No somos refugiados
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No somos refugiados

Agustín Morales

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  1. 370 páginas
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No somos refugiados

Agustín Morales

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Información del libro

Este libro sigue el camino de los refugiados y de los desterrados por la violencia. Aquí hay un disc-jockey rescatado en el Mediterráneo. Hay un maestro que sobrevivió a la destrucción de una ciudad en Sudán del Sur. Hay un migrante que perdió una pierna mientras huía subido a un tren, pero volvió a la ruta y se volvió a enamorar.Este libro viaja a los orígenes de la violencia en Siria y Afganistán. Camina con los migrantes que atraviesan México huyendo de las pandillas centroamericanas. Se detiene en los campamentos de Jordania. Se adentra en las rutas, en los rescates de barcazas en el Mediterráneo. Y desembarca en la última frontera: Europa.Estamos en el momento de la historia con más gente desplazada por la guerra. No es una crisis de Europa.Es una crisis del mundo.Un mundo de éxodos.

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Información

Año
2019
ISBN
9788412039153
V. Destinos: ¿Cuándo llegan?
Billete al limbo en clase refugiada.
República Centroafricana
«El bosque siempre había sido una salida y ahora,
cuando el país caía en el abismo, volvía a serlo.»
Xavier Aldekoa: Océano África
Unos niños se suben a una torre de madera en el aeropuerto de Bangui, la capital de República Centroafricana. Juegan, se tiran de la camiseta, se ponen la mano en la frente como visera. La imagen sería entrañable si no fuera porque lo que miran no es un Boeing 787 a punto de despegar, un autobús transportando a pasajeros hacia su vuelo internacional o personal de tierra haciendo gestos en la pista de aterrizaje. Lo que miran es una enorme mancha de tiendas de campaña con plásticos macilentos que se extiende por hangares y por un terreno accidentado de huertos y maleza. Lo que miran es un campo limitado por un bosque al este y por un Tupolev ruso y una minúscula terminal al oeste. Lo que miran los niños es su casa: un campo de desplazados en el aeropuerto.
Aquí viven más de veinte mil personas que huyeron de la guerra. Son casi todos cristianos que escaparon de los ataques de la coalición islámica Séléka en diciembre de 2013. Este terreno pegado al aeropuerto llegó a alojar a cien mil personas: muchas volvieron a casa —o a lo que quedaba de su casa—, pero las que residían en los barrios más conflictivos se niegan a regresar. Pasa el tiempo ante la desidia de la comunidad internacional, pasa el tiempo sin que el Gobierno de República Centroafricana mueva un dedo, pasa el tiempo y toda esta humanidad sigue encerrada en este territorio onírico, donde los desplazados siembran huertos, buscan la sombra bajo las alas de avionetas abandonadas y se tapan los oídos cada vez que hay un aterrizaje.
El rincón más pintoresco de este campamento son los hangares, que fueron ocupados por los desplazados desde el principio del conflicto. Camino por uno de ellos y me parece estar visitando una tienda de antigüedades conquistada por las masas: taburetes y mesas patas arriba; avionetas desvencijadas cubiertas por el polvo y con los alerones levantados; toallas colgadas de las alas, chanclas encajadas en espacios del pájaro metálico que la destrucción ha descubierto; armarios de otro siglo, mosquiteras, escobas de paja, cubos de agua, cojines y cestos para la ropa.
Esto es un desguace aeroportuario al aire libre, habitado por personas que huyeron despavoridas, en busca de seguridad. ¿Por qué aquí? Cuando el visitante llega a Bangui, puede pensar que toda esa gente se agolpa a la espera de un avión que los saque de la ciudad o del país. No: se refugiaron en el aeropuerto porque un contingente militar francés estaba aquí desplegado y pensaron que era el único lugar seguro —suena a Sudán del Sur. Ahora los franceses se han marchado y han sido reemplazados por una misión de cascos azules de la ONU.
No nos garantizan una protección total, dicen los desplazados, pero no nos atrevemos a volver.
Al salir del hangar me encuentro otros dos aparatos: un biplano rojo cuya hélice invita a los niños a jugar y una avioneta blanca que no tiene ninguna posibilidad de ser reparada. Ninguna, en serio. Amparada en la sombra de sus alas, una señora separa manojos de mandioca. Me acerco a hablar con ella y enseguida me invita a sentarme. Se llama Mboudou.
—Los musulmanes quemaron nuestra casa. Nos refugiamos aquí. Lo perdimos todo. Mi marido no lo podía soportar y murió de pena, en este campo. Me he quedado viuda y con siete hijos.
Ajenos a las palabras que su madre pronuncia con tristeza, los niños nos acorralan bajo el ala de la avioneta, dan vueltas, observan al extranjero; más vecinos se suman.
—Ninguno va a la escuela, porque no tengo dinero para pagar la matrícula. No tenemos nada. Por la mañana me levanto, no desayunamos porque no tenemos comida, si tengo hojas de mandioca las separo aquí hasta el mediodía, y luego las muelo y las cocino para alimentar a los niños. No tenemos dinero ni para condimentarlas.
Toda la familia vive en una tienda de campaña situada justo ante la puerta del hangar. Al sufrimiento habitual en este tipo de campos se le une una molestia adicional: el ruido ensordecedor del aeropuerto.
—Tengo problemas de tensión. No puedo dormir bien por culpa del ruido. Los aviones grandes, cuando van a despegar, son los peores.
Dice Mboudou que está sola. Que tiene miedo de volver a casa hasta que las armas no desaparezcan de su barrio. Y suplica:
—La comunidad internacional tiene que apoyarnos. Tiene que desarmar los barrios y ayudarnos a salir de aquí.
Mboudou quiere irse. Como sea. Es normal: a su alrededor, todo es miseria y decadencia. La mayoría de las tiendas no cuentan con las clásicas lonas de Acnur, sino que están cubiertas por plásticos ordinarios e incluso hay rendijas tapadas por bolsas de basura. Ahora ya no hay la misma presión demográfica, pero al principio los desplazados vivían incluso dentro de los aviones. Tras despedirme de Mboudou, sigo visitando el campo acompañado por Luis Arias, coordinador de Médicos Sin Fronteras en M’Poko, que explica las paradojas que encierra este insólito lugar.
—Este es un Gobierno que no existe. No tiene fuerza para echar a los desplazados del campo. La Policía no puede entrar aquí. Ayer hubo cinco heridos porque un musulmán intentó robar un taxi-moto que conducía un hombre que resultó ser soldado centroafricano, y que como respuesta le tiró una granada.
Paseamos por el campo en dirección a la terminal. Entre las tiendas, asoma el ala de un Tupolev blanco de carga pintado con una raya azul, que parece que se prepara para salir. Ruido de las turbinas, vibración del horizonte: plenitud de la confusión.
—Me tengo que agarrar para no caer cada vez que sale un avión. Esto es terrible para los bebés —dice Marcel, jefe de uno de los barrios del campo, mientras aprieta uno de los palos que sostienen su tienda.
Detrás del Tupolev hay un avión comercial y avionetas de la ONU y de las oenegés. Bordeamos ahora el límite del campo: solo hay espigas, hierbajos y un canal de agua entre los aviones y la gente. Nos vamos alejando de la terminal y nos encaminamos hacia la pista.
—¡Venís aquí y fingís que tomáis nota! —me grita una señora que me ve apuntar estas impresiones en la libreta—. ¡Y luego nos dejáis aquí, sin comida ni nada!
No digo nada. Trago saliva.
Tiene razón.
Me tropiezo con una línea amarilla que conecta el campo con el asfalto de la pista. Por allí circulan motos e incluso coches, un hombre cargando paja, niños que van a hacer recados. Sí: la pista del aeropuerto —la única pista—, en estos momentos, es una gran avenida llena de vida, con un tráfico incluso ordenado, nada africano: ambiente de domingo. De repente, cascos azules cameruneses subidos a un vehículo militar empiezan a patrullar a lo largo de la pista. Han activado el protocolo de despegue: tienen que despejar el asfalto para que el avión pueda salir. Poco a poco, el tráfico va cesando. Los últimos en cruzar la pista se apresuran, como si fuera un paso de cebra y el semáforo verde estuviera parpadeando. Pasa un señor con una carreta y el soldado camerunés le deja pasar como diciendo: «El último, eh.»
Aparece el Tupolev que habíamos visto al lado de la terminal. Unos miran como si fuera la primera vez. Otros ya están acostumbrados. El avión da la vuelta para despegar, levanta polvo, se organiza un vendaval: desde mi posición —a unos quinientos metros— parece que la gente del campo esté bajo las turbinas, una hoja gira cerca de mí, los soldados cameruneses, con petos naranjas, sostienen sus rifles y esperan la salida del avión —pero cualquier persona podría entrar en la pista y precipitar el caos—, la hierba se mueve como las olas —olas libias, olas del Mediterráneo, pienso—, arranca el avión, coge velocidad, los niños gritan, humo marrón y blanco, un ruido de solo unos segundos, y ya vuela por encima del mayor campo de desplazados de República Centroafricana.
Tras el despegue, volvemos de la pista a los hangares. Ambos puntos están unidos por una especie de avenida: tiendas de música, señoras friendo cabezas de pescado, motocicletas otra vez. La línea amarilla no miente: aunque ya no lo parezca, esta calle era la pista de aterrizaje para las avionetas. Otra mujer nos increpa, algo nada habitual en los campamentos.
—Ahora está todo más o menos tranquilo —dice Luis—, pero piensa que aquí una granada cuesta 150 francos [30 céntimos de euro]. Algunos entierran las granadas junto a los kaláshnikovs bajo las tiendas.
En el trayecto, conozco a Augustine, un hombre de sesenta y tres años. Empezamos a hablar y se tapa los oídos con las manos.
—Aquí hay mucho ruido. Cuando aterriza un avión, todo el mundo se despierta.
Habla conmigo en una tienda, pero...

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