Pedaleando en la oscuridad
  1. 424 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Cuando en 2004 el ciclista escocés David Millar fue detenido y expulsado de la competición internacional por haber utilizado sustancias ilegales para incrementar su rendimiento, su vida de ensueño se vino abajo. Millar lo perdió todo: un contrato millonario con uno de los principales equipos del pelotón, su estilo de vida en la opulenta ciudad de Biarritz, el apoyo de sus colegas más cercanos e incluso la medalla de oro que había conquistado pocos meses antes en el Mundial.Este es el relato en primera persona de un joven idealista que llegó a la alta competición y, muy pronto, sometido a una gran presión por su entorno, empezó a doparse con EPO, la droga ilegal más extendida en el mundo del ciclismo.Millar, actualmente en activo y reconvertido en un militante contra el dopaje y sus devastadoras consecuencias, construye un fascinante y trepidante retrato del ciclismo profesional y de las presiones, miserias y bajezas que subyacen bajo su superficie.Entre el thriller y el relato confesional más desgarrado y emotivo, "Pedaleando en la oscuridad" ilumina las zonas oscuras del ciclismo y, por extensión, del deporte de élite en general.

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Información

Editorial
Contra
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788494631092
Edición
1

1. LOS PRIMEROS AÑOS

A pesar de que nací en Malta —el 4 de enero de 1977, para los que quieran saber la fecha exacta—, siempre me he considerado escocés.
Mis padres, Gordon y Avril, se fueron de la isla cuando yo tenía once meses y volvieron a Escocia. Fue una vuelta a casa, un regreso a lo nuestro. Sin embargo, como mi padre era de las Fuerzas Aéreas y debía ir a donde le destinaran, en realidad el lugar no era fruto de su elección.
Vivíamos en Forres. Mis primeros recuerdos son de una urbanización, de un autobús escolar (con una barra metálica encima del asiento de delante que intentaba morder sin lograrlo porque el autobús daba botes) y de mi abuela dándome petisúes de chocolate.
La urbanización de las Fuerzas Aéreas era mi patio de recreo. Solía pasar el tiempo jugando con mis figuritas de La guerra de las galaxias y con mis naves. Según todo el mundo, era un crío tranquilo que vivía en su pequeño mundo.
Me han contado una historia, tanto mi madre como mi padre, sobre una fiesta de cumpleaños que me organizaron en casa. Desaparecí muy pronto y me encontraron jugando solo en mi cuarto. Les pregunté cuándo se iban todos. Recuerdo que de crío era así.
Me gustaba dibujar. De hecho, dibujaba mucho. Había otro niño, mi mejor amigo, pero ya no recuerdo cómo se llamaba. Mi hermana Frances (a veces Fran, a veces France; Fran para los demás, France para mí) llegó casi al año de nuestro regreso a Escocia y pronto se convirtió en mi nueva compañera de juegos.
Fran era una niña muy espabilada y empezó a andar y a hablar a una edad extrañamente temprana. Cuando la gente se enteraba de que yo era el hermano mayor, y no Fran, no daba crédito. Para mí, la propensión de Fran a hablar nunca ha supuesto un problema. Simplemente señalo que, en cualquier caso, soy mayor que ella. Esta es mi manera de reivindicar que soy el primogénito.
A mi padre lo destinaron a Kinloss, una base de las Fuerzas Aéreas que hay cerca de Forres. A veces, cuando no estaba volando, me llevaba a la base y jugaba en los hangares de los aviones, que estaban cubiertos de hierba, y corría tras él entre los aparatos. Es un recuerdo muy vivo, incluso ahora. A veces paso por delante de un garaje que desprende ese mismo olor a metal caliente y a gasóleo y vuelvo a estar allí, corriendo entre esas enormes máquinas de guerra con mi padre, en los hangares cubiertos de hierba. Me encantaría que más talleres olieran así.
Era demasiado pequeño para entender su trabajo, pero recuerdo cuando se fue a las islas Malvinas. Un día desapareció sin más y no volvimos a verlo durante lo que pareció una eternidad. Que yo recuerde, aquella fue la única vez que mi madre nos pidió a mi hermana y a mí que rezáramos por la noche. Nunca recibía noticias suyas y aquello debió de resultarle muy duro.
Mi padrino, el comandante Mike Norman, también participó en la guerra de las Malvinas. Él y su mujer, Thelma, eran amigos de mis padres de la época de Malta. Mike le había dado a mi madre una bandera de la infantería de marina para que la izara en casa cuando se pusiera de parto. Todavía la conserva.
Mi padrino Mike era una especie de héroe de la guerra y años después, cuando yo vivía en Hong Kong, me enteré del papel destacado que había tenido en el conflicto al ver una película de la BBC titulada Un gesto descortés (An Ungentlemanly Act). Mike había sido el oficial al mando de la unidad de infantería de marina que había en las Malvinas cuando los argentinos las invadieron.
Cuando fue evidente que los argentinos estaban preparando una invasión en toda regla, Rex Hunt, el gobernador de las islas, le ordenó que las defendiera. A pesar de que los argentinos los superaban en número, Mike dirigió a sus hombres con valentía y habilidad, pero tras algunas horas defendiendo la casa del gobernador, le ordenaron que se rindiera.
Dos meses después, cuando el ejército argentino capituló, izó de nuevo la bandera británica. Pero la guerra dejó impronta en él. Muchos años después, tras la jubilación de Mike, mi madre habló con Thelma por teléfono y le preguntó cómo estaba.
—Está bien —dijo Thelma—. Lo tengo trasteando por el jardín. Pero si te digo la verdad, Avril, esas rodillas nunca se recuperaron de aquella maldita marcha.
En muchos aspectos, el hecho de crecer como hijos de militares nos diferenciaba de los otros niños. Nuestros padres, pertenecieran a las Fuerzas Aéreas, al Ejército o a la Armada, no podían aparcar sus sistemas de valores al llegar a casa y quitarse el uniforme. Trabajaban en un ambiente con cientos de años de historia y normas, y eso contribuyó a que nuestra infancia fuera disciplinada y severa.
A mi hermana y a mí podían llevarnos a cualquier restaurante del mundo sin correr el peligro de que nos portáramos mal. Sin ser duro en exceso con nosotros, nuestro padre era estricto, pero también era increíblemente divertido y cariñoso en momentos de relax y alegría, algo que resultaba de lo más curioso porque era imposible imaginarlo así cuando llevaba puesto el uniforme.
Recuerdo que un amigo aviador siempre lo llamaba «señor», incluso cuando los dos iban vestidos de paisano.
—¿Por qué no le llama Gordon y ya está? —le pregunté una vez.
—No puedo, David —me contestó con cara de póquer—. Es mi jefe.
Años después, cuando mi padre ya había dejado el Ejército y trabajaba en Cathay Pacific, me di cuenta del gran cambio que debió de suponer para él pasar de ser un joven teniente coronel de las Fuerzas Aéreas británicas a ser un copiloto de mediana edad en una compañía aérea comercial. No debió de ser fácil.
A veces mi padre era un temerario. Recuerdo verle un día, en la época en la que era comandante, de pie en el comedor mirando por la ventana, observando su Lotus Elite blanco. En su expresión se adivinaba cierta pena. Al final me dijo que había tenido un accidente con el coche y que estaba triste.
Aprendí a ir en bici en Escocia, pero mi carrera como ciclista no empezó de la forma más prometedora posible: una de las primeras veces que cogí la bici choqué con la parte trasera de un coche aparcado. De hecho, era un poco propenso a los accidentes y jugando al pilla-pilla en el colegio, me rompí la clavícula por primera vez. Mi madre, pobre, necesitó tres días para convencerse de que me la había roto. La verdad es que no sé si esto dice más de mí o de mi madre.
Mi madre es una de las personas más inteligentes que conozco. Es capaz de mantener una conversación de lo más interesante sobre casi cualquier tema. Estudió Ingeniería en la Universidad de Glasgow por la admiración que sentía por su padre adoptivo y ahora, cuarenta años después, está estudiando la cuarta licenciatura. Sus padres la habían adoptado de bebé cuando tenían unos cuarenta y cinco años y formaban una familia encantadora aunque nada convencional. En la actualidad los únicos familiares que tiene somos mi hermana, yo y Terry, su maravilloso vecino pianista. Sus orígenes y circunstancias probablemente expliquen la adoración que siente por France y por mí, a pesar de que el incidente de la clavícula también puso en evidencia que no era ninguna pánfila.
Antes de irnos de Escocia, volví a hacerlo. En el jardín trasero de uno de mis mejores amigos había un montículo que en invierno se endurecía y se convertía en una rígida mezcla de escarcha, hielo y nieve. Por supuesto, sentíamos que teníamos la obligación de deslizarnos por él, y yo debí de ser el que se lo tomaba más en serio, porque un día acabé hecho un ovillo al pie del montículo con la clavícula rota por segunda vez.
Tengo un último recuerdo del tiempo que pasamos en Escocia: el de nuestra partida en 1984, Fran y yo arrebujados en los envolventes asientos del Lotus de papá cantando Yazoo. Destinaban a mi padre a otro sitio y volvíamos a mudarnos, esta vez dirección sur, a nuestra nueva casa de Stone, en el condado de Buckinghamshire.

Es difícil imaginarnos a Frances y a mí a nuestra llegada a Inglaterra como pequeños escoceses, discutiendo con esa cantinela tan típica del acento de Escocia. Desde entonces, como he viajado y he vivido en muchos sitios distintos, se me ha quedado un acento de lo más neutro.
Si acaso, lo que tengo ahora es un acento de expatriado británico que se transforma espontáneamente para parecerse al de mis interlocutores. No es algo de lo que me sienta orgulloso; preferiría sin duda conservar el acento escocés que tenía de pequeño, porque siempre he estado muy orgulloso de ser escocés.
Debo reconocer que a veces, cuando oigo mi acento británico y digo que soy escocés, me siento un farsante, pero supongo que nuestro estilo de vida nómada provocó que para nosotros «encajar» en los sitios fuera algo importante.
Cuando empecé el colegio en Buckinghamshire, a la hora de la comida siempre jugaba al fútbol con la camiseta y el pantalón de la selección escocesa. Mirando atrás, creo que el momento de perder el acento fue fundamental en mi vida. Aun así, me siento muy cómodo rodeado de escoceses y durante la sanción por dopaje pasé la mayor parte del tiempo entre ellos.
La escuela no me gustaba demasiado, pero fuera del aula lo pasaba en grande, sobre todo después de descubrir las bicis BMX y de convertirme en el orgulloso propietario de una Raleigh Super Tuff Burner. Mi padre me llevaba a las competiciones de BMX de High Wycombe en fines de semana alternos. Tenía ocho años y fue la introducción perfecta al mundo de la competición.
El boom de las BMX estaba en su momento más álgido y películas como ET y Los bicivoladores fueron grandes éxitos de taquilla. Todavía no he visto ET, pero aun así, algunos años después, mientras estaba de vacaciones en California con la familia, me escogieron entre un montón de críos para montar en la BMX de ET por delante de una pantalla azul en los estudios Universal. No me atreví a decirles que no había visto la película.
Me encantaba el frenesí de las competiciones de BMX. La puerta de salida se abría y los diez ciclistas participantes nos precipitábamos con infantil despreocupación hacia las primeras rampas y el primer giro peraltado hacia la izquierda. La técnica no importaba demasiado. Aquello dependía más bien de la cantidad de valor juvenil y de la suerte.
Yo todavía tenía mi fiel Raleigh, pero competía con chavales que tenían BMX especiales de competición. Nunca me importó hasta que un día, después de haber acabado entre los tres primeros y mientras empujaba mi Raleigh cuesta arriba para la siguiente carrera, oí que el comentarista mencionaba que mi bicicleta no tenía nada de especial. Me disgusté muchísimo, por no decir otra cosa.
Con todo, en mi primera temporada acabé el cuarto del país en mi categoría, lo que me dio derecho a una placa para el manillar con el número cuatro para la siguiente temporada. Sin embargo, recuerdo perfectamente que pensaba que ser el cuarto del país no era nada del otro mundo.
No sé por qué tenía expectativas tan altas o me imponía tanta presión a tan temprana edad, aunque competía contra chavales que evidentemente se lo tomaban mucho más en serio que yo. Para mi padre y para mí no era más que una manera de pasar juntos los domingos. Él no se permitió nunca sufrir el síndrome del padre ultracompetitivo. Si yo sentía alguna presión o quería cumplir algún deseo, era únicamente cosa mía.
Nunca llegué a usar la placa con el número cuatro. Aquel invierno me robaron mi querida Super Tuff Burner y ahí se acabó mi carrera de ciclista de BMX. Me pasé años mirando por las cunetas y recorriendo aparcamientos de bicicletas buscándola y tardé mucho tiempo en aceptar que nunca la recuperaría.
Aparte de a las BMX, dedicaba buena parte del tiempo al patinaje sobre ruedas, normalmente en roller discos. No recuerdo con qué frecuencia se organizaban discotecas para patinar, pero nunca me pareció suficiente. Era el rey de la pista y el Thame Leisure Centre era mi reino.
Como suelen hacer todos los hermanos pequeños, France copiaba todo lo que yo hacía, ya fuera mi afición a las BMX o a los patines. France nunca tardaba demasiado en tener, como yo, todo el eq...

Índice

  1. Cubierta
  2. Sobre los autores
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Epígrafe
  6. Índice
  7. Agradecimientos
  8. Prólogo de David Brailsford
  9. Biarritz, 2004
  10. Barcelona, 2009
  11. 1. Los primeros años
  12. 2. La sala de los oficiales
  13. 3. Las bicicletas Flying Ball
  14. 4. Persiguiendo un sueño
  15. 5. Quoi?
  16. 6. Los profesionales
  17. 7. El fin de la infancia
  18. 8. Tour de dopage
  19. 9. El show de VDB
  20. 10. 19’03”, El tiempo de Millar
  21. 11. La vie en jaune
  22. 12. La caída de Dunquerque
  23. 13. 2001: Empieza una odisea
  24. 14. La vida dopada
  25. 15. Mi Jesús personal
  26. 16. Cadenas y arcos iris
  27. 17. Game over
  28. 18. Côte des Basques
  29. 19. Juez Dread
  30. 20. Mezclado, no agitado
  31. Terry al otro lado del Mersey
  32. 21. La vida en High Peak
  33. 22. La roue tourne
  34. 23. Contrarrelojes y tribulaciones
  35. Julio de 2007
  36. 24. El persuasor
  37. 25. Conservando la fe
  38. Julio de 2010
  39. 26. Dave the Brave
  40. Notas
  41. Contracubierta