
- 240 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Laicos en la nueva evangelización
Descripción del libro
Durante el siglo XX se ha valorado con nuevas luces el papel de los laicos en el desarrollo de la Iglesia, y ahora estos son llamados a intervenir con más hondura en el ámbito cultural y económico, en el contexto sociopolítico, científico y tecnológico, en los medios de comunicación y en las mil encrucijadas de los crecientes fenómenos migratorios.
El autor aborda la misión de la Iglesia, la profunda identidad de sus fieles laicos y la caridad como clave del mensaje evangelizador, desarrollando la potencia de ese mensaje en la familia, en el trabajo y en la vida pública.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Ensayos literariosSEGUNDA PARTE
IDENTIDAD Y FORMACIÓN DE LOS FIELES LAICOS
INTRODUCCIÓN
Los cristianos en el mundo, «como el alma en el cuerpo». La unidad de vida y su dimensión eclesial
Los primeros cristianos tenían claro lo que eran. No eran «extraterrestres», sino que vivían en su mundo, compartiendo las preocupaciones de sus iguales. Eran «gente» como los demás, apreciaban lo razonable, promovían la belleza de la verdad y del bien. Procuraban la unidad en las familias y en la sociedad, buscaban la paz y la justicia, les preocupaban el hambre y las guerras. Respetaban la libertad de todos, y reclamaban para sí la libertad de saberse hijos de Dios y de propagar la fraternidad universal que de ahí se deriva. Como escribía un autor probablemente a finales del siglo II, «los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo».
He aquí el contexto de esas palabras, que vale la pena recoger con cierta amplitud:
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.
Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.
Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas, leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les; sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor: Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños, y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.
Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, solo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.
El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar» (De la Carta a Diogneto, Caps. 5-6: Funk 1, 397-401).
Saltemos ahora al siglo XX. En un breve pero sustancial escrito de 1923 (ya citado en el capítulo segundo), explicando su concepto de la «visión católica del mundo», decía Guardini que esta «visión» no es una propiedad meramente individual. Más aún, solamente se verifica en aquel cristiano que vive en y de la Iglesia; y no por eso pierde su personalidad; al contrario, llega a ser enteramente él mismo en la medida en que se inserta en un órgano del todo, y así logra la «comunión» con los otros. Por tanto el cristiano, todo cristiano, solo puede mirar al mundo participando de la mirada de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, por la fe (cf. La visione cattolica del mondo, Brescia 44-46).
De ahí podríamos deducir: aquello a lo que todos los santos han aspirado, y que cada uno a su manera ha logrado, ver con los ojos de Cristo, sentir con su corazón, vivir su misma vida, identificarse con Él hasta llegar a obrar con su energía salvífica a impulsos del Espíritu Santo…, todo eso solo puede alcanzarse ¡en y por la Iglesia!
Pues bien, esto es lo que vivían los primeros cristianos. ¿Qué sucedió después, para que esta claridad de vida y conciencia, que los cristianos, la mayoría fieles laicos, tenían en los primeros siglos, se fuera perdiendo?
El capítulo quinto de Christifideles laici se titula: «Para que déis más fruto: la formación de los fieles laicos».
Partiendo de la imagen evangélica de la vid y los sarmientos (cf. Jn 15), Juan Pablo II explica las características (naturaleza, finalidades, dimensiones, etc.) de la formación de los laicos. Este es el marco del presente capítulo.
La formación de los laicos debe ser integral y permanente. Como objetivo fundamental se le señala «el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión» (n. 58). El contexto es, por tanto, el misterio y la misión de la Iglesia, tal como venimos mostrando en este libro. Dios llama a cada uno desde la eternidad, como personas únicas e irrepetibles, capaces de participar libremente en los planes de Dios. Y esa llamada se va desvelando poco a poco, en el curso de la vida y sus acontecimientos. Llama sobre todo en la adolescencia y en la juventud, aunque puede hacerlo en cualquier etapa de la existencia.
Al mismo tiempo Dios no nos deja sin luces acerca de la vocación de cada uno: «Para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre nuestra vida son siempre indispensables la escucha pronta y dócil de la palabra de Dios y de la Iglesia, la oración filial y constante, la referencia a una sabia y amorosa dirección espiritual, la percepción en la fe de los dones y talentos recibidos y al mismo tiempo de las diversas situaciones sociales e históricas en las que se está inmerso» (ibid.).
De todas formas, se añade, no basta «saber» lo que Dios quiere de nosotros; hay que «hacer lo que Dios quiere» (cf. Jn 2, 5). Y para ello «hay que ser capaz y hacerse cada vez más capaz», contando en primer lugar con la gracia de Dios, que nunca falta, pero con nuestra libertad y la consiguiente responsabilidad.
La finalidad de esta formación integral, se dice, es «la unidad». No podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que el misterio de la Iglesia es la comunión con Dios y entre los hombres, y que la Iglesia es al mismo tiempo germen de unidad en la humanidad: «Los fieles laicos han de ser formados para vivir aquella unidad con la que está marcado su mismo ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana» (n. 59).
¿De qué unidad se trata? No se trata de una unidad meramente externa, de intenciones, sentimientos o actividades, sino de una unidad en la persona de cada cristiano laico, entre su inteligencia, su voluntad y sus afectos, entre su interioridad y sus actos, de modo que cohesione y vivifique todas las esferas de su existencia. Aquí se emplea la expresión «unidad de vida», que el documento utiliza en varias ocasiones.
La unidad de vida, con referencia al laico, se explica aquí en estos términos:
«En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual”, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida “secular”, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. (…) En efecto, todos los distintos campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el “lugar histórico” del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos» (ibid.)
Este lenguaje refleja una profunda comprensión de la secularidad cristiana (que hemos estudiado al final de la primera parte) y del modo en que los laicos la viven (como veremos en esta segunda parte).
El mundo, la vida en la sociedad civil, con sus atractivos, exigencias y dispersiones, no es para los laicos un mero escenario o marco externo que poco o nada tendría que ver con su vocación y misión cristianas. Todas esas realidades temporales son, al contrario, como lo fueron para el Hijo de Dios, las coordenadas concretas en que la Palabra de Dios se encarnó para manifestar al mundo el amor de la Trinidad, y hacer que pueda transformarse en camino de santidad para todos.
Por eso señala el Concilio Vaticano II:
«El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de una y otra ciudad, a esforzarse por cumplir fielmente sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, sabiendo que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran por esto que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno (...). La separación entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerada como uno de los más graves errores de nuestra época» (Gaudium et spes, 43).
Juan Pablo II recoge, en la Christifideles laici, las valoraciones de los padres sinodales sobre la rica experiencia del camino posconciliar, en lo que se refiere a la vocación y misión de los laicos, calificándolo de un camino enriquecedor y renovador. Pero al mismo tiempo, observa, es un camino no exento de dificultades. Señala dos riesgos o tentaciones que afectan a los laicos. La segunda corresponde a la señalada por el Concilio en Gaudium et spes, y que acabamos de ver. Así lo dice el Papa polaco: »la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas» (n. 2).
La primera se refiere a un descuido de la misión propia de los laicos: «La tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político» (Ibid.).
Estas dos «tentaciones» o riesgos pueden verse como consecuencia de un doble contexto histórico-social.
De una parte, desde hacía muchos siglos, la extendida mentalidad que reservaba a los clérigos la responsabilidad de la edificación de la Iglesia, y, en consecuencia, consideraba a los laicos como meramente receptores de la salvación (lo estudiaremos al principio del próximo capítulo).
A esto se ha venido sumando, en el último siglo, la progresiva descristianización de la sociedad, acelerada a partir de la revolución industrial en Francia y Centroeuropa. Nótese bien: no se trata solo de que la fe cristiana no se acompañe de un serio compromiso temporal en el mundo (como había denunciado el Concilio); sino de que, además, la fe misma ha ido diluyéndose con la consecuencia de la descristianización general a la que en nuestros días asistimos.
Pues bien, es este fenómeno, la descristianización creciente, el que constituye la preocupación predominante de la Christifideles laici y determina su perspectiva y su forma de expresarse.
El Vaticano II había asentado fundamentos sólidos para afrontar esa situación. Y ahora el Sínodo sobre los laicos se proponía que la espléndida reflexión del Concilio sobre el laicado se convirtiera en una auténtica «praxis» eclesial (cf. ibid.).
Se imponía, por tanto, una mayor toma de conciencia del don y la responsabilidad de los fieles laicos, teniendo en cuenta la situación actual del mundo: el crecimiento del secularismo y la paradójica persistencia de la búsqueda religiosa, los ataques a la persona humana y al mismo tiempo la exaltación de su dignidad, el a...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- ÍNDICE
- PRÓLOGO
- PRIMERA PARTE
- SEGUNDA PARTE
- TERCERA PARTE
- EPÍLOGO
- REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS