia a los de Il barbiere di Siviglia, su única ópera realmente conocida. De ahí las connotaciones de una comicidad ambigua, en equilibro no siempre feliz entre comique absolu y comique significatif, entre realismo inteligente y abstractismo profético, entre una creíble dimensión psicológica de personajes y situaciones y el forzamiento genial del juego.
Desde esta perspectiva, la comicidad de Il signor Bruschino, enteramente volcada en lo fantástico, podía parecer limitada y pobre de contenidos. Por ejemplo, el sorprendente sonido de los portavelas de lata percutidos a tempo por los arcos de los violinistas durante la sinfonía solo pareció una curiosa ocurrencia, mientras que anticipaba el intonarumori de los futuristas; o bien el irresistible tic de Bruschino, “Uh! che caldo”, una salida graciosa y no la turbación psicosomática de un hombre que va perdiendo su identidad; o también el homérico rebuzno del hijo (“padre mio – io io io io, son pentito – tito tito tito tito”) en el contexto de una increíble marcha lúgubre que convierte en burla el antiquísimo rito de la agnición.
En cuanto a la sustancia musical, baste decir que en esta breve partitura de un joven casi primerizo están presentes, perfectos y completos, todos los rasgos de un genio que a sus muchos conocimientos añade inéditas intuiciones tímbricas, el áureo sentido de la construcción formal, un discurso vocal que condensa lo mejor de la tradición clásico-barroca y la proyecta hacia el futuro, la perentoriedad de una inspiración que fija indeleblemente los caracteres de un código musical que hasta la última nota de su desmedida producción futura conocerá enriquecimientos y desarrollos, no cambios bruscos y evoluciones inesperadas.

L’EQUIVOCO STRAVAGANTE.
EXTRAVAGANTE ASUNTO PARA UN EXTRAVAGANTE ESPECTÁCULO

Bolonia, sede de una de las más antiguas universidades de Europa, es conocida por un espíritu goliardesco divertido y chusco que de los numerosos estudiantes que residen en la ciudad durante el curso escolar ha pasado por contagio a sus habitantes, como prueba una tradición literaria consolidada (pensemos en el poema heroico-cómico La secchia rapita de Alessandro Tassoni, o en la comedia madrigalesca L’Amfiparnaso, puesta en música por Orazio Vecchi).
Por ello es fácilmente imaginable el clima en que maduró el proyecto de una ópera cómica compuesta por un radiante Gioachino Rossini de diecinueve años, con libreto de Gaetano Gasbarri, otro osado personaje, cultivador de imágenes literarias de doble sentido ocultas bajo extravagantes metáforas mitológicas, florentino de cuna pero activo en aquellos años en Bolonia. Para Rossini, que en Bolonia tenía el empleo de Maestro al clave y Director de Coro en la temporada lírica otoñal de 1811 en el Teatro del Corso, la invitación para montar L’equivoco stravagante constituyó su primera ocasión de medirse con un denso melodrama en dos actos, tras su debut del año anterior en el veneciano Teatro San Moisè con La cambiale di matrimonio, la más breve de las cinco farsas de las que es autor. Rossini ya se había enfrentado a un melodrama en dos actos, Demetrio e Polibio, pero esta ópera, representada años más tarde, había ido componiéndola a saltos, aria tras aria, para complacer a la familia amiga de los Mombelli –cuando el compositor no había emprendido aún su actividad profesional– y conociendo apenas el desarrollo completo de la trama, que iba inventando día tras día la propia señora de la casa, como él mismo contaría más tarde.
Tuvo que tratarse de un encargo de último momento, ya que en el cartel que anunciaba “dos óperas cómicas” para la temporada de aquel año, solo una, el Ser Marcantonio de Stefano Pavesi, figuraba con su título y autor, mientras que para la segunda la fórmula “por determinar” advertía de que el título estaba aún por decidir. Este dato, indicio de una urgencia excepcional en una época en la que los plazos cortos eran la regla, puede justificar el apresuramiento de un libreto que alterna imágenes agudas con otras banales y vulgares y de una partitura que presenta páginas de cuidada factura (todos las piezas concertadas, por ejemplo, y las piezas de conjunto) y otras desiguales en la forma y desordenadas en la exposición de sus ideas musicales, aunque dotadas de la habitual fortuna inventiva.
El libreto, farragoso y arrítmico, se recrea en detalles insulsos y olvida los nudos capitales: de ello deriva una definición desequilibrada de los personajes, que al final resultan evanescentes y poco creíbles. La historia está mal contada: baste señalar que el tema central, el del equívoco extravagante que anuncia el título, se manifiesta solo en el segundo acto, en el curso de un largo recitativo seco, y luego se desarrolla de modo sumario, con manifestaciones de dudoso gusto (dúo Ernestina-Buralicchio) y artificios de escasa fantasía (aria final de Ernestina vestida de soldado, que no obstante halla en la música la ocasión de proporcionar a la prima donna un momento triunfal, hasta el punto de que su intérprete, Maria Marcolini, la quiso transportada, tal cual, y además con el mismo vestuario, en La pietra del paragone).
Pedir a un Rossini de diecinueve años que pusiera remedio con sus conocimientos de construcción musical a los desequilibrios de semejante libreto era pretender demasiado. Sin embargo, también en esta ocasión se muestra Rossini como un teatrero de raza, llegando a trazar un melodrama con pies y cabeza, sin perderse en una fragmentación anecdótica de gestos bufonescos más adecuados a un intermedio cómico que a la ópera jocosa. Su predisposición natural para construir arquitecturas armoniosas y de amplio aliento se manifiesta de pleno en las piezas concertantes: la Introducción, los Finales Primero y Segundo, el Cuarteto del Primer Acto, el Quinteto del Segundo, páginas que nada tienen que envidiar a las similares creaciones posteriores y aquí convertidas en el esqueleto de un discurso que de otra forma resultaría deshilachado y vago.
Lo confirman el placer del oyente, invitado constantemente a una sonrisa divertida, y el éxito posterior de muchos temas llevados, idénticos o ligeramente modificados, a numerosas creaciones de Rossini de primer nivel: además de las muchas páginas que pasaron a La pietra del paragone, hallamos temas de esta ópera en L’inganno felice, Ciro in Babilonia, La scala di seta, Tancredi, L’italiana in Algeri, Il turco in Italia, Elisabetta, regina d’Inghilterra, Le nozze di Teti e di Peleo, La Cenerentola... Esta cosecha de autopréstamos, dejando a un lado la buena calidad del material utilizado en L’equivoco stravagante, demuestra que Rossini no se hacía ilusión alguna sobre las posibilidades de supervivencia de esta ópera tras sus tres tempestuosas representaciones boloñesas, sea por el atropellado libreto que le había creado problemas con la censura, sea por un resultado artístico que, sin duda, no había satisfecho las ambiciones de quien estaba destinado a ser el operista más importante de la época.
El protagonista masculino, Gamberotto, se presenta –inusualmente ya en la Introducción– con un aria (“Mentre stavo a testa ritta”) de contenido tan insulso y genérico (¡habría buscado ser una hipérbole cómica, como sucede a menudo en la presentación de personajes bufos, del Podestà de La finta giardiniera de Mozart al Don Magnifico de la Cenerentola de Rossini) que ni siquiera la inagotable fantasía del Maestro logra que sea una digna salida del personaje principal.
No mejor suerte le corresponde al deuteragonista Buralicchio, a pesar de que la Cavatina “Occhietti miei vezzosi” se valga de un tema tan querido para Rossini que lo recicla de La cambiale di matrimonio y lo reutiliza en Il turco in Italia. Gamberotto y Buralicchio dan vida al primero de los numerosos duelos entre bassi que serán una constante en todas las sucesivas óperas cómicas y semiserias de Rossini; como sucederá a continuación, la vocalidad que les es asignada, que va del silabeo monosilábico a difíciles piezas de agilidad distribuidas ecuánimemente entre los diferentes registros y del canto spianato al de carácter, requiere intérpretes de valía. Y como siempre uno de los dos papeles (en este caso el de Buralicchio), insiste principalmente en el registro centro-agudo que se convertirá en prerrogativa del barítono, mientras que el otro exige un auténtico bajo dotado de todos los recursos técnicos y vocales.
Gamberotto, padre ambicioso y aldeano enriquecido, ansioso como todos sus iguales por encontrar para su hija un marido digno de su nueva condición social, adquiere espesor por su frecuente aparición en escena en situaciones que lo obligan a interpretar estados de ánimo de variada naturaleza, mientras Buralicchio, lánguido y presuntuoso pretendiente, tiene pocas ocasiones de enriquecer una figura destinada a ser genérica. Tras la presentación, los dos bajos se unen en un divertido duettino, antecedente de memorables momentos bufos que, aun con esos exagerados tonos suyos que nacen del pesado texto de Gasbarri, alcanza momentos de irresistible comicidad; admirable demostración del poder transfigurador de la música cuando procede de una mente luminosa. Rossini asigna a Gamberotto otra importante Aria del Primer Acto (“Parla, favella”), en la que Buralicchio y Ernestina están presentes como partiquinos, y una tercera en el Segundo Acto (“Mio germe che di Pallade”), decisión que contribuye a alterar el equilibrio dramatúrgico del personaje respecto al de Buralicchio.
Les corresponde a los dos jóvenes –Ermanno, tenaz enamorado destinado a ganar, y Ernestina, melancólica víctima de un mal de amores que halla en su ardiente cortejador la medicina que la ha de curar– conferir a la ópera la vivacidad y el brío que aseguran su éxito.
En esta tarea son ayudados por Rosalia y Frontino, una pareja de graciosos e inteligentes criados que completan el reparto canónico que establece la tradición de la ópera bufa, y que aquí se muestran como prototipos ejemplares de papeles complementarios de relieve. Rossini les destina dos deliciosas arias di sorbetto: en el Primer Acto la de Rosalia (“Quel furbarel d’amore”); en el Segundo la de Frontino (“Vedrai che poco nascere”), que añaden importancia a su constante enfrentarse a los protagonistas.
Frontino es tenor de carácter, de voz central, al que se exigen eximias dotes de actor para interpretar los largos y significativos recitativos que le asigna el libretista. Rosalia presenta el habitual dilema que plantean muchos roles que Rossini asigna a las seconde donne: ¿iría mejor a una soprano de espesor consistente o a una mezzosoprano aguda? La tradición nos enseña que la seconda donna de Rossini tendría que ser una soprano, pero la tesitura del papel, muy baja, invita a buscar otras soluciones.
A Ermanno, galán de antología, le corresponden algunas de las melodías más sinceras e inspiradas de Rossini, expuestas ya a partir de la Introducción, cuando el joven se acerca a la casa de Ernestina (de la que está enamorado aun antes de encontrarla) para tratar de entrar con la ayuda del criado de la joven, su amigo y cómplice Frontino. Su ardor debe de ser muy poderoso si es capaz de resistir al impacto con una mujer pretenciosa y ridícula llevada de una desmedida pasión por la literatura y la filosofía, materias para las que su talento natural y ambiente familiar no parecen haberla predispuesto. Precisamente son sus románticos anhelos los que dan sentido a la historia, haciendo que germinen de forma convincente en la muchacha unos tiernos sentimientos capaces de transformarla de personaje caricaturesco en mujer real y luchadora. A Ermanno se le asignan, además del hermoso arioso de la Introducción, dos arias solistas, colocadas ambas inusualmente en el Segundo Acto. En la primera (“Sento da mille furie”), precedida de un ardiente Recitativo Instrumentado, el joven da rienda suelta a su desesperación al verse arrojado de la casa por Gamberotto y obligado a alejarse de su amada; el aria tiene forma tripartita, y por su duración se propone como autorizado contrapunto del Rondó final de Ernestina. En la segunda (“D’un tenero ardore”), Ermanno canta a la prisionera Ernestina una fresca melodía, alejada de las tentaciones del virtuosismo acrobático, que contribuye a crear en la disparatada historia un personaje humano y creíble.
El largo y complejo rol de Ernestina, de puro cuño belcantista, como conviene a la intérprete que lo inspiró, aquella Maria Marcolini amiga y profunda admiradora de Rossini que veremos como prima donna assoluta en su creación de Ciro in Babilonia, La pietra del paragone, L’italiana in Algeri y Sigismondo, cuenta con dos arias de gran respiro y ardua ejecución. En el Primer Acto, Ernestina se presenta con una Cavatina con Coro “Nel cor un vuoto io provo” distribuida en varias secciones unidas entre sí con dificultad (una dificultad que sorprende en un autor tan atento a los valores formales), pero que quizás justifica su intención en su propósito de mostrar la confusión que altera el ánimo de la inquieta heroína, a la búsqueda de no se sabe qué. En el Segundo Acto la diva concluye dignamente su papel con la citada Escena y rondó con coro “Il periglio passò” que conduce al final feliz con una espectacular girándula de artificios vocales de enorme dificultad.
A los dos jóvenes enamorados se les reservan momentos donde Rossini impone a viva fuerza el timbre del genio: en el Primer Acto, el Dúo “Sì, trovar potete un altro” donde Ermanno empieza a tejer la tela de araña del cortejo, y el Cuarteto “Ti presento a un tempo istesso” durante el cual Gamberotto presenta a su hija a Buralicchio, el prometido para el que ella reserva la materia, y a Ermanno, el supuesto preceptor de filosofía al que destina el espíritu; en el Segundo, el Quinteto “Speme soave”, un número que se repetirá tal cual en La pietra del paragone.
Ernestina, el personaje que más canta en esta ópera (en obsequio de la gran Marcolini), brilla de nuevo en un divertido dúo con Buralicchio “Vieni pur, a me t’accosta” donde el pretendiente, que ha caído en la trampa que le ha tendido Frontino para favorecer a Ermanno, se distancia de su prometida al tomarla por un eunuco disfrazado. Ernestina, conquistada ya por el amor de Ermanno, debería sentirse muy contenta al verse libre de un compromiso que desdeña, y sin embargo exhibe un celoso y nuevo interés por Buralicchio, explicable solo como fogosa reacción femenina a la ofensa de la repulsa.
El rol tenoril de Ermanno no es especialmente virtuosístico: se le exige una bella y sólida voz y una técnica ágil, pero no acrobática. Por contra, el rol de Ernestina es uno de los más difíciles y emblemáticos que puedan corresponder a una contralto de Rossini. Exige un centro-grave poderoso, pero al mismo tiempo presenta insidiosas incursiones hacia el agudo, todo ello aderezado con momentos de agilidad de fuerza alternados con otros de canto dulce y spianato.
Nos queda hablar de los Finales Primero y Segundo. Aunque no cuentan entre los memorables, los de L’equivoco stravagante se confirman también como piedras miliares de la arquitectura de Rossini, confiriendo una dinámica endiablada y fecundidad inventiva al irregular desarrollo del relato dramático. Del libretista Gasbarri se puede hablar muy mal, pero hay que reconocerle que las hipérboles de su vocabulario clásico-plebeyo remiten a imágenes en absoluto banales, sobre todo cuando se refieren a una mitología irónicamente revisada o cuando aluden a personajes famosos de la historia o la literatura. Su léxico no contiene solo dobles sentidos vulgares y chanzas arriesgadas: también hallamos hábiles y sabrosos juegos de palabras, y el asunto, que osa evocar el tabú de la identidad sexual, introduce un tema inédito en la historia del melodrama.
Por un juego del destino, me tocó a mí, aún no convertido al rossinismo, traer de nuevo a la luz esta ópera, desaparecida de las carteleras inmediatamente después de su estreno boloñés de 1811: fue en Siena, en 1964, durante el festival de otoño de la Accademia Chigiana, en una adaptación libre de Vito Frazzi que hoy el experimentado Zedda criticaría duramente. Expié mi involuntaria culpa en 1999, cuando dirigí en el Festival de Wildbad la primera edición “filológica” de L’equivoco stravagante, editada a partir de las fuentes manuscritas por Marco Beghelli y Stefano Piana por encargo de la Deutsche Rossini Gesellschaft (y más tarde también de la Fondazione Rossini), ejecución documentada en una grabación en vivo de la Naxos.

LA PIETRA DEL PARAGONE.
AMABLE CONVERSAR DE RICOS OCIOSOS

La pietra del paragone, puesta en escena en Milán el 26 de septiembre de 1812, representó una etapa importante en la vida artística de Gioachino Rossini porque fue la primera ópera que le encargó la Scala, según Stendhal el teatro más importante de la época, y siempre un espacio cultural de referencia. Una asombrosa invitación si consideramos que el Gioachino de veinte años solo había visto representar hasta ese momento una ópera cómica en Bolonia (L’equivoco stravagante, Teatro del Corso, 26 de octubre de 1811), una ópera-oratorio en Ferrara (Ciro in Babilonia, 14 de marzo de 1812) y tres farsas en el Teatro San Moisè de Venecia (La cambiale di matrimonio, 3 de noviembre de 1810; L’inganno felice, 8 de enero de 1812, y La scala di seta, 19 de mayo de 1812). Esta última había sido un encargo del empresario del San Moisè, Antonio Cera, el 9 de enero de 1812, tras el enorme éxito obtenido con L’inganno felice (en aquella ocasión Cera escribió a la madre de Rossini: “Le anuncio también que lo he contratado para tres farsas, una en Primavera, una en Otoño y una en Carnaval”). También Demetrio e Polibio, compuesta para sus amigos los Mombelli cuando aún estudiaba en Bolonia, subió a la escena antes de las representaciones en la Scala (Roma, Teatro Valle, 18 de mayo de 1812), pero después de haber firmado el contrato. La invitación del teatro milanés se debió al éxito, realmente insólito, que Rossini obtuvo con sus primeras composiciones, aunque también influyó en gran medida el interés de dos grandes cantantes amigos y admiradores, Maria Marcolini y Filippo Galli, contratados por la Scala durante aquella temporada de ópera y destinados a encargarse también de los papeles principales de la ópera del joven debutante. Maria Marcolini había sido la protagonista de L’equivoco stravagante, donde Rossini añadió al consistente papel de Ernestina un aria en travesti (vestida de soldado) que le había gustado tanto que convenció al Maestro a incluirla en La pietra del paragone. La Marcolini también cantó el papel principal de Ciro in Babilonia en Ferrara, y probablemente fue durante los ensayos de esta ópera cuando se cerró el contrato de la Scala (el 18 de febrero de 1812 Rossini escribía a su madre: “Le informo de que me han contratado para Milán”). Filippo Galli, que aún no había alcanzado la categoría de divo que le procuró la interpretación de los grandes papeles “serios”, y que en la temporada de Carnaval de 1812 estaba encargado en el Teatro San Moisè, como Primo Buffo, del rol de Batone en L’inganno felice, se ganó hasta tal punto la estima de Rossini que el Maestro, consciente de sus extraordinarias cualidades, escribió para él un aria de importancia inusitada para el papel secundario de una farsa. A su vez Galli, que había intuido –como antes la Marcolini– que la música de ese joven genial valorizaba más que ninguna otra sus dotes de cantante y artista, se apresuró a...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. I. Libreta de estudio y de pasión
  6. II. Encuentro con Rossini
  7. III. La dramaturgia rossiniana
  8. IV. Belcanto y belcantismo
  9. V. La vocalidad rossiniana
  10. VI. Ópera bufa y ópera seria
  11. VII. Génesis del texto
  12. VIII. Problemas ejecutivos
  13. IX. Filología rossiniana
  14. X. Consejos para jóvenes artistas
  15. XI. Lecturas rossinianas
  16. Índice de nombres
  17. Índice de las óperas