V. EL MALESTAR SOCIAL BAJO LA NUEVA RAZÓN NEOLIBERAL
Jordi Solé Blanch
El capitalismo se ha infiltrado en todas las esferas de nuestra vida. El análisis de las consecuencias subjetivas, del daño psíquico que la nueva razón del mundo produce en las personas —siguiendo la expresión acuñada por Dardot y Laval—, exige tomar en consideración su dimensión estratégica. Tal y como afirman los autores franceses, «cada sujeto se ha visto compelido a concebirse a sí mismo y a comportarse en todas las dimensiones de su existencia como portador de un capital que se debe revalorizar […]». Es así como se lleva a cabo el gobierno de nuestra intimidad. Marcados por el capital, la racionalidad económica celebra su triunfo. Sin embargo, el sufrimiento y el malestar social se extiende.
Más allá de los aspectos materiales, la realidad desnuda del capitalismo es aterradora. En su dimensión subjetiva, la enfermedad, el sufrimiento físico y psicológico, impregnan el alma colectiva. Lo saben muy bien los médicos de familia y los psiquiatras de los centros de salud mental, así como los profesionales de los servicios sociales, quienes atienden cada día un malestar que insiste y no cesa de aumentar.
Los síntomas del sufrimiento psíquico son en muchas ocasiones un atajo; la consulta en salud mental, un refugio; la enfermedad, un estatus en una sociedad que reifica y manipula (o excluye) a las víctimas de su fracaso» —nos dice Manuel Desviat.
Lo esencial de ese proceso es que se piden soluciones individuales a problemas que se han privatizado. En una sociedad de individuos y en pleno desmantelamiento del Estado social, no existe un espacio público donde los conflictos puedan discutirse con otros, generar solidaridades o articular una voluntad general capaz de hacer frente a ese malestar en términos políticos. El sufrimiento, que no puede aislarse de sus determinantes sociales, se metamorfosea en algo íntimo y no se deja colectivizar.
La presión de la individualización neoliberal y los nuevos procesos de dominación generan, pues, mucha inseguridad. Debido a ello, las consultas médicas y los servicios sociales se llenan de demandas de ayuda y guía vital. ¿Cómo interpela todo ello a los profesionales de la acción social? ¿Es posible pensar un trabajo social —entendido en un sentido amplio— que escape al consenso individualizador promovido por la razón neoliberal? En este texto intentaremos dar una respuesta a estos interrogantes.
Un camino de servidumbre
El capitalismo nos transforma día tras día. Si es capaz de imponer un régimen de existencia, no necesita adquirir necesariamente la forma de una coacción, a la manera de la sociedad disciplinaria, tal y como demostró Foucault. Por el contrario, cuenta con nuestro propio consentimiento que —a pesar de lo que sostuvo La Boétie— no es voluntario. La servidumbre nunca puede ser voluntaria porque no existe una voluntad libre de condicionantes. Así lo afirma Frédéric Lordon en Capitalismo, deseo y servidumbre. Marx y Spinoza. ¿Qué es, pues, lo que condiciona la voluntad? Nos parece importante indagar esta cuestión para entender algunas claves que nos permitan explicar el malestar social en la época neoliberal.
Lordon ofrece una primera respuesta mediante la argumentación spinozista. Nuestra voluntad está condicionada por los afectos, o lo que es lo mismo, la fuerza del deseo. Detengámonos un momento sobre esta cuestión siguiendo al autor francés. Spinoza decía que existir es actuar, desplegar la fuerza de existir, el conatus. Ahora bien, ¿de dónde proviene la fuerza de existir, esta energía que se despliega? La energía del conatus es la vida —dirá Spinoza—, o mejor aún, la energía del deseo. Ser, existir, es ser un ser de deseo. Existir es desear y, por tanto, movilizarse en busca de objetos de deseo. El principio de todas las servidumbres —infiere, entonces, Lordon, siguiendo este razonamiento— hay que encontrarlo en ese conatus, en esa fuerza que desea. Pero, ¿por qué deseamos?, ¿qué es lo que moviliza esa fuerza del deseo? Spinoza dirá que nos movilizamos como efecto de un afecto. El afecto precede la potencia de la acción y la dirige hacia los objetos de deseo sobre los que debe concretarse. No existe, por tanto, una voluntad autónoma. Nuestros deseos están predeterminados por los afectos, que no dependen de uno mismo. No elegimos libremente cómo nos sentimos, tal y como quisiera creer la metafísica subjetivista de la que se nutre el pensamiento individualista contemporáneo. No existe, pues, un ser libre de arbitrio, autónomo y soberano. Solo existe una voluntad condicionada por unos afectos que nos hacen desear la servidumbre. Al hombre se le impone, pues, una vida pasional que lo encadena y le hace sufrir. La cuestión que hay que pensar aquí es cómo se nos imponen los afectos que nos encadenan; es decir, cómo se condiciona una voluntad que sufre en las múltiples formas en las que se proyecta el deseo de servidumbre.
Desear en una sociedad capitalista
Nuestra voluntad no es una facultad libre de cualquier determinación, depende de las estructuras sociales y las relaciones de producción capitalistas. Aquí es donde Lordon hace aparecer a Marx. Puesto que hemos dejado de ser autosuficientes para sobrevivir, estamos obligados a vender nuestra fuerza de trabajo a cambio de dinero. El deseo de supervivencia material y biológica en el seno de una sociedad capitalista está determinado, entonces, como un deseo de dinero. Esta es, y no otra, la representación que nos hacemos del deseo en nuestra sociedad. El deseo es mediado a través del dinero, que es el elemento clave para entender la estructura de todos los deseos, pero también de todas las dependencias que derivan de ello, empezando por la dependencia que genera el trabajo asalariado.
El deseo de dinero está determinado, pues, como deseo de empleo salarial. La relación salarial —que es una relación de dominio a través de la cual uno de los agentes posee las condiciones de la reproducción material del otro— se ha convertido en el mecanismo principal que puede garantizar nuestra propia supervi...