El telescopio de las estrellas
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El telescopio de las estrellas

El Hubble, los enormes observatorios y la astronomía del siglo XXI

Daniel Golombek

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El telescopio de las estrellas

El Hubble, los enormes observatorios y la astronomía del siglo XXI

Daniel Golombek

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En la década de 1940 un astrónomo tuvo una de esas ideas que suelen terminar convertidas en un hermoso bollo de papel para jugar al básquet en la oficina: si en la Tierra hay tanta luz y la atmósfera nos empaña los anteojos estelares, ¿por qué no construir un gran telescopio y enviarlo al espacio? Imaginen la recepción de esta locura científica, en tiempos pre-lunares y, sobre todo, pre-transbordadores espaciales…Sin embargo, desde entonces se construyeron varios telescopios orbitales, perfectamente preparados para escudriñar el universo (¿y más allá?). Y sin dudas el más revolucionario, famoso y productivo de ellos (y de la astronomía de los últimos quinientos años) es el telescopio espacial Hubble, experto en abrir bocas y dejar caer mandíbulas gracias a sus imágenes. Se trata de un observatorio del tamaño de un ómnibus, que orbita encima de nosotros desde 1990 mirando para todos lados, cuyos descubrimientos (como la edad del universo o la energía oscura) y observaciones astronómicas (los agujeros negros o los planetas extrasolares) no sólo agregaron un capítulo o corrigieron algunos gráficos de los textos de astronomía: obligaron a reescribirlos.Este libro se mete dentro del Hubble (y de los otros grandes observatorios en órbita) y detalla cada uno de sus complejos instrumentos, recorre su historia y adelanta su futuro. Y da respuesta a algunas de esas preguntas que nos ponen orgullosos de ser humanos y de poder soñar… cada vez más lejos. ¡Abran bien los ojos, que allá vamos!

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Información

Año
2019
ISBN
9789876295758
1. La verdadera máquina del tiempo
Tomé la estrella de la noche fría
y suavemente
la eché sobre las aguas.
Y no me sorprendió
que se alejara
como un pez insoluble
moviendo
en la noche del río
su cuerpo de diamante.
Pablo Neruda, “Oda a una estrella” (otro fragmento)
¿Sabían que una comunicación telefónica que en la Tierra dura tres minutos, si pudiera hacerse entre una astronauta que fuera parte de una expedición explorando un satélite de Júpiter y su tía, aquí entre nosotros, duraría más de cuatro horas? Sería algo así:
—¡Hola, tía! ¡Feliz cumpleaños! [48 minutos de espera.]
—¡Hola! Gracias por llamar. Como el día está muy lindo, vino la familia para hacer una reunión en el jardín. [Otros 48 minutos de espera.]
—¡Cómo no iba a llamarte, tía! [48 minutos más.]
—¿Llegaste a determinar de qué material era esa roca que te tenía tan intrigada? [Y otros 48 minutos.]
—Todavía estoy trabajando en eso. ¡Qué suerte que pudieron reunirse y disfrutar de un lindo día! [Y 48 minutos más.]
—Sí… Pero ahora ya se nubló y en este momento está lloviendo.
Reconozcamos que la conversación sería un incordio, ya que entre la pregunta y la respuesta habría que esperar demasiado. Así, sería mejor mandar un e-mail[3] con el mensaje completo en lugar de aguardar la réplica de cada comentario. A diferencia del sonido, la luz se mueve a una velocidad constante e increíblemente rápida (aunque no infinita): recorre nada más y nada menos que 300 000 kilómetros en un segundo.
Sin embargo, si estamos mirando una estrella –digamos, esa con el romántico nombre de HD 137 603–, la luz que produce, aun cuando viaje a una velocidad no permitida en rutas y autopistas, tardará muchísimo en llegar a nosotros por la enorme distancia que debe atravesar. Y, además, estaremos viéndola tal como era en el pasado, no como es en el instante en el que la observamos.
Por ejemplo, la luz de la galaxia Andrómeda, que es el objeto visible sin instrumentos más alejado de la Tierra, tarda 2,6 millones de años en llegar a nosotros. Vale decir que vemos cómo era esa galaxia hace un tiempito atrás: cuando nuestros primeros ancestros empezaron a elaborar herramientas en piedra.
Hagamos una cuenta interesante: mil millones de segundos atrás corría el año 1982, mil millones de minutos atrás Trajano era emperador de Roma, mil millones de horas atrás los primeros homínidos andaban por la sabana, y mil millones de días atrás nuestros lejanos ancestros construían herramientas de piedra.
Así se entiende por qué a los telescopios se los suele llamar “máquinas del tiempo”: porque a través de ellos se percibe cómo eran los objetos cuando la luz emprendió el camino hasta nosotros, hace mucho pero mucho tiempo.
Y también así puede comprenderse por qué, en materia de mediciones cósmicas, se usa la unidad conocida como “años luz”, que es la distancia que recorre la luz en un año: alrededor de unos 9 461 000 000 000 kilómetros (casi veinticinco millones de veces la distancia entre la Tierra y la Luna). Cuando decimos que un objeto se encuentra “a millones de años luz”, lo que estamos diciendo en realidad es que vemos cómo era ese mismo objeto hace millones de años, y que hay una buena probabilidad de que “ahora”, en el momento en que lo estamos observando, ya no exista más. Claro que eso lo sabrán los astrónomos que lo miren dentro de millones de años, cuando “descubran” que desapareció (aunque no podrán ver qué quedó o a qué se parece el medio en el que se encontraba hasta no mirarlo un “rato” después).
No solamente estamos observando objetos muy lejanos, sino que además los estudiamos de muchas formas distintas gracias a los extraordinarios avances de la ingeniería y la física, que permiten diseñar todo tipo de máquinas para mirar. Pero… ¿cómo nació esa máquina para mirar que nos acerca el universo a centímetros de nosotros?
Ver para creer
Hace unos cuatrocientos años, en Holanda, a un fabricante de lentes se le ocurrió nada menos que usar el microscopio inventado hacía poco tiempo por un colega, pero al revés. Probablemente se haya preguntado qué ocurriría si quisiéramos percibir cosas que son pequeñas no por su tamaño sino porque están lejos, y entonces ideó un instrumento que combinaba dos lentes. A este invento se lo llamó telescopio, término que surge de la unión de las formas griegas tele, “lejos”, y scopeo, “observo”, y que significa algo así como “mirar lo que está lejos”.
Poco después Galileo Galilei modificó el diseño del telescopio combinando una lente cóncava (la que tiene la forma del lado de la cuchara que usamos para tomar la sopa) y otra convexa (la del otro lado de la cuchara), lo que permitió obtener una mejor magnificación. Una vez que lo armó, empezó a apuntarlo a cuanto objeto tuviera delante: durante el día a los barcos que iban y venían (sabía que de esta manera lograría convencer a las autoridades de su utilidad, porque así podrían enterarse por anticipado quién estaba llegando y eso les daba más tiempo para tener los fideos al dente).
Una vez asegurada la comida, quedaba una buena parte del día en que no había mucho por hacer, dado que estaba oscuro, así que lo dirigió hacia arriba. De este modo, vio que la superficie de la Luna no era lisa, sino que estaba llena de cráteres. Y al apuntar hacia Júpiter descubrió un microsistema planetario: ¡había cuatro lunas orbitando el planeta! Pero lo más importante fue que no sólo miraba y descubría, sino que iba documentando todo. (De algo había que charlar mientras se comía pasta y, sin duda, las historias que contaba eran más divertidas que el relato de los problemas que tenían los comerciantes para conseguir seda de Oriente.)
Como buen renacentista, Galileo era un sujeto práctico: construía sus propios instrumentos de investigación y, en particular, era un gran pulidor de lentes. Sin embargo, esta destreza no pudo contra las leyes de la física: las lentes, por más pulidas que estén, no transmiten todos los colores de la misma forma, y a eso se debe que las imágenes resulten borrosas, a que no se juntan en un único punto.
Como sucedió otras veces, al Mensajero de los Astros no le fue demasiado bien al contar su noticia, pero esa es otra historia. Ahora nos ocupan las herramientas, no los resultados.
Cuanto más grandes son las lentes, más sufren de esta distorsión, un fenómeno conocido como aberración cromática (este es un verdadero fenómeno físico y no un comentario de una señora de Barrio Norte de Buenos Aires al ver a un adolescente con zapatos color violeta, pantalones verdes, camisa a rayas naranja y rosa y un sombrero azul; aunque si el joven pasa corriendo seguramente nos parecerá que estamos mirando a través de un gran telescopio refractor construido con muy malas lentes). Isaac Newton resolvió este problema en 1672 inventando el telescopio reflector, que, como en lugar de lentes usaba un espejo, no provocaba aberración cromática.
Para poder observar más detalles y hacer más descubrimientos, los astrónomos construyeron telescopios con espejos cada vez más grandes. El de Newton tenía uno de 3,3 centímetros de diámetro (la mitad del diámetro de un pocillo de café), mientras que los más avanzados poseen hoy espejos de un diámetro que oscila entre los 8 y los 10 metros. Las nuevas generaciones de telescopios terrestres tendrán espejos de un diámetro de entre 30 y 40 metros y, los del espacio, de por lo menos 8, aunque es muy probable que en un futuro no tan lejano alcancen los 16 metros.
Si bien con estos telescopios se podría mirar el cielo con mucho detalle, hay dos cosas que lo impiden: las luces de las ciudades y la atmósfera terrestre. Lo primero es fácil de entender: es lo que explica que, en el centro de una gran ciudad, no “haya” tantas estrellas en el cielo como en una zona despoblada. En cuanto a la interferencia de la atmósfera, se da de dos maneras. Por un lado el aire, como buen gas, se mueve y se calienta, o se enfría. Si bien esto nos gusta (¿quién no disfruta de una suave brisa en la playa?), son cambios que distorsionan las imágenes y las tornan borrosas. La atmósfera, aparte de proveernos el aire que necesitamos para respirar trece veces por minuto –tan necesario como la poesía, en palabras de Gabriel Celaya–, nos protege ya que bloquea los rayos X, los gamma y la mayor parte de los ultravioleta que recibe la Tierra. Por eso es que los telescopios se construyen lejos de las ciudades y en lugares altos (algunos tan altos que realmente están en el espacio).
Imagen 2. Esquema de un telescopio newtoniano construido con dos espejos.
Tener ondas
Escuchamos la radio, calentamos la cena, cambiamos de canal la TV con un control remoto, vemos un lindo paisaje, tomamos sol en la playa, nos hacen radiografías de las muelas o miran dentro de nuestra cabeza con una tomografía. En todas estas actividades, intervienen aparatos que “ven” distintas partes de estas buenas ondas que andan por todos lados. Con nuestros ojos detectamos los colores desde el violeta al rojo (los hermosos arcoíris que se observan después de una tormenta son un ejemplo), pero con “ojos” electrónicos podemos “ver” otros colores, que son invisibles para los humanos. Esta colección de “colores” (en la jerga de los que usan guardapolvos, tubos de ensayos y reglas de cálculo son bandas) se llama espectro electromagnético (porque las ecuaciones que esa gente de guardapolvo usa para describir las propiedades de la luz son una combinación de electricidad y magnetismo).
En todos estos casos, la luz es una onda con crestas y valles (imagen 3). La unidad que usamos para medir esas ondas, su longitud, es la distancia entre dos crestas (o dos valles, o cualquier par de puntos en el mismo lugar entre dos ondulaciones consecutivas, pero usar las crestas es más fácil).
La locutora de radio nos informa que estamos escuchando la FM 100 6 Radio Espacial. ¿Qué es lo que nos dice? Que la radio transmite en la frecuencia de 100,6 megahertzios. La frecuencia de una onda es la cantidad de picos que “pasan” por segundo, o sea que es la inversa del tiempo que tarda en ir de un pico al siguiente.
Imagen 3. El espectro electromagnético con todas las bandas que lo componen y las distintas unidades que se utilizan para medirlo. Notar que la visible (que es lo que vemos con nuestros ojos) es sólo una pequeña parte. Notar también cómo las ondas, en las distintas bandas, tienen picos muy juntos (o sea, frecuencia alta y longitudes de onda muy pequeñas) en la zona de los rayos gamma, y picos muy separados (frecuencias bajas y longitudes de onda muy grandes) en la zona de las microondas.
La radio emite con una longitud de onda del orden de un metro, la cena la cocinamos con microondas, el paisaje lo vemos con luz visible, el sol nos broncea con rayos ultravioleta y las radiografías se toman con rayos X. Necesitamos ahora explorar un poco las unidades de la luz, porque cada banda se mide con unidades distintas, algo un poco más complicado que lo que sucede al medir distancias, dado que en casi todo el mundo se utilizan las unidades métricas y unos tres o cuatro países usan las unidades imperiales. Pero a no desesperar, porque la física viene a nuestro rescate.
Como acabamos de decir, la longitud de onda es la distancia entre dos picos. Lo que tarda en recorrer esta distancia no es más que su velocidad por el tiempo que le lleva. Como la velocidad es la misma, porque es la de la luz (que es constante), entonces es muy fácil “traducir” de longitud de onda ...

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