Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930
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Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930

Beatriz Sarlo

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Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930

Beatriz Sarlo

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En 1988 se publica por primera vez Una modernidad periférica. Por su carácter ambicioso y exhaustivo, pero sobre todo por su audacia y originalidad, es la obra en que Sarlo empieza a ser Sarlo. Producto de la insatisfacción y la perplejidad ante las limitaciones de la crítica académica, y de una búsqueda personal sostenida, el libro ofrece un panorama de las respuestas que las vertiginosas transformaciones culturales y urbanas de comienzos del siglo XX suscitaron en los intelectuales, artistas y escritores.Son los años de la vanguardia, nucleada en las revistas Martín Fierro y luego en Proa: allí están Borges, Güiraldes, Girondo, Xul Solar, Norah Lange, los cruzados de la renovación estética. Los que cultivan la ruptura y la desacralización de los valores literarios del modernismo, pero también el criollismo como una forma de nostalgia por lo que Buenos Aires está dejando de ser. Son los años del nuevo periodismo, de Crítica y El Mundo, cuando en la bohemia de las redacciones, entre cables internacionales y noticias policiales, empiezan a abrirse camino escritores recién llegados al campo intelectual: Roberto Arlt, Raúl González Tuñón, Alfonsina Storni.Atenta a materiales muy diversos –narraciones, poemas y ensayos, pero también entrevistas, manifiestos, notas periodísticas y avisos publicitarios–, Sarlo consigue nombrar el movimiento de la época: Buenos Aires como una cultura de mezcla, en la que conviven en tensión hijos de familias patricias e hijos de la inmigración, quienes leen literaturas extranjeras en lengua original y quienes solo pueden leer traducciones, quienes poseen los saberes prestigiosos y quienes acceden a los saberes populares y técnicos de la divulgación. En esa mezcla de aceleración y angustia, impronta europeísta y pregunta por la argentinidad, Sarlo señala distinciones y matices inesperados.

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Información

Año
2020
ISBN
9789876299916
Categoría
Literature
1. Buenos Aires, ciudad moderna
Erizada de torres, la ciudad proclama en la altura el vigor de un pueblo. Ya tiene la corona gris de las grandes metrópolis, gris de humo –fundido con gris de nubes–, como Londres, como París, como las gigantescas urbes del mundo; ese humo que se cierne hasta sobre las barriadas aristocráticas, hoy sacudidas también por el dinamismo característico del pueblo porteño.
Caras y Caretas, octubre de 1930
Las figuras masculinas y femeninas suman elementos geométricos planos: círculos para las cabezas, rectángulos para los cuerpos y las extremidades. Cuatro arriba, tres abajo, flotan en un espacio abstracto, donde se distribuyen sin efectos de perspectiva, excepto en lo que concierne a su tamaño. Las siete cabezas tienen un remate distinto: bandas angostas, medias lunas, flechas, óvalos, ondas rígidas que caen hasta el filo de los hombros, insignias. Los cuerpos también exhiben bandas coloreadas y transparentes que los diferencian, por las formas y los tonos. En el espacio donde navegan, sin apoyarse en ningún plano sólido, en ninguna línea, hay estrellas de David, cruces gamadas, soles partidos por la mitad. Dos de las figuras llevan banderas irreconocibles.
En otro espacio marino o interestelar ondula el dragón, entre estrellas de cinco puntas. Sobre su lomo hay transatlánticos, faros iluminados, pescados con banderas, figuras vagamente humanas, cuyas cabezas rematan en insignias: la chilena, la peruana, la brasileña, la uruguaya, la argentina.
Un paisaje urbano ordena sus edificios rectangulares en dos grandes bloques; tres edificios tienen ojos y nariz; de otros cuatro salen banderas no identificables, excepto la que lleva los colores de España. En la parte inferior, un reptil geométrico y metálico, con cuatro pies y cabeza humana, lleva sobre su cráneo un homúnculo de varias piernas. La cola expele círculos negros hacia un rectángulo verde, donde apoya una cabeza de mujer.
Sobre un paisaje fracturado vuelan las modernas quimeras: hombres-aeroplano, con cabezas de pájaro y chimeneas por cuerpo; brazos y patas embutidos en planos transparentes dan impulso a las máquinas humanas, cuyos pies se han transformado en ruedas; de los vientres se proyectan escaleras y anclas; en los cuellos se insertan las hélices.
El paisaje urbano está formado por rectángulos superpuestos; algunos tienen un enorme ojo abierto en el ángulo superior; de otros salen veredas o calles, que arrancan de arcos tradicionales de medio punto. Sobre cilindros, dos hombrecitos sentados y, en primer plano, un icono semihumano muestra su cola de dragón o de serpiente. Todas las superficies, perfectamente definidas, están atravesadas por líneas horizontales. Un rostro, mitad hombre, mitad mujer, se recorta contra el espacio transparente donde flotan grafismos; salen cintas de la parte superior de la cabeza y otras cintas suben desde la base del cuadro. Hay un rastro de caricatura en las dos medias sonrisas y una cualidad plana evoca al mismo tiempo la pintura de los primitivos y las historietas.[3]
Xul Solar expone algunos de estos cuadros en Buenos Aires. En 1924, en el Salón Libre; en 1925, en el Salón de los Independientes; en 1926, en Amigos del Arte, junto con Pettoruti y Norah Borges; en 1929, en Amigos del Arte, nuevamente, esta vez con Berni. Inventó el neocriollo, la panlingua, la escritura pictórica; trajo a Buenos Aires, según Borges y Pellegrini, el expresionismo alemán y Paul Klee; piensa que la astrologia puede explicar la jerarquía y el movimiento oculto del mundo. Los órdenes lo obsesionan: modificar el juego de ajedrez o el tarot, cambiar el diseño de las notas musicales o el de la casa funcional moderna. Como en sus cuadros, Xul señala, identifica, combina, geometriza y mezcla.
Siempre vi estos cuadros de Xul como rompecabezas de Buenos Aires. Más que su intención esotérica o su libertad estética, me impresionaron su obsesividad semiótica, su pasión jerárquica y geometrizante, la exterioridad de su simbolismo. Buenos Aires, en los años veinte y los treinta, era el anclaje urbano de estas fantasías astrales y en sus calles, desde el último tercio del siglo XIX también se hablaba una panlingua, un pidgin cocoliche de puerto inmigratorio.
Xul había aprendido en Europa, adonde había viajado en 1903 y de donde regresó en 1924, el lenguaje y las experiencias de la vanguardia. Buenos Aires era un espacio donde esas formas de mirar podían seguir desplegándose. Muchas cosas habían sucedido en esos veinte años que ocupan el viaje europeo de Xul y averiguar cuáles fueron algunas de las respuestas frente al cambio es el propósito de este libro. Lo que Xul mezcla en sus cuadros también se mezcla en la cultura de los intelectuales: modernidad europea y diferencia rioplatense, aceleración y angustia, tradicionalismo y espíritu renovador; criollismo y vanguardia. Buenos Aires: el gran escenario latinoamericano de una cultura de mezcla.
Caída entre los grandes edificios cúbicos, con panoramas de pollo a “lo spiedo” y salas doradas, y puestos de cocaína y vestíbulos de teatros [,] ¡qué maravillosamente atorranta es por la noche la calle Corrientes! ¡Qué linda y qué vaga! […] La calle vagabunda enciende a las siete de la tarde todos sus letreros luminosos y, enguirnaldada de rectángulos verdes, rojos y azules, lanza a las murallas blancas sus reflejos de azul de metileno, sus amarillos de ácido pícrico, como el glorioso desafío de un pirotécnico.
Bajo esas luces fantasmagóricas, mujeres estilizadas como las que dibuja Sirio, pasan encendiendo un volcán de deseos en los vagos de cuellos duros que se oxidan en las mesas de los cafés saturados de jazz band. […]
Vigilantes, canillitas, fiocas, actrices, porteros de teatros, mensajeros, revendedores, secretarios de compañías, cómicos, poetas, ladrones, hombres de negocios innombrables, autores, vagabundas, críticos teatrales, damas del medio mundo; una humanidad única cosmopolita y extraña se da la mano en ese desaguadero para su belleza y la alegría. […]
Porque basta entrar a esa calle para sentir que la vida es otra y más fuerte y más animada. Todo ofrece placer. […]
Y libros, mujeres, bombones y cocaína, y cigarrillos verdosos, y asesinos incógnitos; todos confraternizan en la estilización que modula una luz supereléctrica.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Eso es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.[4]
Buenos Aires ha crecido de manera espectacular en las dos primeras décadas del siglo XX. La ciudad nueva hace posible, literariamente verosímil y culturalmente aceptable al flâneur que arroja la mirada anónima del que no será reconocido por quienes son observados, la mirada que no supone comunicación con el otro. Observar el espectáculo: un flâneur es un mirón hundido en la escena urbana de la que, al mismo tiempo, forma parte: en abismo, el flâneur es observado por otro flâneur que a su vez es visto por un tercero, y… El circuito del paseante anónimo solo es posible en la gran ciudad que, más que un concepto demográfico o urbanístico, es una categoría ideológica y un mundo de valores. Arlt produce su personaje y su perspectiva en las Aguafuertes, constituyéndose él mismo en un flâneur modelo. A diferencia de los costumbristas anteriores, se mezcla en el paisaje urbano como un ojo y un oído que se desplazan al azar. Tiene la atención flotante del flâneur que pasea por el centro y los barrios, metiéndose en la pobreza nueva de la gran ciudad y en las formas más evidentes de la marginalidad y el delito.
En su itinerario de los barrios al centro, el paseante atraviesa una ciudad cuyo trazado ya ha sido definido, pero que conserva todavía muchas parcelas sin construir,[5] baldíos y calles sin vereda de enfrente. Sin embargo, los cables del alumbrado eléctrico, ya en 1930, habían reemplazado los antiguos sistemas de gas y kerosene. Los medios de transporte modernos (sobre todo el tranvía, en el que viaja permanentemente el paseante arltiano) se habían expandido y ramificado; en 1931, en medio de un escándalo denunciado por algunos periódicos, se autoriza el sistema de colectivos. La ciudad se vive a una velocidad sin precedentes y estos desplazamientos rápidos no arrojan consecuencias solamente funcionales. La experiencia de la velocidad y la experiencia de la luz modulan un nuevo elenco de imágenes y percepciones: quien tenía algo más de 20 años en 1925 podía recordar la ciudad de la vuelta del siglo y comprobar las diferencias. Sin duda, las cosas habían cambiado menos en Floresta que en el centro. Pero la actividad del fomentismo, las uniones vecinales y cooperadoras, el crecimiento de centros comerciales en los barrios relativamente alejados como Villa Urquiza o Boedo trasladaban hacia la periferia, atenuados, los rasgos del centro.
Creo que el impacto de estas transformaciones tiene una dimensión subjetiva que se despliega en un arco de tiempo relativamente breve: en efecto, hombres y mujeres pueden recordar una ciudad diferente a aquella en la que están viviendo. Y además esa ciudad diferente fue el escenario de la infancia o la adolescencia: el pasado biográfico subraya lo que se ha perdido (o lo que se ha ganado) en el presente de la ciudad moderna.
La Argentina se ubica en el segundo lugar entre las naciones que han recibido mayor inmigración europea en la centuria que abarca desde aproximadamente mediados del siglo XIX hasta la década [de 1950]. Si se toma en cuenta el volumen inmigratorio en relación con el tamaño total de la población que lo recibe, el caso argentino es aun más sobresaliente, ya que fue el país que tuvo mayor impacto inmigratorio europeo en el período de referencia. Por otra parte, la Argentina es en la actualidad uno de los países más urbanizados del mundo con aproximadamente el 80% de su población residiendo en aglomeraciones urbanas y fueron las migraciones internacionales en primer lugar y las migraciones internas más tarde, los principales factores demográficos determinantes del proceso de urbanización.[6]
Buenos Aires era una ciudad cosmopolita desde el punto de vista de su población. Lo que escandalizaba o aterraba a muchos de los nacionalistas del Centenario influye la visión de los intelectuales en los años veinte y treinta. En verdad, el proceso había comenzado mucho antes, pero su magnitud y profundidad sigue impresionando a los porteños en este período. El ensayo traduce en términos ideológicos y morales las reacciones frente a una población diferenciada según lenguas y orígenes nacionales, unida a la experiencia de un crecimiento material rápido de la ciudad misma. Ya en 1890 se había quebrado la imagen de una ciudad homogénea, pero treinta años son pocos para asimilar, en la dimensión subjetiva, las radicales diferencias introducidas por el crecimiento urbano, la inmigración y los hijos de la inmigración.[7] Una ciudad que duplica su población en poco menos de un cuarto de siglo[8] sufre cambios que sus habitantes, viejos y nuevos, debieron procesar. Junto con ello, dos datos más: todavía en 1936 el porcentaje de extranjeros superaba el 36,10 y el índice de masculinidad alcanzaba el 120,90 para los no nativos: la ciudad que Miguel Cané temía en 1890 seguía siendo Buenos Aires en la década de 1930. Los no nativos, por otra parte, se agrupaban en las franjas de adultos jóvenes de la pirámide poblacional y sus mujeres eran más fértiles. Inmigrantes e hijos de inmigrantes contribuyen de este modo, según estimaciones, al 75% del crecimiento de Buenos Aires.[9] Los extranjeros, aunque ya no se agrupan mayoritariamente en el centro, como sucedía hasta principios del siglo XX, son visibles también allí. Por otra parte, sus hijos forman parte del contingente beneficiado por el aumento de la tasa de alfabetización y escolaridad; muchos comienzan el trabajoso camino del ascenso a través del capital y las inversiones simbólicas. Ingresan a las universidades o comienzan a disputar lugares en el campo de la cultura y en las profesiones liberales.
A mediados de 1930, en Buenos Aires, los analfabetos nativos alcanzan solo el 2,39% sobre un total porcentual del 6,64. Es cierto que, como señalan Gutiérrez y Romero, no necesariamente
los considerados letrados estuviesen capacitados para la lectura sostenida y comprensiva de textos aun elementales. Pero indica que una mayor cantidad de personas estaban en condiciones de acceder a otro instrumento de conocimiento que no fuera la mera experiencia.[10]
Se define así el área social ampliada de un público lector potencial, no solo de capas medias, sino de sectores populares. El crecimiento, de la educación secundaria, también notable en los niveles nacional, normal y comercial, en poco más de una década entre 1920 y 1932, duplica el número de alumnos encuadrados dentro del sistema.
Estas son precondiciones de los cambios que se producen en el perfil del público y la consolidación de un mercado editorial local. Desbordado el público de “señores”, se pasa a un universo de capas medias. Para estas produce “Claridad”, de Antonio Zamora,[11] una empresa dinámica y moderna que en poco menos de diez años, según afirmaciones de su direct...

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