
- 150 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El Delfín de Corubicí
Descripción del libro
"El Delfín de Corubicí es un ameno y delicadísimo cuento de hadas al que su autor enlazó bellos folios de nuestra historia precolombina". Lillia Ramos."Es más que una novela. Su valor intrínseco reside en la vinculación con la historia natural, hecho que se destaca a través de todo el relato. En él aparece la naturaleza viviente, la selva tropical y sus habitantes. La playa, los vientos y, sobre todo, el mar con su oleaje y su patrimonio de conchas y peces". Doris Stone
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Información
Editorial
Editorial Costa RicaAño
2017ISBN del libro electrónico
9789930549186XII
Entre tanto Pipilacha había logrado del prisionero que le dijera todo lo que él sabía con respecto a Copey; mas para ganarse el afecto de la princesa india, ponderó el apache su carácter bondadoso, inteligente y activo, atribuyéndole riquezas imaginarias, de las cuales nada podía saber.
—Cuando ese muchacho vuelva a su pueblo, será tan poderoso como el Cacique de Chira –decía el tunante cocinero. Así había conseguido que le quitaran las amarras y lo trataran con ciertas atenciones de consideración.
El viejo Cacique atribuyó cuanto le decía Pipílacha a la fantasía juvenil, que siempre va más lejos de la realidad de las cosas. Para él lo único práctico era el tesoro de los piratas: había ordenado equipar tres piraguas, sin decir a la tripulación el lugar a donde iban, y con el prisionero por guía se hizo a la mar en una noche tranquila, evitando tocar en ningún puerto habitado, y arribando tan solo a las pequeñas ensenadas para que nadie se enterase del propósito que lo llevaba afuera del Golfo.
Durante su ausencia llegó un correo de Corubicí, conduciendo al pregonero del Cacique Diriá, que fijaba la siguiente luna llena para la apertura de la feria anual.
—Mi padre estará pronto de regreso –dijo Pipilacha–; hace una semana que salió y debe regresar antes de tres días; lo mejor será que lo esperen aquí para reunir la gente y hacer los pregones de costumbre, a tambor batiente, en la plaza.
—Me parece bien –contestó Cangrejo–; mientras tanto iremos Copey y yo de pesca y cacería a la isla de Cachoa, que está cerca y tiene una mar tan tranquila como el alma de mi compañero.
—Llevaremos flecheros adiestrados –agregó Pipilacha–, y yo misma les acompañaré, si ustedes lo permiten; saliendo temprano, se puede regresar por la tarde, para que vuestra permanencia en estos dominios no resulte fastidiosa. En Cachoa no hay alojamiento, pues solo está habitada por una familia de pescadores, permitida por mi padre en calidad de vigilancia, para evitar el exterminio de nuestra cría de ciervos, que tenemos protegida desde hace muchos años en aquella isla.
—Así –dijo Copey–, la cacería será más interesante bajo la protección y vigilancia de la Reina Regente.
—Guardaré la galantería de Reina Regente –agregó la joven princesa–, e iremos al rayar el alba a pasar un día de campo, como si fuésemos amigos de la infancia. Estas oportunidades se presentan raras veces; mi padre vive pegado a las costumbres ceremoniosas y si estuviera aquí, encontraría algún pretexto para evitar mi viaje con ustedes. Que duerman esta noche tranquilos, son mis primeras disposiciones.
—Que la luna os proteja –contestaron los huéspedes respetuosamente.
Al comenzar la noche apareció la luna radiante, con todo su esplendor, y ambos compañeros fueron a la rada para gozar del baño vespertino en que jóvenes y marineros tomaban parte, especialmente los cadetes de Chira, cuyas maniobras en el agua eran de gran agilidad: saltaban de los botes en diversos giros, pasaban por debajo de las barcas y aparecían de nuevo, trayendo conchas del fondo, como si fueran buzos profesionales. Otros ejecutaban regatas al canalete, haciendo girar los botes con la destreza de culebras de mar.
—Así se explica –decía Copey–, que esta gente conserve el dominio absoluto del Golfo.
Algunos marineros se ocupaban en alistar las embarcaciones que debían salir en la madrugada para Cachoa: afilaban las puntas de las flechas, templaban los arcos, revisaban las redes de pescar, cuerdas nuevas repusieron las que se veían gastadas por el uso; arpones de güiscoyol, sogas de lazar, todo quedó listo, porque la princesa era el ídolo de aquel pueblo y todos procuraban complacerla para gozar de los favores del Cacique.
Las mujeres del servicio en el palenque, preparaban tamales de carne con chile, yuca cocida en miel de abejas, pescado frito, bebidas fermentadas, agua potable, tortas de ojoche y todo lo mejor que podían alistar en pocas horas, pues iría una barca tripulada por mujeres y querían ser espléndidas con los huéspedes, sin que faltase nada a los marineros y cazadores.
Al clarear el día sonaron las cornetas y todo se puso en movimiento: algunos de los ranchos habían mantenido sus fogones encendidos durante toda la noche, para que el desayuno estuviera caliente. Cada cual tenía designado su puesto, y cuando se presentó Pipilacha, seguida de seis indias del servicio, los marineros formaron a uno y otro lado, con sus armas y canaletes en línea de parada.
—Si todo está listo –dijo la princesa–, podemos salir.
Tomaron asiento en los botes, y Pipilacha cogió el timón de su propia barca. La barca corubicí seguía después, y detrás dos piraguas guarda-costas de tamaño menor.
Voltearon la isla de Chira por el sur, e hicieron rumbo a los manglares que separan la isla de Cachoa de la costa peninsular.
El sol aparecía con sus primeros fulgores, reflejando sobre la superficie del espejo apacible: garzas blancas que se alejaban del manglar, plantas que recibían del agua salada la vida y sus encantos, la imagen de cuatro barcas portadoras del amor oculto, el deseo de agradar, el orgullo de un pueblo jamás subyugado y el atractivo de la juventud que constituye la esencia de la vida, desde los seres elevados hasta el último de los infusorios.
De vez en cuando miraba Pipilacha hacia atrás para enterarse de la marcha uniforme, con el orgullo de un almirante que contempla el desfile de sus barcos, como si fueran partículas de su propia vida.
Copey la seguía, cual si estuviera atado a un hilo invisible de aquella mujer dueña de la voluntad de todo un pueblo de marinos.
Muy temprano arribaron a la isla de Cachoa, notable por la cantidad de venados que había en ella, pues huyendo del tigre se refugiaban allí con frecuencia, sin más trabajo que atravesar el canal tranquilo que separa la isla de la costa del sur.
Cuando saltaron a tierra, pudo convencerse Copey de que el ama de su corazón era en realidad encantadora: llevaba sueltos y recortados los cabellos, una blusa ligera cubría su pecho escultural, dejando al descubierto sus brazos torneados con esa gracia inimitable que solo la naturaleza puede dar; una falda corta dejaba al descubierto la parte más graciosa de sus piernas, calzadas con babuchas de piel de venado, blancas como si fueran de armiño. Llevaba un carcaj adornado con plumas de garza blanca y podía tomársele por la Diana Cazadora del pueblo griego.
Los indios conocían el terreno palmo a palmo y sabían los sitios en que pastaban los venados. Nadie podría disparar una flecha antes que Pipilacha: la comitiva se dirigió hacia un árbol de ojoche conocido, cuyas hojas y frutos comen los venados con deleite. A todos se impuso el mayor silencio. Cuatro de las mujeres y algunos pescadores se quedaron en la playa preparando el almuerzo, alrededor de un fogón encendido exprofeso, pues la arribada se había hecho al lado sur, bastante distante del rancho del vigía.
Al llegar al árbol de ojoche, la joven princesa preparó el arco y dirigiendo un dardo sobre el costado izquierdo de un hermoso venado de cornamenta bifurcada, lo clavó con tal maestría, que la bestia dio un salto y cogió, seguida del resto de los ciervos, la dirección del cerro inmediato. Los cazadores, cual si fueran perros de presa, siguieron a los venados por entre zarzales y matorrales, disparando sus flechas cada vez que el bosque les permitía.
Pipilacha dijo a Copey:
—Aguardaremos aquí un momento, mientras ellos regresan; poco interés tengo de llenarme de garrapatas y coloradillas, que son tan fastidiosas.
Poco antes de llegar a la cumbre del cerro, se detuvo el venado herido, faltándole las fuerzas; dobló las manos, y tendido en tierra comenzó a desangrarse por el hocico y las narices. Dos de los indios cortaron una vara y atándolo por las piernas, regresaron a donde estaba la Princesa. El resto de los cazadores siguió haciendo disparos hasta la playa del norte, donde lograron, después de medio día de trabajo, coger dos hembras y un venadito pequeño, vivo, que se metió al amparo de una roca.
Copey se había olvidado de la cacería, atado como estaba bajo la sugestión de la joven india.
—Me habría gustado –le decía–, ser vuestro ciervo para recibir en la mitad del corazón ese dardo que al venado habrá hecho feliz.
—Eso se dice fácilmente –contestó Pipilacha–, pero nuestras flechas no dan siempre en el blanco y muchas veces confundimos un fugaz rayo de luna, con los destellos de la felicidad que se persigue... Estoy cansada de las atenciones colectivas y preferiría la tranquilidad de una isla desierta, donde no hubiera más que dos almas fundidas bajo un solo pensamiento.
—El Delfín podría completar vuestra dicha... –dijo Copey.
—El Delfín no es mi complemento –contestó Pipilacha–. Él es un hombre de mando y su pueblo lo necesita para continuar unido. En cambio, Chira tiene tantos guerreros que pueden reponer a mi padre en el mando, que mi presencia no es indispensable; bien podría retirarme sin detrimento alguno y gozar de tranquilidad absoluta, alejada de las esferas oficiales.
Los indios que estaban en la playa habían cogido una tortuga y la tenían asándose en el fogón. Después que llegaron los primeros cazadores, desollaron el ciervo, ocupándose las mujeres de ahumar la carne, bien cargada de sal para que pudiera conservarse por algunos días.
Cuando vino el resto de la comitiva, se dio principio al festín, bajo la sombra de los árboles costeños.
Se formaron tres grupos: uno de cazadores, orgullosos del éxito de la partida, pero tan cansados y sudorosos, que bebían mucho y comían poco. Otro de pescadores, cuyo apetito se había abierto desde temprano, viendo preparar las raciones d...
Índice
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- Inicio
- Presentación
- El motivo de este libro
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- IV
- V
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- VII
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