La corriente del Golfo
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La corriente del Golfo

La increíble historia del río que cruza el mar

  1. 302 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La corriente del Golfo

La increíble historia del río que cruza el mar

Descripción del libro

Hay quien ha llamado a la corriente del Golfo "la autopista del mar": una masa de agua visiblemente diferente, más caliente y más rápida que el océano que la circunda, con una trayectoria y una circulación propias, capaz de alterar el clima de las costas que toca, de desviar los barcos y de calentar la cerveza de sus bodegas. Este inmenso organismo vivo da pie a un libro que se puede leer como una historia oceanográfica, pero también como una crónica de viaje para aficionados a la pesca, una historia alternativa de los viajes transoceánicos (con especial atención a los de Colón y sus seguidores), y hasta un nuevo relato de piratas y aventureros de la mar. Un recorrido del pasado al presente, del Caribe al polo Norte, y desde el plancton microscópico al atún gigante: todo un festín para el lector.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788415427445
Categoría
Scienze fisiche
Categoría
Idrologia
TERCERA PARTE
SURCANDO EL ATLÁNTICO
VII
EXPLORACIÓN Y DESCUBRIMIENTO
Los vikingos fueron los primeros en atravesar el Atlántico norte, entre el 900 y el 1200 a. de C., pero habrían de transcurrir siglos antes de que otros pueblos europeos surcaran estas aguas. Los viajes oceánicos de larga duración pasaron a formar parte de la historia y la leyenda, se leía y se hablaba de ellos, pero no se emprendían. ¿Por qué declinaron los viajes trasatlánticos? Aunque los documentos históricos nos proporcionan escasa información que nos permita contestar a la pregunta, sí podemos apuntar un factor que probablemente contribuyó a esta situación.
Conforme la era de los vikingos tocaba a su fin empezaba el enfriamiento del hemisferio norte. Uno de los registros climáticos más antiguos de que disponen los investigadores recoge la frecuencia con que se desprendía hielo de la costa de Islandia. Puesto que dependían de la pesca para su sustento, los islandeses llevaban registros meticulosos de las ocasiones en que el hielo bloqueaba puertos y hacía imposible salir al mar. Esta serie temporal revela un patrón interesante: entre los años 1000 y 1200 casi no hubo hielo y, en cambio, este estaba presente una media de cinco semanas al año entre 1200 y 1400. Incluso el marinero más intrépido se lo habría pensado dos veces antes de emprender un largo viaje por mar en estos periodos de alta presencia de hielo.
Los cambios en el clima son algo inevitable: periodos de enfriamiento seguidos de otros de calentamiento, o sequías precedidas por intervalos lluviosos. Si revisamos los registros sobre la presencia de hielo en el mar encontramos que empieza a desaparecer alrededor de 1400 y hasta 1500, momento que marca el comienzo de la pequeña edad del hielo. ¿Proporcionó este breve y relativamente poco intenso calentamiento nuevas oportunidades a las naciones navegantes?
Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo sobre si los europeos de principios del siglo XV tenían un conocimiento siquiera rudimentario de la circulación atlántica, sí parecen coincidir en que al menos intuían la existencia de corrientes marinas. El hallazgo de unos extraños restos flotantes en Porto Santo, en las islas de Madeira, y de trozos de madera desconocida en las de Cabo Verde, pareció confirmar su teoría de que había corrientes en el océano abierto. A Colón le fascinó especialmente un alga caribeña, el corazón de mar, que a menudo aparecía en las costas de las Azores. De estas algas, llamadas así porque tienen aspecto de grandes corazones de madera, se dice que inspiraron a Colón y lo convencieron de que quedaban tierras aún por explorar hacia el oeste. Incluso hoy los habitantes de las Azores llaman a esta alga fava de Colón o “haba de Colón”. La convicción de que los corazones de mar son un buen presagio para los navegantes persistió hasta mucho después de Colón. Los marinos británicos solían llevarlos a bordo en la creencia de que si las algas continuaban a la deriva durante un año o más hasta alcanzar las costas europeas, protegerían a sus propietarios en sus largas y peligrosas travesías.
Aunque los objetos extraños que el mar arroja tierra adentro siempre habían cautivado a los europeos en la medida en que sugerían la existencia de flujos transoceánicos, fue la necesidad económica lo que los impulsó a conocer en profundidad la relación sutil que existe entre el viento y el agua. Los navegantes no exploraban por el mero hecho de explorar: cualquier viaje debía estar orientado a un propósito material específico. Sin las expectativas de conquistar territorios, los incentivos por parte de la realeza europea para financiar expediciones a los océanos debían de ser más bien escasos.
El primer paso hacia una exploración de los océanos llegó con la toma por parte de los portugueses del puerto morisco de Ceuta en 1415. Ceuta había sido una importante escala en la centenaria ruta de caravanas del Sahara, dedicada a transportar oro que, se decía, tenía su origen en los nacimientos de los ríos Níger y Volta. La tentadora perspectiva de obtener estas riquezas era demasiado grande para los portugueses y los impulsó a buscar una ruta marítima que discurriera hacia el sur en paralelo a la costa de África occidental y circunvalara la de caravanas, en aquel entonces controlada por sus enemigos, los árabes.
El individuo más influyente durante este periodo de exploración tal vez fuera el príncipe Enrique de Portugal, quien había liderado la carga contra las fuerzas musulmanas en Ceuta. Tres años después de terminado su servicio militar, Enrique fundó un centro para el estudio de las ciencias marinas y la navegación en Sagres, Portugal. Con el apoyo financiero de su padre, el rey Juan I, trabajó sin descanso hasta reunir a los mejores geógrafos, cartógrafos, astrónomos y matemáticos de toda Europa. Bajo su mecenazgo partieron expediciones que recorrieron el litoral africano occidental dando inicio a medio siglo de descubrimientos marítimos sin precedentes. Aunque el príncipe nunca participó en ninguno de estos viajes, ha pasado a la historia como Enrique el Navegante.
Tanto la corriente de las Canarias, que fluye en dirección sur, como los vientos alisios procedentes del noreste ayudaban a las naves que zarpaban de puertos lusos con rumbo al África ecuatorial. Pero una nave de exploración no era una embarcación pesada; debía ser capaz de recorrer grandes distancias por mares desconocidos y luego regresar, pues si no podía volver con sus descubrimientos resultaba de escaso valor. La complicación radicaba en que la mayoría de los barcos que se construían entonces tenían dificultades para navegar contra el viento; aparejados con velámenes cuadrados, funcionaban mejor con el viento de popa. Para solucionar este problema y navegar contra el viento en el viaje de regreso, los armadores al servicio de Enrique el Navegante diseñaron la carabela, que combinaba técnicas árabes y europeas. Estas naves pequeñas y muy manejables podían navegar contra el viento gracias a sus velas latinas (triangulares) y se convertirían en el medio de trasporte por excelencia de muchos viajes de exploración.
Goleta de gavias (copyright TW/Shutterstock.com).
Entre 1424 y 1434 el príncipe Enrique envió quince expediciones en dirección sur por la costa africana; todas regresaron sin haber completado el viaje. Los capitanes portugueses eran reacios a aventurarse más allá del temido cabo Bojador, en el saliente occidental de África. Los marinos contaban historias de monstruos marinos horrendos que devoraban los barcos que navegaban al sur de este promontorio y hacia “el mar de la Oscuridad”. Los portugueses más supersticiosos se temían que el cabo fuera un punto de no retorno; una vez se dejaba atrás –creían– era imposible que ningún barco pusiera rumbo norte con los vientos constantes en contra. Pero Enrique estaba determinado a superar esta barrera invisible. Lo impulsaban tanto el fervor cruzado –la necesidad de salvar las almas de los infieles en tierras ignotas– como el imperativo de expandir los intereses económicos de Portugal, entonces una potencia europea emergente.
Para la tarea, Enrique escogió al capitán Gil Eanes, quien había estado a su servicio desde muchacho, en calidad de escudero. Urgido por Enrique a “hacer el viaje del cual, por la gracia de Dios, no obtendréis sino honores y beneficios”, Eanes se propuso en 1434 rodear el cabo, en el que constituía su segundo intento. Aterrorizado pero decidido a redimirse de sus fracasos anteriores, zarpó con su tripulación en un pequeño barco pesquero. Con la ayuda de los vientos favorables pronto arribaron a las islas Canarias, donde reabastecieron la nave. Las islas Canarias están justo al norte de cabo Bojador, y fue en este punto donde Eanes se debatió entre continuar o no. Aunque su determinación flaqueaba, tomó una decisión audaz. En lugar de navegar por las aguas cercanas al cabo, lo haría al oeste del mismo; de esta manera nadie en la tripulación vería esta temida tierra. Se trató de una elección sabia. Los árabes llamaban al cabo Bojador Abu jater, que significa “padre del peligro”, y de hecho el cabo es famoso por los numerosos naufragios que se producen en sus inmediaciones. La combinación de arrecifes y bajíos (con menos de dos metros de profundidad) que se extiende más de tres millas desde la costa, hacía encallar muchas naves. Gil Eanes logró esquivar el cabo y comunicó la gozosa noticia a su aliviada tripulación. Envalentonados por su buena fortuna, siguieron navegando hacia el legendario mar de la Oscuridad. En lugar de los horrores de la leyenda se encontraron engullidos por el viento caliente y seco del Sahara, conocido como harmattan. Este viento polvoriento y cegador los obligó a desembarcar en una costa desierta. Como prueba de que había completado su encargo con éxito, Eanes recogió y llevó al príncipe Enrique una planta que pasó a ser conocida por los portugueses como “rosa de Santa María”.
En los años siguientes, los portugueses visitaron la mayor parte de África occidental mucho antes de los viajes de descubrimiento de Colón. La apertura de nuevas rutas marítimas culminaría con la tanto tiempo esperada circunnavegación de África en 1486 por Bartolomeu Dias. Por desgracia se conserva escasa constancia escrita de estos viajes, por lo que ignoramos hasta qué punto se conocían entonces las corrientes oceánicas. Algunos de los documentos se deterioraron con el tiempo, pero lo más probable es que no hayan llegado hasta nuestros días porque la realeza portuguesa se cuidó de mantener en secreto cualquier información científica derivada de los primeros descubrimientos de las expediciones al Nuevo Mundo que pudiera proporcionarles una ventaja económica sobre otras naciones.
A medida que los nuevos descubrimientos derribaban las fronteras del conocimiento humano de este planeta, los cartógrafos del siglo XV iban asimilando y transformando esta información en instrumentos prácticos. Martin Behaim, en Núremberg, construyó uno de los primeros globos terráqueos incorporando la distribución de tierra y agua en 1492. Mostraba una vasta extensión de agua llamada mar Océano, que separaba a Europa y África de Asia. En este globo y en el mapamundi de 1490 de Henricus Martellus aparece un archipiélago situado junto a la costa asiática. Inspirado por estas descripciones de tierras desconocidas y atraído por las riquezas de la Indias Orientales, Cristóbal Colón creía que un viaje en dirección oeste desde Europa lo llevaría hasta ellas. En contra de la creencia popular de la época de que la Tierra era plana, al igual que la mayoría de las gentes educadas de su tiempo, Colón estaba convencido de que era una esfera, pero calculaba su circunferencia en tres cuartos de su tamaño real. Basándose en este cálculo erróneo, dedujo que la distancia de las islas Canarias a Japón era tan solo de 2.700 millas y que encontraría estas islas en el camino. La distancia verdadera supera en 10.000 millas la supuesta por Colón y es muy probable que, de haberlo sabido, nunca hubiera emprendido el viaje. Pero lo hizo. Y, como cuentan todos los libros de texto, Colón no descubrió un paso occidental a Oriente, puesto que la masa de agua por la que navegó separa África y Europa, al este, de las Américas, al oeste, y no de las Indias Occidentales. El mar Océano de la época de Colón se llama hoy océano Atlántico, por el dios Atlas de la mitología griega.
Aunque Colón confundió los continentes, conocía bien el mar. Y conocer el mar en su tiempo equivalía sobre todo a conocer los vientos. Este conocimiento lo adquirió en su mayor parte durante su formación con navegantes y timoneles portugueses años antes de su épico viaje. Cuando navegó con las expediciones portuguesas por la costa africana y tocando tierra en las islas de Cabo Verde y Canarias, Colón debió de familiarizarse con los vientos alisios. La experiencia de estos primeros años condujo directamente a la génesis de su plan de zarpar en dirección sur desde España a las Canarias, en lugar de hacerlo hacia el oeste, con los vientos del oeste en contra, tal y como habían intentado en vano expediciones anteriores. En las islas Canarias viró al oeste, aprovechando, probablemente sin saberlo, la doble ventaja que suponían los vientos alisios por un lado y la corriente Norecuatorial por otro. Basta echar un vistazo al diario de navegación de Colón para darse cuenta de que no era consciente de que estos vientos, y mucho menos la corriente oceánica, lo trasportarían por el Atlántico. Algunos historiadores atribuyen su éxito a la intuición: al girar al oeste en los 28º de latitud norte, tarde o temprano encontraría las islas que buscaba. Su premisa de partida era bien sencilla: navegar hacia el oeste para llegar al este. Pero observando el diseño de sus tres naves, uno se hace una idea más aproximada de los conocimientos marítimos que tenía Colón. La Santa María, el buque insignia de su flota, tenía dos velas cuadradas en el trinquete y en el palo mayor, pero solo una latina en el de mesana, en la parte posterior. Así aparejada, esta nave grande y pesada podía aprovechar al máximo los vientos alisios. Aunque tanto la Pinta como la Niña eran carabelas de menor envergadura, lo más probable es que la Pinta llevara también velas cuadradas, similares a las de la Santa María. Además, si bien la Niña zarpó de España con velas latinas en todos los mástiles, Colón ordenó que la reaparejaran en Canarias con velas cuadradas en el trinquete y en el palo mayor, para así aprovechar mejor los vientos favorables.
Una vez zarparon de las islas Canarias, los barcos se beneficiaron de un mar en calma y del impulso continuado de los vientos contra sus velas desplegadas. Pero conforme los días se convertían en semanas y seguían sin avistar tierra firme, la tripulación empezó a mostrarse temerosa. Eran, como la mayoría de los marineros de su época, supersticiosos, amigos de contar historias sobre monstruos marinos, una Tierra plana y las aguas hirvientes de los calurosos trópicos. El viaje se alargaba mucho más de lo que Colón había previsto. Había navegado ya más lejos que ningún otro europeo conocido. Para aplacar los temores de la tripulación, Colón llevó dos diarios distintos. En uno registraba la distancia real que cubrían cada día y en otro la alteraba para que pareciera menor. Nunca enseñó el contenido del primer diario a su tripulación, pero sí divulgó el segundo, que era en esencia una invención. Con esta estratagema confiaba en ganar tiempo para llegar a su destino.
Cuando la flota llevaba diez días navegando desde las Canarias, pensaron que habían alcanzado el punto que Colón tenía marcado en su mapa y donde, suponían, se encontraban las Antillas. Samuel Eliot Morison, considerado el gran biógrafo de Colón, relata cómo este, emocionado por esta posibilidad, ordenó preparar la sondaleza para determinar la profundidad. Se empalmaron dos cables que juntos medían 365 metros, y se echaron al agua. Pero no tocaron fondo, pues en aquel lugar el mar tenía casi cuatro mil metros ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Contenidos
  4. Prefacio
  5. Primera Parte. Se cierra el círculo. El flujo en el Atlántico
  6. Segunda parte. La vida en la corriente del Golfo
  7. Tercera parte. Surcando el Atlántico
  8. Epílogo
  9. Bibliografía
  10. Ilustraciones
  11. Agradecimientos