XXIX. El lector de sueños
Carisolo no tardó en mostrarse en la lejanía, acurrucada sobre la ladera de suaves montañas tapizadas de un verde intenso. El pueblo parecía una estampa navideña. Una paz y armonía casi celestial flotaban sobre el conjunto de casas de piedra cubiertas con pizarra de la zona, creando una insólita armonía vital en aquel paraje.
—¡Ya estamos cerca de nuestro destino! —gritó Mauro.
—Sí, distingo los tejados y las torres entre árboles y huertos —exclamó Bruno—. Pero no sabemos dónde dirigirnos, y tendremos que preguntar para localizar a la persona que buscamos. La única referencia que nos dio Pietro Andrea es que vive en un bosque cercano a la iglesia.
—Bien, ya es algo, aunque bosques no faltan en este lugar, y también veo tres campanarios —respondió Mauro, confundido.
—Debemos ir a la iglesia de Santo Stefano —aclaró Bruno.
Mauro dirigió los caballos hacia el interior del pueblo, y allí, junto a la plaza mayor, descendiendo de la silla, decidió preguntar, mientras Bruno prefirió aguardar dentro del carruaje, un tanto ensimismado en sus pensamientos.
—¡Perdonad, señor! ¿Dónde se encuentra la iglesia de Santo Stefano?
—Es la que está en las afueras de Carisolo, sobre el camino que lleva a Bedole —respondió aquel hombre, que vendía frutas en un puesto del mercado—. No tardaréis en verla, porque se alza sobre una colina.
—Vamos buscando a un hombre que vive cerca de esa iglesia, en el interior de un bosque; se llama Gerolamo Cardano. ¿Conocéis a esa persona? —volvió a preguntar el chófer.
—Por ese nombre, no, pero sí sé que hay un hombre, algo extraño y enigmático, que vive solo en una cabaña en el interior de un espeso bosque, no lejos de la iglesia, que tiene el don de curar a través de los sueños… —dijo aquel hombre, mirando con cierta extrañeza a Mauro y al carromato.
—Gracias.
—¿Ha escuchado, señor? —preguntó el chófer, dirigiéndose a Bruno.
—¡Sí, Mauro! Es posible que se trate de la misma persona. Dirígete hacia esa iglesia, y luego seguiremos preguntando —aconsejó Bruno.
Aquel santuario no quedaba lejos; la iglesia de santo Stefano, que se hallaba sobre una suave colina, dominando el camino que salía de Carisolo en dirección a Bedole, no tardó en aparecer sobre las copas de los árboles. Y fue al contemplar el campanario cuadrado y puntiagudo cuando Bruno exclamó:
—¡Sí! Me acuerdo ahora muy bien de este lugar. Esta iglesia también fue decorada magistralmente por mi padre. Yo tenía pocos años y le acompañé en muchas jornadas de trabajo. Recuerdo que las pinturas tienen una particularidad única, como es la representación de la última cena con los apóstoles sentados a un lado de la tabla de la mesa ante un largo mantel de color blanco y los alimentos simbólicos. Los comensales están detrás de la mesa, mientras que los servidores se mueven delante; al lado se encuentra la escena de Judas Iscariote recibiendo la comunión de manos de Jesucristo, mientras con la mano izquierda acaricia la bolsa de monedas que lleva colgada del cinturón; y debajo del mantel, moviéndose sobre los pies descalzos de los comensales, hay algunos perros pendientes de las sobras que van cayendo.
—Resulta extraordinaria vuestra memoria, señor —dijo asombrado Mauro, dirigiendo los caballos por la cuesta que llevaba a la iglesia.
Al llegar a la plazoleta que se abría frente al ábside, donde se hallaba el cementerio, por respeto a los difuntos allí enterrados, el chófer condujo hacia unos alerces próximos, sujetando firmemente las riendas y frenando el carromato.
—¡Bien! Vamos a ver qué podemos averiguar aquí del paradero de este hombre que estamos buscando —manifestó Bruno mientras bajaba—. ¡Espere aquí, no tardo en volver!
—¡Tenga cuidado, amigo!
Seguidamente, Bruno se dirigió a la iglesia, y, al llegar a la pared meridional, la que estaba decorada con las pinturas realizadas por su padre, advirtió la presencia de dos hombres, que miraban con curiosidad aquella serie de frescos y conversaban en voz baja. Por los ropajes de seda que vestían y sus refinados modales, eran gente de alta cuna. Y este no dudó en aproximarse a ellos.
—¡Buenos días, señores!
Aquellas personas, que entablaban animada conversación, no pudieron evitar tener un leve sobresalto ante la inesperada presencia de Bruno, pero respondieron al saludo de este.
—¡Buenos días, señor!
—¿Os agradan estas pinturas? —preguntó Bruno, para intentar establecer una relación con aquellos hombres.
—¡Sí! Hemos venido esta mañana desde Boxen para visitar las iglesias decoradas por Simone Baschenis —informó el más alto de los dos.
Bruno, al oír el nombre de su padre, no pudo dejar de estremecerse de felicidad.
—Las pinturas de esta iglesia son de maravillosa ejecución —respondió al instante—. Entre las escenas más sorprendentes, además de la vida de san Esteban, patrón de la iglesia, debemos destacar a Daniel y al rey de Israel. También la representación de la Virgen y el Niño, pero sin duda la escena de la última cena es la más importante, por ser única en su categoría y estilo en toda Europa.
—Conocéis muy bien la obra de este artista —manifestó el que más hablaba, mientras que el otro escuchaba con inusitado interés la conversación, sin dejar de examinar los murales pictóricos de las fachadas de la iglesia y de observar discretamente a Bruno.
—Sí, fue mi padre, Simone, quien, en efecto, llevó a cabo la realización de estas singulares pinturas. Fue una de sus primeras obras, llevadas a cabo en Val Rendena, relacionadas con el sobrecogedor tema de la danza de la muerte.
—¿Vos sois hijo de Simone Baschenis? —coincidieron en preguntar de inmediato, con admiración y respeto al mismo tiempo.
—Sí, me llamo Bruno Baschenis.
—Nosotros somos comerciantes de vinos, con sede en Boxen. Precisamente en esta ciudad, no muy lejos de nuestras casas, en el interior de la iglesia de los dominicos, se conserva un interesante fresco de la escuela del Giotto llamado «Triunfo de la Muerte».
—Sí, lo conozco bien —manifestó Bruno—. Soy restaurador de las obras de arte de los palacios tridentinos.
—Vemos que estamos hablando con toda una autoridad en el arte, y además es el hijo de Simone Baschenis. Es un inmenso honor para nosotros conoceros.
—Gracias, señores; transmitiré a mi padre vuestros halagos hacia su magnífica obra.
—Estamos aprovechando un recorrido por Val Rendena para comercializar unos vinos que nuestras bodegas producen con los viñedos que se cultivan a orillas del lago de Garda. Por ello, por un recorrido desde el norte del valle, al pasar por Carisolo, no hemos querido perder la oportunidad de venir a visitar estas singulares iglesias, en las que su padre hizo sin duda un sensacional trabajo.
—No dejéis de ver las pinturas de las iglesias de Pinzolo y Pelugo —recomendó Bruno, con amabilidad.
—Así lo haremos —aseguró uno de los comerciantes—. Bien. Hemos de seguir nuestro recorrido; esta noche nos esperan en Bolbeno, donde descansaremos, y mañana al mediodía debemos estar en Riva di Garda, en cuya población hemos creado una bodega, para estar más cerca de los viñedos, y también de las principales calzadas que faciliten su comercio. Si os acercáis algún día, seréis bienvenido e invitado a catar algunos de los vinos que, de la variedad fraga, estamos elaborando —ofreció cortésmente.
—Gracias, señores. Aunque no soy un gran entendido en vinos, sí me gusta beber un vaso durante las comidas. Yo resido en Trento. —Hizo una breve pausa, y entonces se despidió—: Que tengáis un feliz viaje.
Bruno no les preguntó nada acerca de la persona que estaba buscando, porque comprendió que se trataba de forasteros, y poca información iban a facilitarle sobre el particular. Al quedarse solo, se acercó a la última de las figuras pictóricas y observó que efectivamente la frase grabada por su padre «Mors janua vitae» había sido casi destruida, y en su lugar aparecía escrito «Nihil omni», bajo una cruz, confirmando las palabras de su progenitor.
Estaba ya a punto de regresar al lugar donde le aguardaba Mauro cuando oyó un sonido en el interior de la iglesia, y seguidamente el crujir del gozne de la cerradura que se hallaba cerrada. Al instante, apareció una persona con una escoba, barriendo.
—¡Buenos días, señor! Perdonad que os moleste, pero estoy buscando a una persona —solicitó amablemente Bruno.
—Vos diréis —repuso aquel hombre—. El párroco no se encuentra hoy aquí, porque ha ido a oficiar la misa en el santuario de la Madonna del Potere, y tardará en volver.
—Bueno, es posible que vos lo sepáis. ¿Sois de aquí, de Carisolo? —quiso saber Bruno.
—Sí, en este pueblo nací, y también mis padres. Cuido de la limpieza de la iglesia, el cementerio y el entorno de esta parroquia desde hace muchos años. ¿Pero de quién se trata? —preguntó un tanto sorprendido.
—El nombre de esa persona que ando buscando es Gerolamo Cardano. Solo sé que es un sabio que vive en un bosque de robles cercano a esta iglesia.
—Por ese nombre… no conozco a nadie. Pero sé de una persona que vive en un lugar con esas características, a quien t...