El corredor
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El corredor

  1. 300 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Publicado en 1978 por iniciativa propia del autor, en una edición muy limitada, "El corredor" ha sido un libro de culto, fotocopiado y pasado de mano en mano durante muchos años. Sus páginas retratan vívidamente la esencia de la competición atlética, razón por la cual es considerado uno de los libros de deporte más admirados y mejor escritos. Inspirado en la propia experiencia del autor como atleta universitario, ilustra el duro trabajo y la dedicación necesaria para llegar a ser un deportista de élite. La historia se centra en Quenton Cassidy, un corredor de la Universidad del Sureste cuyo sueño siempre ha sido correr una milla en cuatro minutos. Cuando está a punto de conseguir su objetivo, la agitación de la época contra la guerra de Vietnam llega hasta el departamento de atletismo de la universidad. Envuelto en las protestas de los atletas, Cassidy es suspendido del equipo. Tras renunciar a su beca, a su novia, y con casi toda probabilidad a su futuro, se aísla en el campo, donde comienza a entrenar para la carrera más importante de su vida, con la ayuda de su amigo y mentor Bruce Denton, un estudiante de doctorado y ex medallista de oro olímpico. A través de la narración, Parker refleja de manera insuperable y desde dentro la intensa vida de los corredores de fondo de élite y el duro sacrificio que supone trabajar cada día para ser el mejor.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788494673733
Categoría
Literature
36
La carrera
El ruido del estadio llegaba hasta allí fuera, pero Cassidy apenas le prestaba atención. Le gustaba realizar la mayor parte del ritual de calentamiento en el recorrido del campo a través, donde podía pensar. La rutina en sí misma era automática: cuatro millas a ritmo fácil; a continuación, zancadas amplias y fluidas, otra milla tranquila, zancadas más rápidas, luego ponerse las zapatillas de clavos, una serie de esprints en la pista y corretear sin prisa hasta que llegara la hora. Era el rugido de su cabeza el que tenía que acallar.
Debía ser contenido, suprimido y puesto en libertad solo durante el lento crescendo de calculado frenesí que llegaría a su punto más álgido tras el pistoletazo que indica la última vuelta; entonces se desataría. El círculo ahora flotaba suavemente en su cabeza, reluciente, tranquilo, duro como el acero centrifugado. Retendría todo el dolor, la desesperanza, toda la congoja de un cuerpo que al competir llega al límite; le permitiría hacer lo que tenía que hacer hasta que no quedara nada más.
Sí, había decidido hacía tiempo que era mejor prepararse allí, donde las cosas eran más silenciosas, más normales, más parecidas a su rutina diaria. Calentar en el estadio, cerca de la multitud, le habría puesto nervioso, habría hecho que el rugido de su cabeza aumentara más y más, que explotara antes de tiempo. Podría alterar el círculo, y cuando la desesperación se ciñera sobre él, no tendría dónde colocarla. O es posible que se volviera loco y recorriera las primeras 220 yardas en veinticinco segundos por pura histeria. No, estaba mucho mejor allí fuera, donde había silencio, donde podía prepararse de la misma manera que lo había hecho siempre. Este último atisbo de tranquilidad le proporcionó algo de consuelo.
Pasó corriendo despacio por la zona de alojamiento para estudiantes casados. Había niños pequeños jugando bajo los árboles. Era la hora misteriosa, casi mágica, de después de la cena, cuando el tiempo se detiene para un niño, cuando toda la existencia flota en la atmósfera gris y fresca del día que termina y el orden queda afortunadamente liberado de una infinidad caótica por la llamada materna: «A casa».
—¡Erica! ¡Jeremy!
Dos pequeñas figuras se escabulleron en la penumbra. Se alejaba cada vez más del estadio, pero todavía tenía mucho tiempo. Se cruzaba con otros corredores que iban en parejas y tríos, aunque nadie hablaba. Uno saludó a Cassidy con la cabeza, pero parecía confundido. ¿Qué pensarían de aquel finlandés barbudo con el pelo rubio desaliñado?
¿Creerían que lo reconocían de alguna foto aparecida en el Track & Field News?
Cassidy siguió trotando. Era principios de mayo y el aroma de las flores subtropicales gobernaba vertiginosamente el aire: la clase de atardecer tan cargado de promesas que podía llevarle a preguntarse si su vida podría volver a ser igual a como lo era en ese momento. Se sentía muy lleno de vida, muy rápido, casi inmortal; su velocidad y su fortaleza eran tales que únicamente podían desafiarlo un puñado de hombres en el mundo. «Desde luego no debemos de ser muchos los que tenemos esta preparación física», pensó.
Estaba tan cerca que sintió una especie de nostalgia; nostalgia por aquel momento, por la hora siguiente. El presente era tan conmovedor que ya había empezado a recordarlo. Pensó en el David de Miguel Ángel ponderando la piedra: David también se preguntaba si la vida volvería a ser la misma.
Estaba a punto de ir al límite, disponía de todos y cada uno de los recursos para alcanzarlo. En esos momentos, la certeza de su viaje hasta allí nunca se le iba de la cabeza; sabía que dentro de poco se encontraría inmerso en fatales sufrimientos.
«El día en que ganaste la carrera en tu pueblo, todos te paseamos por la plaza», pensó.57 A continuación un estallido a lo largo de veinte yardas para disfrutar de la sensación de velocidad súbitamente liberada. Se sintió a la vez acalorado y cansado. Era normal. En realidad nunca sabías cómo te sentías hasta la segunda vuelta, y a veces ni siquiera entonces. En ocasiones no lo sabes hasta la última vuelta, la ciudad más sosegada.
Cuando llegó al lago Alice, disminuyó el ritmo hasta adoptar uno de paseo y después se detuvo del todo. Hizo estiramientos en la hierba, saltos y movió los brazos como si estuviera nadando a mariposa. Estirar nunca dejaba de ser una agradable indulgencia.
Luego se abrió las cremalleras laterales de las piernas del chándal y se frotó los tendones de Aquiles. Todos los nudos y bultos habían desaparecido. Pensó en los senderos de tierra blanda; malditos sean Denton y sus senderos de tierra blanda. Había sobrellevado bien el invierno; solo había tenido dos resfriados y ninguna lesión importante. Era un hombre sin coartada.
Dos corredores con sudaderas de la Universidad de Villanova pasaron junto a él, pero no reconoció a ninguno. Muy lejos de allí, el público gritaba a alguien que debía de haber superado cierta altura o roto la cinta en algún esprint previo, y su cuerpo reaccionó inyectando una dosis de adrenalina en su sistema. Lo apresó enseguida. «Aún no —pensó—, anda que no queda».
Era hora de ponerse a soñar despierto; por ahora el rugido de su cabeza estaba lejos, pero él mismo iría construyéndose y creciendo. El problema en aquel momento era el control.
Hacía mucho tiempo, a finales de verano, se había celebrado una competición local, una carrera de cinco millas. El corredor sudaba profusamente a medida que deambulaba por el carril para bicicletas en el lado de Palm Beach del lago Worth; el sudor salía despedido en arcos con cada zancada. Cierto era que aún no estaba en muy buena forma, pero era demasiado temprano para preocuparse por ello. Todavía era verano y el calor era mortal.
El niño lo detuvo en mitad de su carrera, aproximadamente una milla después de haber girado a la altura del Club Sailfish. El chaval no debía de tener más de seis o siete años y, mientras caminaba hacia el corredor, era obvio que le pasaba algo; su cuerpo anguloso y a la vez hinchado se movía sin fluidez. El corredor pensó: «Está muy pálido». Pero el niño estaba radiante. Un soplo de viento cálido le colocó el pelo ralo otra vez en su sitio y unos ojos azules claros observaron a Cassidy sin miedo ni vergüenza. Cassidy se quedó de pie resoplando mientras en el suelo se iba formando un charco de sudor. Hizo cuanto pudo para mostrarse igual de radiante. Allí plantado, sin dejar de jadear, se le escapó una risita por lo ridícula que era aquella situación.
—Hola —saludó Cassidy.
—Hola —dijo alegre el niño—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy corriendo una carrera. ¿Cómo te llamas?
—Allan.
El niño se rio y se llevó una manita a la boca, tan delgada que parecía transparente. El corredor echó un vistazo a sus piernas en busca de abrazaderas, pero no vio nada. El zapato izquierdo, no obstante, parecía tener la suela más gruesa que el derecho.
—¿Una carrera? —El niño volvió a reírse, obviamente no se fiaba de que no le estuviera tomando el pelo—. ¿Y dónde están tus oponentes? —Lo pronunció openantes.
—Ah —El corredor señaló hacia atrás, hacia el Club Sailfish—. Aparecerán enseguida.
El niño giró la cabeza de un modo muy curioso, casi femenino, pero seguía estando radiante.
—Tú corres como un gran felino.
El corredor tragó saliva.
—Tú —dijo Cassidy— eres la persona más formidable con la que me he cruzado en toda la mañana, Allan. Y creo que debería irme antes de que lleguen mi openantes.
—Adiós, felino.
—Adiós, Allan.
Se marchó, y al tiempo que ganaba velocidad, miraba hacia atrás cada pocas yardas. Vio que el niño lo seguía observando, hasta que finalmente desapareció tras una curva de altos hibiscos un cuarto de milla más abajo en dirección al puente. «Me pregunto qué pensará cuando las fuertes pisadas del resto pasen junto a él», musitó. Y, a pesar de que todavía no estaba en su mejor forma, terminó la última milla en 4:45, se quitó las zapatillas planas de competición y tranquilamente cruzó corriendo el puente para volver a casa antes de que aparecieran los demás. Si había algún premio o medalla, tendrían que enviárselo por correo.
Durante mucho tiempo se preguntó qué era lo que le pasaba a aquel niño.
Un alarido proveniente del estadio lo devolvió al presente. Tuvo que ponerle el freno al corazón antes de que se le saliera por la boca.
Cassidy se lanzó en una embestida tenaz, la mantuvo hasta que alcanzó un ritmo de competición, lo aguantó y después aflojó y fue disminuyéndolo a pasos largos, luego trote y por fin caminó las últimas cien yardas. Estaba en la hierba del campo que había delante del estadio. Otros atletas pasaban rapidísimo a su lado, como pequeñas manchas de colores. Se dejó llevar por el entusiasmo en una de las zancadas e inmediatamente sintió la piel de gallina en la nuca. Nunca le había dado tan fuerte como aquella vez.
Al otro lado de la calle, los ruidos del estadio añadían leña al rugido cada vez mayor de su cabeza, pero en aquel momento ya no importaba; todo estaba bien. Dejó que se impusiera, que avivara el ritmo de sus zancadas a medida que volvía a ponerse en marcha, se deslizaba y aumentaba la velocidad hasta que parecía que tenía las piernas separadas del cuerpo y que volaban sin esfuerzo consciente. Otros atletas hacían lo mismo, nerviosos, se lanzaban miradas furtivas unos a otros (sin mirar nunca a nadie a los ojos). Mucha gente se disuadía de las carreras en aquel punto. Cassidy miró el reloj: 19:38. La milla estaba programada para las 20:20, pero iban con retraso. Aun así, al cabo de pocos minutos escuchó por los altavoces: «Primer aviso para la prueba de una milla». El corazón empezó a saltarle en el pecho como un animal desbocado; era una descarga de adrenalina absolutamente torturadora. ¡Al final sí que iban a correr! ¡Iba a tener que pasar por ello!
Entonces recuperó el control y se calmó. Por supuesto que iba a participar en aquella carrera. «Tranquilízate», se dijo. Había llegado la hora de acceder al campo interior y acostumbrarse a estar ahí dentro, hacer los últimos retoques, ponerse los clavos: ritual, ritual, ritual. Luego los últimos esprints, la última mentalización. «Dios —pensó de repente—, ¿por qué hago esto? Debería correr las tres millas. Con todos los esfuerzos que he estado haciendo seguro que no estoy preparado para una sola milla…».
Después volvió a tranquilizarse; recordó las últimas 220 yardas de la tarde anterior y se dijo: «con calma». Respiró profundamente y caminó hasta donde estaba su bolsa de deporte. No le había dirigido ni una sola palabra a nadie en toda la hora que había estado allí fuera. Todos parecían estar muy en forma y ser muy rápidos.
Una vez más, se frenó: cualquiera de estos cabrones que corra 3:58 durante una maldita prueba cronometrada en plena noche merecerá la gloria. Volvió a repetirse: «tranquilo».
Dentro del estadio, un tipo de 80 kilos capaz de hacer press de banca con 143 kilos, había apoyado una pértiga de fibra de vidrio en una caja al final de una carrera de impulso, había invertido el cuerpo y había salido despedido por el aire a algo más de 5,38 metros. Cuando la multitud reaccionó a aquella hazaña con gritos ensordecedores, el corazón de Quenton Cassidy hizo tal pirueta que pensó que se le iba a salir disparada la cabeza. El estallido de su cabeza era tan fuerte como el estruendo que se escucha al estar bajo una cascada. Caminó hasta la entrada de los competidores y durante un instante sintió una ráfaga de pánico como un ciudadano normal y corriente.. Se había olvidado completamente del asunto del disfraz.
La carita redonda levantó la vista del portapapeles y pudo contemplar el cabo de puro que daba vueltas sin parar.
—Veamos a quién tenemos aquí. Número 242, ¡debes de ser Seppo! Pasa, pasa, hijo mío, y corre lo mejor que sepas, ¿me oyes? Dime, ¿es cierto eso que dicen de que los muchachos finlandeses beben leche de reno? ¡No me lo creo!
Cassidy oyó las carcajadas de Brady Grapehouse a su espalda mientras entraba al estadio.
Se preguntó cómo diablos había podido organizar Denton todo aquello, pero, al entrar, las luces blancas y azules, el carnaval multicolor decorado con cintas de gaulteria de los grandes mítines atléticos hizo que se tambalearan sus sentidos, como le pasaba siempre. «Dios —pensó—, aquí estoy otra vez, dispuesto a jugármelo todo una vez más». Miró hacia atrás para asegurarse de que no venía nadie y cruzó las calles para dejar su bolsa en el suelo. El corazón volvió a darle un vuelco al sentir por primera vez en semanas el mullido tartán bajo sus pies. Había operarios corriendo por todas partes, fijadores de vallas trabajando apresurados, cronometradores revisando relojes. Nadie reparó en el corredor alto de azul turquesa que comenzó un trote metódico por la calle interior de césped. La parte interna del campo era una masa de gente en movimiento. Los lanzadore...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Autor
  4. Dedicatoria
  5. Contenido
  6. 01. Érase
  7. 02. Doobey Hall
  8. 03. El entrenamiento matutino
  9. 04. Campo a través
  10. 05. Jugando a los bolos por dinero
  11. 06. Bruce Denton
  12. 07. Andrea
  13. 08. Dick Doobey
  14. 09. Una tarde
  15. 10. Demonios
  16. 11. Apuntes de una seguidora
  17. 12. La acusación
  18. 13. El juicio
  19. 14. Pista cubierta
  20. 15. De baja
  21. 16. Nuevo territorio
  22. 17. Desmoronamiento
  23. 18. Reuniones
  24. 19. El espectacular asalto a medianoche
  25. 20. Escapada nocturna
  26. 21. Steven C. Prigman
  27. 22. Brady Grapehouse
  28. 23. Más caballo que jinete
  29. 24. Mudanza
  30. 25. El bosque
  31. 26. Misión de reconocimiento
  32. 27. Una muerte muy temprana
  33. 28. Tiempo
  34. 29. Veinticuatro bajo la lluvia
  35. 30. Hidromasaje
  36. 31. Cogorza irlandesa
  37. 32. El entrenamiento de intervalos
  38. 33. Orquídeas
  39. 34. Pausa
  40. 35. El círculo
  41. 36. La carrera
  42. 37. La ciudad más sosegada
  43. 38. El corredor
  44. Epílogo