Sky's the limit. Sky, el límite es el cielo
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Sky's the limit. Sky, el límite es el cielo

La intrahistoria del equipo que ha revolucionado el ciclismo mundial

Richard Moore, Eneko Garate Iturralde, Daniel Sánchez Badorrey

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La intrahistoria del equipo que ha revolucionado el ciclismo mundial

Richard Moore, Eneko Garate Iturralde, Daniel Sánchez Badorrey

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La intrahistoria del equipo que ha revolucionado el ciclismo mundial con sus innovaciones.Las bases del llamado 'Ciclismo 2.0' en un apasionante relato que te descubrirá todos los secretos de la escuadra británica.A finales de los 90, la selección británica de ciclismo en pista inició un proyecto que culminó en Pekín 2008 con el mayor dominio exhibido en la historia olímpica de la especialidad. Uno de sus responsables, Dave Brailsford, se encomendó entonces el enorme reto de replicar la experiencia en el ciclismo de ruta, en ese momento apenas un exigua pieza del deporte en Gran Bretaña.El 4 de enero de 2010 veía la luz en una opulenta presentación pública del equipo Sky, la escuadra ciclista más ambiciosa...y también, la más innovadora. Una auténtica revolución para un deporte tradicionalista que se ha visto obligado a cambiar sus bases ante las renovadoras ideas de Brailsford y su grupo de expertos.Sky, el límite es el cielo repasa los inicios del equipo, su filosofía, sus principios y profundiza en los recovecos del camino que atravesó hasta conseguir su sueño: ganar un Tour de Francia con un ciclista británico.

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Información

Año
2013
ISBN
9788494128714

CAPÍTULO 1

MASA CRÍTICA

«Pensé: ¡qué diablos! ¿Qué se supone que tienes que hacer? ¿Pararte…? Esto es el Tour de Francia: no vienes a estar parado».
Bradley Wiggins
Bourg-en-Bresse, 13 de julio de 2007
Había sido una típica etapa llana de inicio de Tour de Francia. Típica, a menos que por casualidad fueses británico.
La sexta etapa, sobre 199’5 km desde Semur-en-Auxois hasta Bourg-en-Bresse, transcurría por la llana pero atractiva campiña de Borgoña, entre campos dorados, casas de piedra y orgullosos châteaux. Pero entre la ráfaga habitual de ataques por parte de corredores dispuestos a lucirse en la fuga del día, un hombre consiguió marcharse en solitario.
Estaba en la parte delantera del pelotón, perfectamente situado para responder a esos intentos Había seguido una de las primeras aceleraciones y miró hacia atrás para comprobar que le acompañaban cuatro corredores y que se había abierto un espacio entre ellos y el pelotón. ¡Tenemos hueco! Perfecto. Bajó la cabeza adoptando una posición más aerodinámica y aumentó la presión sobre los pedales: la misma postura y esfuerzo que le habían propulsado hasta sus títulos mundiales y olímpicos de persecución. Cuando volvió de nuevo la vista atrás observó que se había quedado solo. No estaba seguro de lo que había sucedido: si sus compañeros de fuga se habían descolgado de su rueda o habían renunciado a ese intento. Y no estaba seguro de qué hacer. Así que siguió adelante.
Bradley Wiggins, corredor del equipo francés Cofidis, siguió rodando solo, con los codos acoplados, la nariz aguileña cortando el viento, piernas largas y delgadas deslizándose arriba y abajo en un martilleo incansable, kilómetro tras kilómetro. Mientras el pelotón deambulaba a sus espaldas contento de dejar que un corredor en solitario al frente acabase consigo mismo, el inglés acumuló una ventaja que llegó hasta unos desmesurados dieciséis minutos. En ese momento había unos 9 km entre él y los demás. Era una actuación insólita. Y probablemente estaba condenada al fracaso. Pero Bradley Wiggins estaba al fin dejando su huella en el Tour de Francia.
La temporada anterior, cuando Wiggins -entonces con 26 años-disputó su primer Tour, fue uno de los únicos dos corredores británicos en la prueba; el otro era David Millar, de vuelta tras una sanción de dos años por dopaje. Wiggins era un invitado extraño en aquella fiesta. Campeón olímpico de persecución, una superestrella de la pista, pero un ‘don nadie’ en la carretera. Durante cinco temporadas, desde que pasó a profesionales con el equipo Française des Jeux con apenas 21 años en 2002, Wiggins corrió con dos de los equipos más asentados y con mayor tradición del pelotón -el propio FDJ y Crédit Agricoleantes de trasladarse a una tercera formación francesa, Cofidis, en 2006.
Los que le seguían tenían la impresión de que el ciclismo en ruta era más un hobby que una profesión para él. Era lo que Wiggins hacía cuando no se estaba preparando para unos Campeonatos del Mundo o unos Juegos Olímpicos. Tenía la fortuna de estar en equipos que le permitían explotar su obsesión por la pista, o a los que quizás simplemente no les importaba su presencia y que podían permitirse pagar a fondo perdido su sueldo -25.000 libras de inicio [30.000 euros], que llegaron a ser 80.000 (más de 90.000 €) pasados unos años-, o tomárselo como una pequeña inversión en el mercado británico. Aunque cualquier interés que los patrocinadores de sus equipos -la lotería nacional francesa, un banco francés y una compañía de crédito gala- pudiesen tener en dicho mercado debía de ser, como mucho, insignificante.
Durante su primer Tour, muchas mañanas Wiggins abandonaba la clausura del autobús de su equipo, se subía tranquilamente a su bicicleta y se dejaba llevar entre el público hacia el control de firmas. Después se dirigía al Village Départ, cuya entrada está limitada a invitados, VIP’s, medios acreditados y también a corredores… aunque en la era de los autobuses de lujo de los equipos, pocos ciclistas se dignan en aparecer. Wiggins era distinto. Le gustaba leer la prensa británica y tomar un café con periodistas de su país en la carpa de prensa de Crédit Lyonnais.
Una mañana hacia la mitad de su debut en el Tour, mientras esperaba en el Village Départ a su mujer, Cath, que venía de visita, le preguntaron a Wiggins qué le estaba pareciendo la carrera. «Em, creo que puedo ganarla», dijo. Se paró por un momento antes de desplegar una irónica media sonrisa. La idea era ridícula. Era la forma de confirmar su posición en carrera, y también la idea que tenía de sí mismo: un mero outsider.
No es que tuviese desinterés por la prueba. El conocimiento de Wiggins del Tour de Francia, su respeto por él y la admiración hacia sus campeones eran enormes; sólo que parecía no entender lo que él, Bradley Wiggins, estaba haciendo allí y qué podía aportar a esa fiesta, si es que había algo. En realidad, la impresión que daba era la un ciclista de club inglés que hubiese sido lanzado en paracaídas a la carrera más grande del mundo; parecía inconsciente o reacio de su propio talento.
En otra ocasión, Wiggins se demoró en exceso con su café y sus periódicos. Uno de sus directores en Cofidis vino a por él corriendo gritándole: «Brad! Allez!». La carrera se había marchado sin él. Entre hojas de papel y tazas de café desparramadas, Wiggins se levantó como un resorte, cogió su bicicleta, pedaleó por la hierba apurado y saltó al asfalto justo a tiempo para alcanzar la parte trasera de la larga y serpenteante caravana de vehículos que sigue la prueba, alcanzando finalmente el pelotón para sobrevivir otro día más en carrera. Después de tres semanas, finalizó 123° en París. Como cualquier otro corredor que simplemente termina el Tour, no dejó una huella destacable aquel año.
Pero su segundo Tour en 2007 está demostrando ser ligeramente distinto. Termina cuarto en el prólogo y con su gran escapada en la sexta etapa camino de Bourg-en-Bresse consigue al menos dejarse ver. Durante cinco horas acapara las imágenes de televisión, que lo muestran trabajando sin cesar en solitario. El paisaje pasa rápido, pero es como si Wiggins, vestido con el traje rojo del Cofidis, fuese parte de él. Muchos se fijan en su estilo, su suavidad de pedaleo, su clase. «Il est fort», dicen. «Un bon rouleur».4
A mitad de etapa, la diferencia de Wiggins sobre el pelotón ha bajado a ocho minutos y 17 segundos, todavía un margen considerable. Sigue mostrándose fuerte, rodando sin aparente esfuerzo. Y entre algunos de los periodistas que se han reunido ante los monitores de la sala de prensa emerge una teoría como motivación para su ataque en solitario. La pista está en la fecha: 13 de julio. Hace cuarenta años desde que el único campeón del mundo en ruta británico hasta la fecha, Tom Simpson, se desmayó y murió en el Mont Ventoux mientras disputaba el Tour de 1967. Wiggins es un patriota y un entusiasta de la historia del ciclismo; el típico hombre que podría decirte no sólo la fecha de la muerte de Simpson, sino también qué zapatillas llevaba.
Así que eso lo explica todo: Wiggo lo está haciendo por Tom.
En la aproximación final a Bourg-en-Bresse, Wiggins comienza incluso a desafiar los pronósticos -y a los equipos de los sprinters, que tiran ahora al frente del pelotón en busca de su presa- y se muestra como firme alternativa para el triunfo de etapa. Pero cuando entra en los 20 kilómetros finales -tras una breve parada para cambiar una rueda rota, que lanza molesto a la cuneta mientras los frenos de su coche de equipo chirrían sufriendo para no chocar con él-, Wiggins entra en un tramo largo y recto de carretera en el que comienza a levantarse un fuerte viento frontal. Es un serio hándicap. El pelotón siempre puede rodar sensiblemente más rápido que un grupo pequeño o un corredor solo si se lo propone, pero más aún si hay viento de cara.
Cuando Wiggins pasa bajo la pancarta de los últimos 10 kilómetros, con su ventaja desintegrada, es ya un muerto a pedales. El pelotón le deja tambalearse en cabeza hasta engullirlo, casi por casualidad, a 6 kilómetros de meta. Una de las cámaras de televisión situada en un helicóptero permanece con Wiggins mientras los corredores fluyen a ambos lados y el británico desciende por el pelotón hasta ocupar la cola del mismo.
El belga Tom Boonen gana el sprint masivo y es rodeado por periodistas y cámaras de televisión mientras aminora su marcha hasta pararse después de la línea de llegada. Otros corredores también atraen su propio corrillo. Tras unos largos 3 minutos y 42 segundos, aparece finalmente Wiggins: el 183°, el último corredor en cruzar la línea. Mientras se para con gesto fatigado y seca su cara llena de salitre con el dorso de sus guantes, un corrillo se acerca también hacia él.
¿Así que era por Simpson? «¿Perdón?», responde Wiggins. Hoy es el aniversario de la muerte de Simpson, le explican.
«Nah, nah. No me había dado cuenta», dice encogiéndose de hombros. «Pero sí es el cumpleaños de mi mujer, Cath. Estará viéndome por la tele en casa con los niños. Supongo que era lo más cercano a poder pasar el día con ella».
Para decepción de los periodistas, admite que no tenía marcada esta etapa para atacar. «Estábamos cinco en un pequeño corte de salida, di un relevo largo, miré atrás y vi que estaba solo. Tú no eliges quedarte solo tal cual, simplemente te sucede. Pensé: ¡Qué diablos! ¿Qué se supone que tienes que hacer? ¿Pararte…? Esto es el Tour de Francia: no vienes a estar parado. Así que decidí continuar. Cuando conseguí un minuto de ventaja, pensé que habría un contraataque y alguien me alcanzaría, pero no ocurrió. Y seguí hacia adelante».
«Cuando cogí diez, quince minutos, pensé que quizá podía ganar la etapa. Incluso a 15 km de meta llegué a creérmelo, pero entonces entró ese maldito viento de cara llegando al final. Todavía iba rodando a 45 km/h, pero sabía que por ahí podía ir a 52 ó 53. A 10 de meta ya sabía que no tenía ninguna opción por culpa del viento».
Aun así, era un día hacia el que Wiggins podría volverse en el futuro con orgullo. Y se había ganado su primera visita al podio, cuyos escalones le robaron los últimos gramos de energía que quedaban en sus piernas para recoger le prix de la combativité: el premio diario al corredor más agresivo.
Dos plazas por delante, también descolgado del pelotón cuando aumentó la velocidad de cara a meta, había pasado otro corredor mientras esperábamos a Wiggins. Era joven y estaba en su debut en el Tour, pero su cara, su ceño fruncido, eran muestra de una gran decepción. Era Mark Cavendish, y su largamente esperado estreno en la carrera más importante del mundo era una de las principales razones de la llegada a Bourg-en-Bresse de Dave Brailsford, el director de rendimiento de British Cycling.
Una hora más tarde, con los rescoldos de la acción de la etapa apagándose y los miembros del ingente ejército de trabajadores de la caravana del Tour desmontando ruidosamente la línea de meta, Brailsford toma asiento en un bar y repasa los pormenores del día. Mientras sus acompañantes toman cerveza, él pide agua mineral. «Estoy entrenando», explica. «Voy a correr L’Étape du Tour [la popular y multitudinaria marcha cicloturista] con Shane».
Hasta ahora, Brailsford -ya convertido en rostro familiar en pruebas de ciclismo en pista- nunca ha sido un habitual del Tour de Francia. Pero es lógico: está fuera de su jurisdicción. Tres años antes había heredado un programa de desarrollo centrado en la pista, conocido como ‘Plan de Rendimiento a Nivel Mundial’, diseñado por su predecesor en el cargo, Peter Keen. Mientras Brailsford charla con nosotros en Bourg-en-Bresse, advierte que el plan de Keen ya ha cumplido una década exacta de vida; lo que no sabe todavía, más allá de sus sueños más locos, es que en trece meses los Juegos de Pekín le traerán un éxito glorioso.
Sin embargo, hay algo más que está pasando en Bourg-en-Bresse y no tiene nada que ver con Pekín ni con el ciclismo en pista. Brailsford, que no deja de regodearse en el brilló de su equipo en los recientes Campeonatos del Mundo de pista en Palma y que planea los trece meses que restan hasta Pekín con la suprema confianza que sólo puede dar semejante dominio, parece estar mirando más allá, hacia un horizonte distante e imaginario. Se puede ver en sus penetrantes ojos azules; arden de entusiasmo y brillan con la ilusión del chiquillo que sube a las cunetas y disfruta de un emocionante primer contacto con este espectáculo, con el Tour de Francia.
Mientras dibuja su sueño, su entusiasmo se intensifica; sus planes progresan rápido y cobran vida en su imaginación y ante nuestros ojos aquí mismo, bajo la gran copa de un árbol a las puertas de un bar de Bourg-en-Bresse.
Han existido varios catalizadores, dice Brailsford, que contribuyen juntos a formar una «masa crítica», un punto de inflexión necesario para que el plan que aquí nos explica tenga éxito. «Brad ha hecho buena carrera hoy –apunta–. Es bonito verle intentarlo». Pero esta escapada de Wiggins había sido sólo la guinda del pastel, el colofón a un inicio de carrera imponente. Unos días antes, Brailsford había presenciado en Londres, junto a cerca de un millón de personas, la primera salida del Tour en tierras británicas. La carrera había arrancado con un prólogo por las calles de la capital, pasando por el Parlamento, el Palacio de Buckingham y Hyde Park, antes de que al día siguiente una etapa en línea condujese hasta Canterbury por unas rutas de principio a fin repletas de espectadores. Había sido extraordinario. Durante ese fin de semana se podía afirmar sin miedo ni disculpa que Londres era la capital del ciclismo. Aquel arranque hizo a Christian Prudhomme, el director del Tour, elogiar a Londres y Gran Bretaña de una forma en que ningún francés lo había hecho desde Napoleón III. «No sé cuándo volveremos», dijo Prudhomme. «Pero una cosa está clara: es imposible que no volvamos».
Mas Brailsford siente que se está cocinando algo aún más significativo que la salida de Londres. Hay cinco ciclistas británicos corriendo: la mayor participación desde que el último equipo británico en disputar el Tour, el aciago ANC-Halfords, concurriese en 1987. Y entre esos cinco corredores hay dos jóvenes muy prometedores: Mark Cavendish y Geraint Thomas.
Y eso ha hecho pensar a Brailsford. Doce meses después de presenciar cómo un Cavendish con 19 años ganaba una medalla de oro en los Campeonatos del Mundo de pista en Los Ángeles, Brailsford y Sutton se encontraban en los Juegos de la Commonwealth en Melbourne. Al ser los Juegos de la Commonwealth y estar los corredores compitiendo para sus home nations en lugar de hacerlo para Gran Bretaña, Brailsford y Sutton no estaban tan atareados, o bajo tanta presión, como solían estarlo durante cualquier gran campeonato. Pasaron bastante tiempo sentados juntos en las gradas observando a Cavendish ganar otra medalla de oro en la pista, esta vez para la Isla de Man, y discutiendo sobre el futuro. Viajaron atrás con su mente hacia los Juegos de la Commonwealth de Manchester en 2002, o adelante, hacia los de Delhi 2010. Entre medias, por supuesto, estaban los Juegos Olímpicos. Y por todas esas fechas resulta evidente el sentido de repetición del ciclismo en pista, de estar atados a ciclos de grandes campeonatos. Porque esa es la limitación de esta disciplina: todo se estructura en torno a los Juegos y los Campeonatos del Mundo. No hay un equivalente en los velódromos al Tour de Francia o al Giro de Italia; al Tour de Flandes o a la París-Roubaix. Esas pruebas de ruta son los monumentos del deporte; allí es donde está la historia, el prestigio y, sobre todo, el dinero. «Pensábamos entonces –explicaba Sutton después– que no podíamos seguir haciendo esto para siempre. Había que hacer algo diferente».
La conversación no fue más allá. Pero diez meses después, de vuelta a Los Ángeles para una prueba de la Copa del Mundo de pista, Brailsford y Sutton volvieron a encontrarse con ratos muertos y de nuevo comenzaron a pensar más allá de Pekín. Irónicamente, esos momentos se debían al infortunio sufrido por uno de los últimos grandes talentos salidos de Gran Bretaña, Ben Swift. Tenía que haber corrido la prueba de madison junto a Rob Hayles, pero se cayó y se rompió la clavícula. «Shane y yo tuvimos mucho tiempo para estar solos y charlar –cuenta Brailsford– e inevitablemente acabamos hablando del futuro».
Y así hasta Bourg-en-Bresse y el bar en el que Brailsford bebe agua a sorbos mientras la media tarde va dejando paso a la noche. Lo que más sorprende siempre de Brailsford es su entusiasmo: se desgañita contando sus planes; encorva los hombros y recoge las manos frente a su cara, casi como hace el jugador de rugby Jonny Wilkinson cuando se prepara para un tiro a palos; después las moldea en formas que cambian constantemente mientras habla: «Lo de Londres ha reforzado la idea que tenía, pero esto es algo sobre lo que he llevo elucubrando durante mucho tiempo y siento que ha llegado la hora de crear un equipo profesional británico».
«Un equipo que venga aquí –aclara–, al Tour de Francia. Desde mi punto de vista, si alguien me preguntase qué es lo siguiente que querría hacer, sería esto. Teníamos una corazonada de que Cav [Cavendish] y Geraint llegarían hasta este nivel, pero pensarlo y verlo hecho realidad son dos cosas distintas. Cuando Geraint tomó la rampa de salida en el prólogo de Londres, me di cuenta de que ya no era un simple sueño. Ver a Cav y a Geraint en este momento te hace pensar que estamos preparados».
Brailsford esboza cómo funcionaría ese equipo, en particular cómo se financiaría. Porque los planes que nos expone en esta conversación necesitarían un apoyo importante, un sponsor solvente y dispuesto a insuflar muchos millones en el proyecto: «El tipo de patrocinador que buscamos tendría que ser británico. Sería una iniciativa británica. Todo estaría basado en la innovación y en correr limpios. En un primer momento se buscaría ser competitivos: ese sería nuestro objetivo inicial. Pero a largo plazo, el objetivo es tener un equipo ganador. No montarías un equipo profesional si no quisieses ganar. No cabe en nuestra mentalidad no aspirar a ganar».
¿El dinero? «No puedo hablar mucho sobre el tema, pero en la City se mueven grandes cantidades y quien las controla es un círculo muy ...

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