XIV
«Capítulo uno: Él adoraba la ciudad de Nueva York. La idolatraba fuera de toda proporción. No, digamos que la romantizaba fuera de toda proporción. Mejor. Para él, sin importar qué estación era, ésta aún era una ciudad que existía en blanco y negro, y que latía al son de las melodías de George Gershwin.»
No, comenzaré de nuevo.
«Capítulo uno: Él era muy romántico respecto a Manhattan como lo era con respecto a todo lo demás. Medraba en el ajetreo y bullicio de las multitudes y el tráfico. Para él, Nueva York significaba mujeres bellas y hombres experimentados quienes parecían conocer todos los ángulos.»
No, no, banal. Muy banal para mi gusto. Intentaré profundizar más.
«Capítulo uno: Él adoraba la ciudad de Nueva York. Para él, era una metáfora de la decadencia de la cultura contemporánea. La misma falta de integridad individual que provocaba que tanta gente tomara el camino fácil convertía rápidamente a la ciudad de sus sueños en...»
No, va a parecer un sermón. Aceptémoslo, quiero vender libros.
«Capítulo uno: Él adoraba la ciudad de Nueva York aunque para él, era una metáfora de la decadencia de la cultura contemporánea. Cuán difícil era existir en una sociedad insensibilizada por música estridente, televisión, delincuencia, basura.»
Mucho enojo. No quiero sonar enojado.
«Capítulo uno: Él era rudo y romántico como la ciudad que amaba. Detrás de sus lentes de armazón negro vivía el poder sexual de un felino. Esto me encanta. Nueva York era su ciudad. Y siempre lo sería.»
Lo que más me gustaría es poder empezar de una manera similar. No, de una manera mucho más elaborada, más sensible, una historia como cualquier otra historia que empieza en Bogotá. Entonces empiezo.
«Capítulo uno: él adora la ciudad de Bogotá, difícilmente la adora fuera de toda proporción pero es para él el mejor lugar sin importar que no tenga estaciones. No es el trópico y extraña las alejadas y poéticas tardes lluviosas que el cambio climático ha convertido en una incierta ciudad del caribe a pesar de quedar a kilómetros de la playa más cercana. No, no puede imaginarse a Bogotá en blanco y negro, es de todos los colores imaginables, es una ciudad que late con las melodías de… nada que hacer, en los últimos años ha llegado música de todas partes del país y del mundo y no creo que haya algo realmente bogotano. El “pasillo”, ese ritmo español criollizado, se lo llevó la lluvia que ya no llega con abril.»
No, comenzaré de nuevo.
«Capítulo uno: él realmente había idealizado a Bogotá, se negaba sistemáticamente a ver los tugurios, los caminos decimonónicos donde se estorbaban mutuamente una ensalada infinita de carros innombrables. El clima era invivible ahora, cambiando de lluvia a sol intenso en menos de media hora sin aviso previo. Pero no, para él era la urbe cosmopolita sacada de la manga de un mago universal capaz de conmoverlo y de provocarle las más inusitadas historias. Tal vez no había mucho que decir en su defensa porque realmente nunca había salido de esa ciudad y le parecía insoportable imaginarse en otro lugar, más por la costumbre, que por la posibilidad de decidir. Recorría sus calles como si estuviera en el centro del mundo y muy a pesar del caos, se imaginaba escalando los más avezados logros de la modernidad humana...»
No, no, muy banal para mí gusto. Hay que profundizar más.
«Capítulo uno: No hay que esforzarse demasiado para entender que Bogotá es la metáfora de lo que debería ser una urbe. Poderosos edificios apuntando a un cielo ya poseído por la imponencia de las montañas que visten de verde todo el paisaje, así el turbulento humo de los carros insista en opacarla. Sancocho cosmopolita, hecho a pulso metro a metro, sembrada en cada calle de migrantes de todo el país, no de todo el mundo porque no caben. Punto de encuentro, punto final. El gran objetivo de las grandes migraciones, la capital con mayúscula, la gran ciudad de tierra fría, la cumbre de un país que no acaba de saber si realmente existe.»
No, va a parecer un sermón…
«Capítulo uno: Ni siquiera sabía muy bien por qué seguía viviendo en esta ciudad de tercera categoría. La apología de un proyecto de urbe, con inimaginables atascos, mal organizada, sucia y llena de gente de fuera que no la quiere ni sabe cómo cuidarla. Centro de una cultura mediocre de televisión barata, corrupción política y pereza intelectual…»
Mucho enojo. No quiero sonar enojado.
Capítulo uno: él era decidido y con carácter como esa ciudad que ama. Detrás de ese cuerpo famélico y un poco distraído se escondía un poderoso hombre creativo y viril que pertenecía por antonomasia a esa Bogotá, su cuna, el lugar donde iba a vivir toda su interesante vida. Eso tampoco me gusta pero definitivamente no sé por dónde empezar.
Entonces solo debemos saber que esto sucede en Bogotá, sin estaciones, en la inmemorial montaña: meseta acunada entre el verde más hermoso que uno se pueda imaginar y por lo menos para él, el clima perfecto. Unas lloviznas escasas pero presentes y un sol que todavía puede ser capaz de fungir como sucedáneo de algo tropical. Allí se puede encontrar de todo como en cualquier ciudad grande, no entre las más grandes, pero con todas las bondades y los horrores de una urbe. Aunque pensándolo mejor, no tan grande, no tan tumultuosa, no tan babélica como para que nuestro personaje sea un nervioso neurótico. No, Allen se moriría de aburrimiento o de angustia en esta ciudad. Esto no es para él, pero sí es el lugar ideal para ese famélico protagonista.
Va caminando por la avenida séptima en un comienzo de tarde cerca de diciembre cuando el sol es más significativo. Claro, con casi todos sus habitantes de vacaciones, la ciudad parece un balneario de tierra caliente. Las ropas inimaginablemente holgadas como si no se estuviera en la montaña y las caras primaverales que no sospechan un aguacero. Él sigue con cuidado las calles para cerciorarse de que no se pierde de nada. Mira con atención las vitrinas y de vez en cuando vuelve los ojos desorbitados a los pisos superiores y se vanagloria de advertir algunos detalles que nadie más ve, porque todo el mundo camina mirando obedientemente el piso. Los pocos árboles que ambientan la avenida hacen sombras acogedoras y juegan con los múltiples colores.
Pero definitivamente no sabe cómo comenzar. Solo puede sacar en limpio algunas imágenes difusas que lo aturden y lo incomodan, porque no lo llevan a ninguna parte. No son soluciones, más bien son pesos que exigen además algún lugar en la cabeza y no hay dónde ponerlas si no tienen consigo alguna buena historia. Es como si la ciudad no fuera capaz, por lo menos hoy, de producir ninguna buena historia. Se le ve un aire de pereza a esas calles, mientras la séptima va desembocando abruptamente en los puentes de la 26 donde una ventolera insoportable hace estragos con las faldas y los paquetes de las compras.
Se detiene en uno de los puentes y mira con cuidado el tráfico en el fondo del abismo. No es una mirada inocente, es la de un cazador que quiere entrever en cualquier objeto, en alguna presencia, la inagotable necesidad de una historia que exige ser contada. Vuelve la mirada y la ciudad se reserva, no quiere dejar ver nada. Hoy es una ciudad tan prosaica que casi no vale la pena recorrerla. A unos pasos, se encuentra sentado en una silla del Parque de la Independencia otro hombrecito tan flaco como él pero un poco más alto, tomando notas compulsivamente en una libretica menuda como sus manos. Observa a una pareja unas dos sillas más hacia el oriente, hacia la interminable subida de las montañas. Por un momento hace una pausa y se levanta de su silla dejando la libretica abandonada. Lo ve pasar enfrente y no dice una sola palabra, se divierte con la tensión producida por la imagen del hombre caminando mientras se busca en los bolsillos seguramente su libreta, pero este otro sentado no dice nada, la experiencia le produce algo de vértigo. Mira alternativamente el cuerpo en movimiento cada vez más nervioso y la libreta quieta, muda en la silla de madera.
Se imagina rápidamente la libreta como una serie de notas de algún escritor obsesivo, pero definitivamente distraído. Lo ve hurgar entre los bolsillos cada vez con mayor preocupación y con mayor torpeza. Y salen otras libreticas y lápices de colores a volar. Se agacha a recoger lo que se le ha caído y se sigue esculcando la ropa en una requisa interminable y torpe. Vuelve la mirada pero su nerviosismo le impide hacer lo obvio y lo más fácil: Dirigir los ojos a la silla que tiene su libreta esperándolo. Por el contrario, mira para todos lados como si más bien hubiera llegado allí volando y no caminando y esperara extrañamente que la libreta estuviera colgada de algún árbol. Describe pequeños círculos con los pies y avanza y retrocede varias veces de un mismo punto, lo cual le da un aire bastante gracioso, como un bailarín de alguna extraña danza sin público, sin ritmo, sin libreta. Vuelve nuevamente la cara y nuestro hombre lo ve fijamente como si pretendiera un ejercicio de telepatía y lo induce con su pensamiento para que vuelque toda su energía, por demás mal gastada, en el canto de la silla donde acababa de sentarse.
La telepatía es todo un éxito, pero no apura el paso, como si quisiera aplazar el placer de recuperar su libreta. Se acerca con cuidado y toma la libreta entre las dos manos y la contempla aleccionándola. La libreta no dice nada y termina nuevamente en el bolsillo. Y mientras se aleja, quien se queda sentado, se fascina con la idea definitiva de que es un escritor y sus maneras le recuerdan, no sabe por qué, a un retrato fotográfico de Marcel Proust. Y eso lo hace más fascinante. Delicado. Un genio como pocos. Y si es Proust, entonces se retirará temprano en su casa, cerrará las cortinas y continuará decidido, esa tarea titánica de escribir la gran obra de esta ciudad. Entonces a descansar, porque ya alguien lo está haciendo con la guía de un gran talento.
Y con ese sibilino consuelo de saber que ya alguien está escribiendo la gran obra que él sueña, se dirige a cualquier parte, siguiendo juiciosamente el sendero norte de la séptima, entre colosales edificios. Mediando la tarde, pasa por el gran parque y se detiene en algún lugar a descansar nuevamente mientras comprende el nuevo e inusitado color que va tomando la ciudad y las caras inefables que lo siguen desconcertando, porque si quisiera hacer una descripción, no encontraría algo que haga pensar en la gente de Bogotá. Se le aparece la ciudad tan común y corriente, con rasgos tan inminentes que no puede poetizarlos ¿Y la arquitectura? Nada diferente a los estragos de la frialdad de los edificios modernos, incrustados entre las casas de corte inglés y austriaco sobreviviendo a la miseria de la publicidad, como en cualquier urbe de esta latitud. Humanos somos todos, pero la mirada lo sorprende con pequeñas sutilezas que lo hacen pensar de otro modo.
En la esquina, un puesto de frutas le trae imágenes inéditas en otros parajes. Un olor y piensa que la acritud de ciertos olores es la firma definitiva de muchas ciudades. El olor a comida, al humor de la gente caminando, los perfumes de los árboles, la densidad de la brisa que a esta altura es única y por ese lado, se le ocurre que eso forja la mirada. Cierta manera de entornar los ojos y bajar un poco la cabeza, a veces cariñosos, a veces ladinos y detrás, una mujer joven que está tomando un té con sorbitos delicados y silba una pieza de Satie. La mira con un poco más de cuidado y le parece particularmente hermosa con su pelo corto liso, de color indefinible por la luz que le recuerda una mujer de Godard. Hermosa, esa clase de seres que a su vez embellecen la tarde, el lugar y crean una película indeleble en la memoria. Inasibles pero indispensables. Por eso decide que ahora sí le empieza a gustar mucho más la ciudad y Bogotá se hace femenina, poderosa.
Pero le parece también un ser frágil, entonces inevitablemente piensa en la muerte como una sombra definitiva que define a todos los que cruzan la calle. No puede dejar de pensar que seguramente mañana o esta misma tarde o tan solo en unos momentos alguno de nosotros va a dejar de existir. De una parte siente pena, un dolor pequeño en algún lugar del estómago y al mismo tiempo una extraña liviandad como si dejara el peso de la vida infinita en una gota de agua. La mujer vuelve la mirada porque seguramente en el fondo de su corazón escuchó los pensamientos de este hombre inquisitivo que en su impertinencia descubre que la parca está en todas partes. Pero la mirada disuelve la opacidad en una sonrisa. Con la intención de no seguirla molestando se levanta y decide seguir su camino mientras la mujer busca infructuosamente a ese extraño que le vaticinó semejante atrevimiento. Así, sin querer.
Cómo se puede estar ante la presencia de la muerte, no la propia, la ajena, cercana pero ajena. Se pregunta mientras camina más al norte y cruza los edificios gigantescos. Cómo será esa complicidad, esa intimidad y sin pensarlo mucho, recuerda no sabe por qué, un poema de Roberto Juarroz, algo así como que en todo momento mientras estás haciendo lo que sea, seguramente alguien se está muriendo. Las grandes casas y los conjuntos de residencias con una alborotada reserva de verde, lo calman un poco en su apócrifa memoria y le infunden respeto. Quién vive en esa casa, quién muere en esas casas y poco a poco, va deteniendo el paso y se incrusta entre las pequeñas calles ya menos afanadas y extrañamente solas. Algún anciano que llama su atención y su historia que va caminando con él sin ningún problema. Entonces la muerte no le resulta amarga sino propicia.
El viejo lo mira con desconcierto, pues le resulta una experiencia extraña en su rutina de todos los días. Alguien que no había visto antes y que ahora lo indaga con la mirada como con ganas de conocerlo y quién sabe, hasta de poderle contar su historia, pero el hombrecito no se detiene y sigue su camino. El viejo no sabe que se aleja pensando en un extraño poeta y una sensación de muerte que no sabe por qué se le pegó. Por lo pronto, el viejo se detiene para respirar con más cuidado y retomar los pasos de la calle que le falta por recorrer. Cerca de una puerta, percibe un olor que lo pasma, una flor, una planta de flores blancas. Sabe inmediatamente esa información pero no atina a recordar el nombre. Poco a poco la imagen va tomando forma y su mente encuentra la razón de su propia memoria: entonces ya no está en esa calle. Está mucho más al sur, en las casas inmensas del sector de Teusaquillo, en el jardín trasero en una tarde soleada de una Bogotá que ahora le parece milenaria. No hay apenas unos carros y la gente está vestida con trajes de paño. Él, un niño, juguetea en ese jardín encantado con un olor que no sabe que se apoderará de su cuerpo setenta años después. Vuelve la mirada cuando alguien lo llama y se escabulle por unos corredores que se le antojan interminables, pero que lo dejan rápidamente en la cocina, donde otro olor lo detiene maravillado. Una colada con aroma a vainilla esparce su aroma por todo el lugar, saliendo a borbotones de una vasija esmaltada. Unas manos inmensas lo toman y lo pasean en el aire, mientras su cuerpo indefenso se acerca a la fuente del olor. Luego se sienta en una mesita de madera de colores y en frente, un plato, una cuchara y el aroma se entremezcla en sabores paliativos. La hora de la merienda.
El banquete lo complementa alguna pieza hojaldrada que esas manos poderosas que lo levantaron han cocinado no hace mucho tiempo a juzgar por la temperatura y la placidez de la textura. Por primera vez levanta la mirada y ve a esta matrona inmensa, multiplicada en su tamaño por la perspectiva, sonriendo de una manera generosa, mientras se limpia las manos en un delantal de colores infinitos. El niño sonríe y la mujer se sienta por primera vez en el día y disfruta el espectáculo de ver cómo el niño acomete sus manjares.
Es inevitable ver cómo, poco a poco, la imagen del niño la invita a pensar en su propia infancia y se sorprende al ver que los recuerdos no son capaces de venir fácilmente, así que ella decide ayudarse lo que más puede y con la mirada fija en el muchacho, se ocupa en tratar de configurar de la mejor manera posible alguna imagen que le satisfaga. Entonces aparece algo. El movimiento pausado y ritmado de los piececitos del niño le recuerda de pronto un golpetear de las bridas sobre una yegua. Una yegua parda. De pronto el olor del sudor del animal y la poderosa presencia de la pierna de un hombre que se mueve mientras el animal avanza y sí, allí está ella entre las piernas del hombre sobre el animal, recostada en el cuello de la yegua viendo desde arriba los cueros de las riendas rozar la piel del jumento.
Los aromas son mucho más intensos cuando esta niña pequeñita levanta la mirada y ve cómo ante sus ojos aparece una marejada de árboles frutales y aromáticos que se inmiscuyen por el aire y por el sudor. La temperatura es cálida, perfecta y ayuda a que los aromas se acomoden en el cuerpo. Con gran facilidad esta niña que no insinúa en su menudo cuerpo el portento que será cuando vieja, determina todos los olores con una precisión pasmosa. No ha olvidado ningún árbol, ningún fruto, ninguna enramada. Mientras avanza, hace una estadística pormenorizada el ambiente y el sudor del animal es un mezclador perfecto y como si de un perfume se tratara, funge como alcohol que fija los aromas en la piel de los brazos fuertes de su padre. Se siente en ese momento protegida, como si no existiera un lugar más seguro que ese.
Vuelve la cabeza para tener a su padre más cerca, pero solo ve árboles y más árboles y no entiende por qué no puede ver la cara de ese hombrazo y se le ocurre que es, porque está muy lejos de ese torso de camisa abierta y de ese cuello de toro que es capaz de aguatar pesos indecibles sobre su lomo. El hombre no sabe de todos estos pensamientos pues está pendiente del camino y de la hora. La tarde va avanzando y hay que apurar el paso un poco, para llegar con el sol rojo a la casa y todavía falta algo por recorrer.
Su olfato es capaz de comprender esa distancia a mayor velocidad y percibe el aroma del café y de la sopa revuelta con la leña quemada que lo alienta y el animal siente el alivio y no necesita de ninguna otra motivación para apresurar el paso. Los animales de la noche empiezan a habitar la montaña con cantos que más bien parecen acogedoras sinfonías. Se van acercando a la casa que está en una bajada profunda alineada con la quebrada. El agua hace lo propio, es un bienvenida y efectivamente el sol empieza a enrojecerse. Al cruzar el umbral de la cerca, donde están las últimas matas de maíz, entre los matorrales, se deja descubrir otra vez un aroma indefinible de alguna flor blanca. Ninguno puede recordar el nombre de la flor o de la planta. El padre apresura al animal, la niña olvida el golpeteo por un momento, mientras un niño hace una pausa en su merienda y el anciano abre los ojos para reconocer que inevitablemente no se ha movido de esa puerta. Toma aliento para seguir y sabe ya que está en esta ciudad, en esta calle, indeciso por seguir antes de hacer un último esfuerzo para recordar el nombre de la flor.
Saca con cuidado un pañuelo del bolsillo izquierdo, lo desdobla metódicamente y recorre la frente porque el sudor lo ha remitido a tierras más cálidas, a territorios más antiguos. Suspira con fuerza para asegurarse de que el aroma se vaya con él aunque sea unos metros más, pero es en vano, al dar un par de pasos, la flor se escapa y no puede encontrar la fuente. Desanda un poco, pero se da cuenta de que su empresa es inútil. Sigue caminando y se vuelve a preguntar quién sería ese hombrecito que nunca había visto antes por esa calle que de tanto recorrerla ya considera su calle.
El hombrecito también se alejó pensando en el viejo y al volver a mirarlo antes de desaparecer él mismo por ...