Cuentos viejos
eBook - ePub

Cuentos viejos

  1. 150 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

"Ha recogido estos cuentos vernaculares doña María Leal de Noguera y los ha dicho en el lenguaje primordial del pueblo. Son cuentos viejos porque guardan la esencia de relatos antiguos que han viajado de continente a continente, de generación a generación, manteniendo temas de remoto origen. Y son cuentos nuevos porque han venido transmutando su forma con frescos matices del lenguaje vivo del pueblo, en este caso, de la cálida sabana guanacasteca". Emma Gamboa.

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Información

ISBN del libro electrónico
9789930549124

La princesa rana

Una viejecita con una mujer rana
Pues bien, es el caso que allá en tiempos muy remotos vivía un rey muy poderoso que tenía tres hijos. Un día de tantos dijo el mayor que le echaran la bendición porque él quería rodar tierras. Convino el rey, aunque no muy gustoso, y menos la reina, que no quería que sus hijos se le despegaran del ruedo de las enaguas. Pero eso sí, que al cabo de un año debía volver casado con la mujer más linda, más rica y más buena que encontrara.
Al día siguiente, se le ocurrió al hijo segundo que le echaran la bendición a él también, porque se iba a rodar tierras. Un poco llorosa, qué se yo, la reina convino en echarle la bendición, y le impusieron la misma condición que al primero. El príncipe tomó el mismo camino que había seguido el mayor.
Ese otro día dijo el menor que se iba también.
—¡Ay, no! –exclamó la reina–. ¡Cómo nos vamos a quedar solitos!, ¡no…! ¡no…!, ¡hijo mío, vos no te vas!
Pero el muchacho metió la cabeza y al fin le echaron la bendición, recomendándole se portara muy bien, y que volviera casado dentro de un año con la mujer más linda, más rica y más buena que encontrara.
El príncipe mayor tomó el camino real y después de caminar todo el día, sin encontrar vivienda alguna, llegó al anochecer a una choza miserable habitada por una vieja que tenía todas las trenzas de una bruja.
—Tun, tun –llamó el príncipe a la puerta.
—¿Quién? –contestó la vieja, asomando la nariz por una rendija.
—Señora –agregó el príncipe–, por vida suyita hágame el favor de darme posada para esta noche, que vengo muerto de fatiga.
—Sí, buen niño –prosiguió la vieja–, pero si se casa con una niña muy bonita que tengo aquí.
—Pues, señora, hágame el favor de presentármela, y si me gusta, me caso con ella.
—Entonces voy a llamarla –dijo la vieja–. ¡Blanca Flor! ¡Blanca Flor!
—¡Qué, rre, cue, cue! –contestó una rana verde, que en dos saltos se puso a los pies del joven.
—Blanca Flor –volvió a decir la vieja–, saluda al joven príncipe.
Y la rana alargó su manita fría.
—¡Dios me libre! –exclamó el príncipe–, que yo le dé mi mano a ese asqueroso animal… ¿Y esa es la niña bonita?
—¡Sí, buen niño!
—¿Y cómo va a creer usted que yo me vaya a casar con una rana? ¡Pero ni loco que yo me vaya a casar con una rana! ¡Pero ni loco que estuviera!
Diciendo esto se marchó el príncipe.
El príncipe con la princesa rana
Al anochecer del día siguiente pasó el hijo segundo del rey; y más o menos sostuvo la misma conversación con la vieja, colmando de improperios a la pobre ranita cuando le alargó su manita fría.
Ese otro día pasó el hijo menor del rey, y pidió posada donde la vieja. Ella le puso la misma condición, y como el joven dijera que bueno, que si le gustaba, llamó a Blanca Flor. Saltó la ranita a los pies del joven y le alargó la mano. Él la tomó sin repugnancia y la oprimió suavemente entre el pulgar y el índice.
—Esa es la niña –dijo la vieja–; si usted se casa con ella, le doy posada.
Al príncipe le dieron tentaciones de decir que no, pero dirigiendo la mirada a la ranita, vio que tenía fijos los ojos en él, en actitud suplicante, y como si una fuerza superior lo guiara, dijo que bueno. Inmediatamente lo hizo pasar adelante la vieja, y la ranita saltó y se le sentó en el hombro, repitiendo:
—¡Qué, rre, cue, cue, cue!
La princesa rana suspirando
Casi se arrepentía el príncipe de haber dicho que sí, pero la ranita le miraba y entonces le entraba conformidad.
Al día siguiente se levantó la ranita muy temprano, y antes que amaneciera ya había barrido la casa, lavado todos los trastos y preparado el desayuno. El príncipe se admiraba de que una ranita hiciera tantas cosas. A veces le parecía que era cosas del Malo, y entonces le daban intentos de fugarse; pero la ranita, como que lo adivinaba, saltaba a sus rodillas cantando siempre con ternura:
—¡Qué, rre, cue, cue, cue!
Y volvía el príncipe a conformarse con su suerte. Lo que más le preocupaba era tener que llegar al palacio con aquella rana y presentarla a sus padres como su esposa. ¡Cómo se iba a reír de él sus hermanos!... ¡Y no solo ellos, el mundo entero!
Así las cosas, transcurrió un año, término señalado por el rey para volver a palacio a darle la nueva de que se habían casado; y era que heredaría la corona el que tuviera la mejor esposa.
El príncipe mirándose al espejo y la princesa rana a su lado
Pasaron los príncipes mayores montados en unos hermosísimos caballos y ricamente vestidos. Y se van hallando al menor que parecía un mendigo, todo remendado, con una carga de leña al hombro que le llevaba a la ranita.
—Buenas fachas tenés –dijo el mayor.
—De seguro –dijo el segundo– este se ha casado con la rana de aquella vieja… Buena cuenta vas a dar al rey, y bonita figura vas a hacer en palacio con tu batracio. ¡Mira el retrato de mi esposa, que es más linda que la Luna!
—¡Mira el retrato de la mía –agregó el mayor–, que es más linda que el Sol!
—¿Y la tuya? –preguntaron a un tiempo los hermanos mayores.
El pobre príncipe no hallaba qué decir de la congoja; al fin tragó grueso y contestó:
—La mía…la… la mía no tiene igual en la tierra.
—¡Ja, ja, ja, ja! –rieron sus hermanos–. Otro igual a vos de dundo es que no hay. Venite con nosotros, te llevamos en ancas.
Mas el príncipe no quiso irse con ellos por no presentarse al rey así haraposo. Después de que partieron tomó su carguita de leña y se encaminó a su choza. La ranita que todo lo adivinaba salió a encontrarlo con su canto: “¡Qué, rre, cue, cue, cue!...”, le dio a entender que no había por qué afligirse. Pasado el almuerzo, lo llamó aparte y le mostró un magnífico vestido de viaje, con botones de oro, y otro vestido aun más rico, de una tela finísima, para que se presentara en palacio. Ella misma le ayudó a vestirse, lo peinó, lo perfumó, y después de pasarle la manita fría por la cara, le mostró un espejo, y se va viendo el príncipe tan guapo que ni él se conocía. Después le dio el retrato de ella bien envuelto en papel de seda, bajo la condición de no verlo hasta después de que lo mostrara al rey. Cuando estuvo todo listo, tomó el príncipe su maletita al hombro y se encaminó a la puerta; al salir le sirvió de asombro encontrar allí un lindo caballo color de azabache, con ojos que parecían luceros y riendas de seda; un criado lo sostenía y el cual lo ayudó a montar. El criado montó en otro caballo menos bonito, pero que superaba a los de los príncipes, y ambos partieron. La ranita quedó llorando, pues estaba tan acostumbrada con su príncipe, que no se hallaba un minuto sin él.
Tal era la rapidez con que caminaban aquellos caballos, que llegaron primero que los príncipes mayores al palacio. El rey y la reina salieron a recibir al príncipe menor, llenos del más completo regocijo. Poco después llegaron los otros, y el rey mandó preparar un banquete para celebrar el regreso de sus hijos. Todos estaban a cual más felices, ponderando los príncipes mayores a más y mejor la belleza de sus esposas. El menor nada decía y su semblante no era de los más alegres.
El rey asombrado viendo la foto de su nuera la rana
Terminado el banquete, pidió el rey uno a uno los retratos de sus nueras; cuando le tocó el turno al menor, se le iban y se le venían los colores, deseaba que la tierra se lo tragara. Más valiera no haber nacido, pensaba él, para no tener que presentar al rey el retrato de una rana; y volvió la cara para no verla cuando el rey la descubriera. Pero pronto se convenció de que no era una ranita la que venía retratada, sino una linda princesa, a cuya vista se quedó el rey con tamaña boca abierta, y los otros príncipes cabizbajos de vergüenza, porque las suyas no servían ni para criadas de la ranita. Cuando hubo vuelto en sí, el rey dijo:
—¡Qué mujer tan linda!
Y agregó:
—Mañana regresen donde sus esposas y dentro de tres meses me traen una camisa cada uno hecha de mis nueras, pero eso sí que no se le han de echar de ver las costuras.
Llenos de envidia, los príncipes no quisieron esperar al menor, lo cual no dejaba de ser un favor para él. Así es que regresó solo con su criado. Llegó donde su ranita y le contó lo que le mandaba decir el rey, no porque creyera que ella podía hacer una camisa, sino porque la ranita lo miraba y parecía que le preguntaba algo. Y por si acaso, se fue a una tienda y compró unas cuantas varas de lino muy fino.
Pasaban y pasaban días y la ranita no se ponía a trabajar la camisa; el príncipe le dijo un día:
—Pero ranita, ya es bueno que se ponga a ...

Índice

  1. Portada
  2. Inicio
  3. Introducción
  4. Tío Conejo y tía Boa
  5. Tío Conejo y tía Tigra
  6. El fallo de tío Conejo
  7. El Cadejos del cadejal
  8. Don Juan del Bijagual
  9. La viejita del sandillal
  10. Otras aventuras de tío Conejo
  11. Tía Garcita Morena y tío Sapo
  12. Anécdota entre animales
  13. La mano peluda
  14. Los niños sin mamá
  15. Bienvenido
  16. Aventuras de un príncipe
  17. El príncipe cabellos de oro
  18. El príncipe tonto
  19. Historia del hijo que dejó perdido el rey
  20. La princesa rana
  21. Los dos compadres
  22. Sultán y Visir
  23. Los tres hijos del campesino
  24. Lo que soñó Juan Tuntún
  25. Historia del compadre que se sacó los ojos
  26. El indio y el español
  27. Pejecito, Peje-Sapo
  28. Sobre la autora
  29. Sobre el ilustrador
  30. Créditos
  31. Libros recomendados