los cien últimos días de berlín
PRÓLOGO
Antes de ahora no he cogido la pluma para dirigirme al público, aconsejo, por tanto, a quienes gusten de galas literarias y de profundidades filosóficas, que no lean este libro. Estas páginas interesarán tan sólo al que quiere hechos y detalles para sacar luego la conclusión por sí mismo.
Me he puesto a escribir por insinuación de mis amigos, que creen que cuanto les he contado en íntimas tertulias puede interesar al público en general, deseoso de saber detalles de la gran tragedia acaecida en Berlín. No ha sido fácil convencerme para este cometido, ya que sólo con dolor y lágrimas he vuelto a recordar los trágicos momentos vividos últimamente en Alemania.
No me guía ninguna tesis política ni pretendo echar las culpas a unos o a otros, o descargar de ellas a alguien. Creo que sólo la historia, podrá dar con el tiempo un juicio desapasionado sobre las cosas y yo me limito a reproducir cuadros y escenas por mí vividas. Si estos cuadros o estas escenas son incompletos es que mi visión lo ha sido también en el momento de vivirlos.
Escribo aún con el dolor en el alma por tantos sufrimientos como he presenciado y por tantas torturas como yo mismo he sufrido. Quisiera que estas páginas fueran acogidas con la misma buena voluntad como yo las he escrito. Son modestas pero verídicas y me dolería muchísimo que fueran causa de polémicas o falsas interpretaciones.
¡Que Dios se apiade de la humanidad y dé un descanso eterno a las víctimas innumerables de esta guerra!
EL AUTOR
I
BERLÍN 1943
No es precisamente Berlín una de las ciudades más hermosas del mundo aunque sea una de las más grandes, puesto que el ornato exterior ha sido sacrificado a la eficiencia industrial y económica. Ni tampoco se puede afirmar que el berlinés sea un hombre cortés en demasía, aunque en verdad no está exento de un fino sentido del humor. Pero a pesar de que no reúna estas excelencias, tanto el berlinés, como su ciudad, tienen algo que desde el primer momento cautiva e interesa al extranjero que llega a ella con los ojos dispuestos al asombro. Y aunque este algo no sea tan fuerte como el atractivo que cada alemán siente por Berlín hasta el extremo de no dejar pasar ningún año sin la correspondiente visita a la capital, con todo es bien cierto que Berlín ejerce una grande atracción sobre todos los demás países de Europa, pues es, como centro de estudios y como el primer emporium de la ciencia matemática y experimental, la meta de miles y miles de estudiantes del mundo entero.
Existe en Berlín un espíritu sutil e indefinible que envuelve la ciudad, espíritu que yo nunca he visto captado por completo en los libros que he leído sobre la misma y sus habitantes. Un espíritu que se hubiera podido definir como una potencialidad desconocida y misteriosa y que para hacerla plenamente evidente ha sido precisa la gran hecatombe que se ha vertido sobre la ciudad y que nos ha puesto al descubierto el temple y el alma más íntima de este desdichado Berlín.
Cuando se escriba la historia completa y minuciosa de los últimos días de Berlín se habrá consignado cuanto puede sufrir y soportar el hombre, hasta qué punto es capaz de luchar y defenderse y hasta dónde puede llevarle el amor por el suelo patrio y el ideal político.
* * *
Cuando yo llegué a Berlín en el año 1943, esta ciudad respiraba aún calma y su ritmo de vida era normal a pesar de encontrarse en el tercer año de guerra.
Fui a Berlín con el fin de cursar estudios en la Universidad Técnica de Charlottenburgo. Mis estudios iban a ser sobre ingeniería de caminos y en particular sobre aplicación industrial e iba allí porque en Berlín es donde se podía cursar con más perfección y aprovechamiento este tipo de estudios, pues se disponía de toda clase de medios y facilidades.
Más de uno se admirará de que yo tomara la resolución de marchar a Alemania a pesar de la guerra y de los peligros de los bombardeos, pero es lo cierto que no fui yo el único en tomar esta resolución; además me creía bastante curtido en materias de guerra debido a la guerra de España que yo había vivido desde el principio al fin. Y por otra parte es cierto que yo nunca llegué a presumir que los bombardeos de los cuales se hablaba tuvieran el aspecto apocalíptico que después comprobé en ellos.
El día 7 de octubre de 1943 aterrizaba yo felizmente en el aeródromo Tempelhofer Feld, después de haber atravesado la Francia ocupada y tranquila donde un año más tarde habían de desarrollarse encarnizadas luchas. Aún no había logrado hacerse notar demasiado la presencia del «Maquis» y nuestra escala en Marsella y Lyon se desarrolló con plena normalidad.
He de confesar que en mi interior iba preparado a contemplar, apenas entrado en Alemania, grandes destrucciones y, sobre todo, esperaba encontrarla rechinante de guerra y nerviosismo y mi sorpresa fue grande cuando contemplé el paisaje del grandioso aeródromo alemán que se me presentaba con aspecto de bucólica paz. Allí se veían alineados, como en tiempo normal, aviones de las más diversas nacionalidades y la cruz blanca sobre rojo de Suiza, alternaba con la amarilla sobre azul de Suecia, con el escudo de Bulgaria y la insignia de Rumanía y Hungría. Sólo allá, a lo lejos, en el fondo del aeródromo distinguíanse las siluetas ágiles de aves de rapiña de los aviones de caza. Estaban allí para la defensa eventual del aeródromo.
Otra de mis sorpresas fue el trámite de aduanas. Influido por la literatura sobre espionajes, yo me figuraba estos trámites largos y engorrosos. Pero no fue así, sino que todo sucedió en forma sumamente sencilla. La explicación estaba, en primer lugar, en que Alemania había suprimido los aranceles para toda clase de mercancías y por otra parte en que los trámites de la policía podían ser sumamente elementales ya que todo individuo que se dirigía a Alemania estaba convenientemente clasificado.
Como dato curioso he de hacer notar que en el primer momento y para captarme la benevolencia del aduanero de turno, le ofrecí unos cigarrillos, que él rechazó correctamente, pero al repetir mi ofrecimiento con un trozo de jabón, el buen hombre no supo resistir y mirándome benévolamente a los ojos, exclamó:
—Esto se lo acepto agradecido, no para mí, sino para mi nena.
Como mis conocimientos de alemán no eran muchos, yo había escrito con anterioridad a mi viaje a un amigo para que me ayudase en los trámites, a los que suponía debería someterme. Este amigo, que es español, residente hacía largos años en Alemania cuyo nombre es Paco Carrillo, debía venir a esperarme al aeródromo. Pero no le vi por parte alguna y, entonces, tuve que preguntar en qué lugar podría posiblemente esperarme. Un miembro de la Gestapo, de la guardia de fronteras, con toda corrección me advirtió:
—Su amigo, señor, le espera sin duda alguna, afuera, en compañía de los soldados de guardia, porque a ningún extranjero, ni siquiera a ningún alemán, le es permitida la entrada en el recinto del aeródromo.
Esta fue la primera anomalía que observé debido a la guerra. Bien poca cosa, por cierto.
Después de un breve interrogatorio en el puesto de la Gestapo, tanto yo como mis compañeros de viaje, sin excepción, recibimos el permiso oficial de entrada en Alemania y los tickets de alimentación para una semana.
Frente al edificio central del aeródromo, nos esperaba un autocar que nos condujo al puesto de guardia y allí encontré a mi amigo.
El coche paró tan sólo unos momentos y mi amigo subió en él. Después de los consiguientes abrazos y preguntas sobre la familia y sobre España, mi amigo me lanzó, como un escopetazo:
—¿Traes coñac? ¿Traes café?
—Sí, algo traigo de todo esto.
—Pues entonces, amigo mío, eres el amo. Porque el coñac, por estas latitudes no le vemos nunca y el café se paga a mil marcos el kilo, que viene a resultar a la friolera de cuatro pesetas el grano.
—¿Entonces, estáis mal de comida?
—De ninguna manera. Comida tenemos bastante y sana. Pero artículos superfluos de los que sirven para alegrar la vida, no se encuentra ni uno.
Yo me interesé en seguida por mi morada y mi amigo me contestó:
—La cuestión de la vivienda es un problema agudísimo, que se resuelve de la mejor manera posible, ya que son muchos los extranjeros que hoy residen en la ciudad, pero en vista de que no era cosa fácil encontrarte ningún alojamiento en casas particulares, he solicitado y conseguido para ti una habitación en la Residencia de Estudiantes. Creo que te irá perfectamente, pues se encuentra muy cerca de la Universidad Técnica, en la cual vas a cursar tus estudios.
Al dejar el autocar debíamos coger el metro y tuvimos que cargar con nuestras maletas, pues en Alemania el oficio de maletero hacía tiempo que había desaparecido. Ya en el metro me interesé por los bombardeos que según había oído en España aquejaban a la ciudad y cuyas huellas no había visto aún por parte alguna.
—Ya las verás –me contestó mi amigo–. Aunque no en gran cantidad podrás ver algunas casas destruidas por las bombas inglesas.
Y, en efecto, en uno de los momentos en que el metro sale a la superficie e incluso se eleva a la altura de los edificios, pude ver alguna casa algo deteriorada en sus pisos superiores, por lo que colegí que las bombas no debían ser de mucho calibre, pues no habían tenido fuerza para destruir por completo el edificio.
¡Qué diferente iba a ser el aspecto de la ciudad al cabo de un año! Ahora iba buscando para encontrar alguna casa destruida, luego mi trabajo había de consistir en encontrar alguna que se mantuviera en pie en medio de las vastas ruinas.
Durante el trayecto mi amigo me señaló un individuo que viajaba junto a nosotros:
—Este es un prisionero ruso –me dijo– que está en las condiciones de los que aquí se llaman «ostarbeiter» que quiere decir «trabajador del Este». Goza de perfecta libertad para andar por todos los ámbitos de la ciudad y hemos tenido suerte, pues este hombre, por un par de cigarrillos, nos llevará las maletas desde la estación de Knie, donde vamos a apearnos, hasta la Residencia.
Y, en efecto, el hombre, muy complacido, nos prestó este servicio.
La Residencia de Estudiantes, me produjo una impresión francamente buena.
El edificio era de corte moderno (y digo era, porque ya no existe, ha corrido la misma suerte de tantas otras cosas que iré nombrando más adelante), enorme y simpático. Estaba rodeado de un amplio jardín. Las habitaciones eran quizá un poco pequeñas, pero los muebles habían sido estudiados perfectamente y resultaban cómodos y eficientes. Cada piso contaba con un perfecto sistema de duchas y de baños. El servicio estaba a cargo de mujeres limpias y ordenadas. El comedor, llamado «mensa-académica», estaba en un edificio aparte y allí se servían diariamente millares de comida...