Notas sobre luces...
Para Alfredo Bárcena,
il miglior fabro.
Entre 1793 y 1794, durante los años del Terror que siguieron a la Revolución Francesa, se cuenta que las aristócratas parisinas se dejaban ver exhibiendo en sus orejas pendientes en forma de guillotina. El delicado homenaje a los descabezados, o a los «acortados», como se les llamaba entonces, añadía a la bella un toque de humor negro muy propio del dandismo femenino del Siglo de las Luces: el humorismo siempre es una conjura y las mismas que los lucían podían estar en pocas horas bajo la incansable cuchilla.
Escudo o provocación, aquellas guillotinas diminutas, tan realistas, expresaban de una vez por todas lo que las joyas encierran de vida y muerte; criaturas perturbadoras e inevitables con su lugar exacto entre los siete días de la creación.
Recordad por un momento lo decepcionante que resultan las metáforas amatorias –boca de rubíes y dientes de perlas– de aquellos rudos broches del salvaje Salvador Dalí, y veréis que el refinamiento, el humanismo de una joya, siempre es naturalista, no onírico. Si las joyas son un espejo del mundo en miniatura, al otro lado de aquellas guillotinas parpadeantes acechaba un terror menos terrorífico por calculado, o mejor, por representado.
Las joyas son un arma que tiene la cortesía de no herirte; de momento. Desde el airón, el pájaro joya que se hunde en la espesura tirante del cabello, hasta la afilada aguja con la que se asienta un velo en el sombrero, sin olvidar el tintineante suplicio de unas sonoras ajorcas, todas amagan. Su quietud es sólo acecho. Cuando se mueven, silban.
Los joyeros distinguen entre los pendientes fijos, de una sola postura, y los que cambian y brillan. ¿Aquellas guillotinas cortaban el aire, suspendían la respiración, aireaban delitos, rozaban cruelmente el óvalo de la cara y hasta se atrevían a hacer cosquillas en el condenado cuello, o eran inmóviles garabatos de oro incrustados en los lóbulos, como cangrejos al sol?
Cualquiera que se haya puesto pendientes sabe que hay veces en que el orificio se ha obstruído y cuesta un poco engancharlos. Entonces brota una gota de sangre y mancha fugazmente la perla, que revive con el dolor y palidece. Hay que darse prisa en limpiar la sangre porque, como pasa con los perfumes, ataca a la perla salvaje matando su oriente. Si contemplamos los retratos de las damas de la época, observaremos que las perlas juegan un papel fundamental en los pendientes del dieciocho. Sirven para clarear y rematan el juego del oro y las piedras. A veces son un botón en el ojal de la oreja, otras, una exclamación.
En aquellas guillotinas doradas sólo rodaba la perla, cabeza loca y obstinada, sin llegar nunca a desprenderse del todo. Un rubí de un rojo sombrío, de la variedad «sangre de pichón», se coagulaba inmóvil como una venganza anticipada.
Hubo una mujer que efectivamente llevó a la guillotina sus dos pendientes. Uno se lo puso para emular al verdugo en el momento supremo, el otro se lo entregó en herencia a su amante. El muchacho temeroso lo guardó en su estuche de terciopelo color violeta durante mucho tiempo. Lo abrió un día como quien rompe el sello de una tumba. En vez de cenizas, un perfume de oro viejo flotó en el aire con la intensidad de un recuerdo amoroso.
...y su corona de aforismos
A los niños pequeños les gustan los broches; piensan que son otros niños.
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Me enfiló como se enfila un collar de perlas: sabiendo que no duraría.
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Para un Evangelio Verde: sobre esta esmeralda levantaré mi bosque.
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Las joyas que atesora la Iglesia son como la espada del verdugo: sólo brillan en proximidad de sus víctimas.
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Una mujer que no lleva joyas se merece llevar al lado a un hombre enjoyado.
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Las perlas tienen oriente, los zafiros crepúsculo.
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El tennis brazalet, ese hilo de diamantes o rivíere que la tenista Lili Álvarez puso de moda en las pistas, es la única concesión que el juego ha hecho a la seriedad.
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Hay collares que dan más aire que un abanico, y que cierran mejor.
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Regalar una joya a una niña es un acto de rapiña; las joyas «son» de las niñas hasta que se hacen mayores.
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Una piedra preciosa turbia es como Otelo: mata lo que más quiere y se arrodilla.
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Las ágatas son los ojos del bosque.
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Cuando una mujer recibe de un hombre una joya, ese hombre es para siempre suyo y esa joya es para siempre de él.
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Una botonadura poco galante: cada botón llevaba una letra, «EACD». Cualquiera podía adivinar su significado: «Elle a cedé».
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Los joyeros son silenciosos, pero su silencio tiene mil facetas.
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Las pepitas de oro me desagradan, ¡son tan escatológicas!
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Un ópalo engarzado en diamantes: la nieve quema.
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Vender una joya es la operación más dolorosa: su cicatriz tiene el relieve y la profundidad de un amor no correspondido.
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El fuego cruzado del diamante también hace prisioneros.
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En los colores migratorios de las piedras preciosas se adivina el deseo de los minerales por ser aves.
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La diferencia entre las joyas y las condecoraciones es que las primeras son breves resplandores que te atan a la vida, y las segundas son largos destellos que viajan desde la muerte.
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Los collares bien engarzados son como las gambas: hay que tratarlos vuelta y vuelta.
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Conocí a un hombre que cambió la revolución por la belleza, la gran muerte por la vida minuciosa. Es uno de los grandes joyeros de su época.
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Las joyas nunca descansan. Y mucho menos sobre el pecho.
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¡Vaya palo!
Para Helena Bermúdez de Castro
En esto de los palos no hay manera de ponerse de acuerdo. Te dicen «Tú no eres de mi palo», y aunque la expresión, como toda metáfora trasladada al habla coloquial, resulte de una ñoñería infalible, te quedas con un palmo de narices. Inevitablemente piensas en todos los palos de los que has oído hablar.
Los palitos de queso son un aperitivo inofensivo, y además los hay de distintos sabores. Los que me resultan más convincentes mientras espero que el boeuf bourguignon alcance su madurez –un proceso infinitamente más delicado que la pubertad y con resultados menos descorazonadores–, son los palitos de parmiggiano reggiano caseros. Pero, bien pensado, unos palitos de queso no pueden ser los causantes de tanto desacuerdo.
Están también los palos de golf. Se sabe que los golfistas son unos fanáticos, e incluso se afirma que estos palos de aspecto contundente y ligeros de manejar son eficacísimos para dar el golpe de gracia en la nuca al esquivo jardinero gandul. El homicidio justificado reviste siempre ciertos problemas de concentración y la clave está en dar con el utensilio apropiado.
Cualquier deportista de alta gama te dirá que la práctica lo es todo, y al fin y al cabo, ¿qué diferencia puede haber entre una pelotita y otra pelotita? Sí, muy a menudo se encuentra uno con asesinos que introducen en la conversación elementos juguetones de misterio, y tal vez ese amable vecino experto en aves del paraíso y anatomopatología, cuando te asalta con un «Tú no eres de mi mismo palo», está haciendo un letal brindis al sol.
Recuerdas con aprensión aquel día en que le explicaste pormenorizadamente cómo deshollar conejos sin derramar ni una gota de sudor, y caes en la cuenta de que, puesto que no puedes esperar ser su cómplice porque prefieres las manos a los palos de golf, has ocupado el lugar de la víctima.
He de añadir que los golfistas siempre hayarán comprensión en mí, porque si hay dos cosas que me gustan son los paseantes abstraídos y todo hombre maduro que, en lugar de acariciar a una muchacha nada inocente, acaricia un plan secreto.
Estuve una vez en Palos de Moguer: ni rastro. De allí zarparon las carabelas de Colón para descubrir América, pero nada en el ambiente incitaba a pensar que en aquel lugar se hubiese desarrollado tan luctuoso episodio de la Historia de la Infamia. Y en cuanto a Juan Ramón Jiménez, crece la sospecha de que la estatua que celebra su nacimiento allí, en realidad representa a otro poeta de su misma familia.
Entre mis palos favoritos está Palito Ortega. Cantaba aquello de «Mi amor entero es de mi novia Pototitos. / Tiene unas piernas que parecen palillitos», dando al traste así con las pretensiones de superioridad de las compañeras de clase de ballet que gozaban de unas piernas «formadas». Yo siempre tuve por cierto que una buena «formación», de las que te preparan para la vida, no incluía necesariamente detalles tan aleatorios. Con el tiempo descubrí que esos gemelos tan bien constituidos sólo eran aceptables bajo leotardos de bailarina, y que si se quería destronar a alguna de aquellas reinas bastaba con sugerirles el zapato plano. Entonces la pantorrilla, al tomar tierra, daba a la figura un aspecto de maceta anclada en la triste realidad. Gracias, Palito.
Y hablando de palillos, no podría faltar en este documento una mención explícita al palillo chino de comer, que es una versión estilizada y lacada del feroz palillo de dientes. En la encantadora correspondencia de Felipe II con su hija, la infanta Isabel Clara, le cuenta que ha perdido su palillo de oro y que sin él la vida ya no ofrece alicientes. La mía tampoco cuando alguien de mi familia lo utiliza en mi presencia.
Al varapalo, en cambio, no hay que tomárselo en serio, porque no contento con ser un ordinario palo, además se las gasta de fina vara de mimbre. Apenas sientes el dolor seco del palo, te llega la quemazón hiriente de la vara; al estertor le sigue la afrenta, y comprendes, enteramente «breao», que hay muchos dolores, pero ninguno está fuera de tu alcance.
Uno de los palos más conmovedores es el palo de ciego. Va derrotando delante de su infeliz amo, como doblando la impunidad de la acera, la insesatez alegre del gato, la inutilidad de los pájaros del semáforo. Es un palo siseante y rastrero, mitad araña y mitad serpiente, que se mete entre las piernas de los videntes, y que llega cansado y antes que su dueño: tiene vocación de látigo. Él quisiera probar la vida del señorial bastón de cabeza de ánade, pero para báculo es nervioso, impaciente. Es el palo apaleado y rabioso por excelencia. ¿O por defecto?
Los palotes son la infancia de la escritura. ¡Qué no daría yo por volver a su universal inocencia! Los niños de entonces hacíamos palotes tiesos y tercos para cimentar con ellos la casa de la lengua. Palafitos de la viperina, siempre inundados por su cháchara, los palotes me recuerdan, porque...