
- 248 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El placer de ser libre. Temple y dominio
Descripción del libro
Dios, al crearnos, ha querido que seamos felices. Pero, ¿lo somos de verdad? Muchos disponen de casi todo, pero se sienten desgraciados. Otros pasan necesidad, y parecen felices. El secreto de una vida más feliz no está en disponer de más cosas, sino en usarlas con temple y dominio.
Tenemos como modelo a Jesús de Nazaret. De su libertad de espíritu y de su grandeza de corazón aprenderemos a valorar más el ser que el tener. Viviendo como Él, sin antojos y sin crearnos necesidades, seremos más libres y también más felices. ¿Cabe mayor placer?
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Información
Editorial
Ediciones Rialp, S.A.Año
2013ISBN del libro electrónico
9788432143342Categoría
Teología y religiónPRIMERA PARTE
I. DESEOS DE DISFRUTAR
1. NACIDOS PARA SER FELICES
Aunque a alguno pueda extrañarle, hemos nacido para ser felices, para disfrutar de todo cuanto el Señor en su infinita bondad nos ha dado. El dolor, la enfermedad y la misma muerte son miserias que no entraban en los planes de Dios. Su origen está en la rebelión y pecado del hombre. Pero de todo ello hemos sido salvados por la muerte de Cristo en la cruz. Somos pues verdaderamente libres, renacidos a una vida nueva. De ahí arranca ese deseo de felicidad que siempre nos acompaña, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Cuando por las razones que sean se frustra ese deseo, caemos en la desolación y la tristeza, en la impaciencia y la desesperanza.
El deseo de ser feliz es muy bueno, puesto que nos sirve para amar cada día más a Dios y servir mejor al prójimo. Para ser felices, algunos están dispuestos a dar lo que les pidan. Luchan con todas sus fuerzas por alcanzar el mejor nivel de vida posible, por tener bienes que les libren de sorpresas, sueñan a todas horas con la felicidad que anhelan. Y parece lógico. ¿Quién podría sentirse feliz si le asfixiaran las deudas o no tuviera dinero para llegar a fin de mes? ¿Quién puede en su sano juicio rechazar la posibilidad de ser feliz?
El deseo de felicidad da alas a la esperanza, mantiene viva la ilusión, impele a la lucha contra los obstáculos que puedan impedirlo. De otra parte, no hay que olvidar que el deseo de ser feliz le es innato al hombre. Afecta por igual a ricos y pobres, a sanos y enfermos, a jóvenes y ancianos. No existe ni una sola persona que no desee ser feliz. Pero, aun tratándose de un deseo tan natural y noble como este, el camino para alcanzarlo está plagado de renuncias y sacrificios, de generosidad y entrega.
Queremos ser felices, y lo «curioso» es que también Dios lo quiere. Desde la Encarnación se lo manifiesta el ángel a María de parte de Dios. De ahí que la salude diciendo: «Exulta, alégrate, porque has sido colmada de la gracia de Dios, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Una alegría la que le anuncia como fruto de su alma humilde, que está dispuesta a responder con prontitud a la gracia divina. Humildes fueron María y José, y también los pastores de Belén. A estos últimos se dirige el ángel y les comunica: «No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador…» (Lc 2, 10-11).
La alegría que hace feliz a la persona procede de Dios, de su presencia entre los hombres. Juan el Bautista, aún no nacido, da saltos de alegría en el vientre de su madre justamente ante la cercanía del Salvador. En cambio, la tristeza que a veces nos invade es consecuencia de la lejanía de Dios, de haberlo perdido por nuestra culpa. El evangelista aclara que la gente que seguía a Jesús estaba llena de alegría, y aun los mismos niños que se le acercaban. «Todos se alegraban viendo las maravillas que hacía» (Lc 13, 7). En las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Sermón de la Montaña, tanto en la primera como en la segunda se llama dichosos, felices, a los pobres en el espíritu, a los humildes de corazón: ambos calificativos vienen a coincidir. Se trata de personas que, por encima de su situación personal, pusieron su confianza en el Señor. No se olvidan de lo que son, saben muy bien que todo cuanto poseen proviene de Dios: talento, salud, posesiones. Viven al día, sin «inquietarse» por el mañana. Saben que Dios, en su Providencia, vela por ellos. Por eso son felices, dichosos; se mueven con libertad de espíritu, sin miedo a nada ni a nadie.
Cuando se enfocan las cosas desde esta perspectiva, puede que nos preguntemos: pero, ¿por qué a pesar de querer Dios nuestra felicidad son tan pocas las personas que la alcanzan? ¿Qué fuerza o poder se lo impide? Las causas son diversas. Pero hay una importante que destaca por encima de las demás: el orgullo, la soberbia. El hombre se resiste a aceptarse como criatura, con prepotencia vive y actúa al margen o contra Dios, como si no existiera. ¿Puede extrañar entonces que sus deseos de felicidad no se cumplan? Para explicarlo, algunos recurren a una serie de condicionantes que pueden escapar del control de la voluntad. De ahí que no duden en echar la culpa de su mala suerte al azar o a un pasado que no tenía que haber existido.
Cegados por su soberbia y vanidad, se llenan de pesimismo y no pueden observar el futuro sino como algo impredecible e incierto, cargado de densos nubarrones. Su falta de fe los convierte en unos agoreros, amargados por cuanto se resisten a aceptar la realidad como es. Por eso reniegan del pasado y contemplan con desesperanza el futuro. Sin fe ni esperanza, su orgullo los vuelve petulantes, incapaces de convertir lo negativo en positivo, la incertidumbre en certeza, el pesimismo en esperanza.
Conviene recordar que la felicidad no se asienta en hechos del pasado ni depende de acontecimientos futuros. Para el creyente, lo que importa es el presente, sin condicionar la felicidad ni al pasado ni a las expectativas de futuro. Sería una ingenuidad pensarlo. Sin embargo, no faltan los que piensan que serán felices si se cumplen unas determinadas condiciones. Como, por ejemplo, las siguientes:
- Si logro un trabajo que me satisfaga
- Si asciendo y me aumentan el sueldo
- Si hay paz en mi familia
- Si logro que mis hijos me obedezcan
- Si recupero la salud perdida
- Si doy con un amigo que me comprenda
Los condicionantes de futuro se pueden multiplicar hasta el infinito. Aunque puedan parecer razonables, el condicionar la felicidad al logro de unas determinadas metas supone una equivocación considerable. Por mucho que nos empeñemos, el futuro siempre permanecerá incierto. Aunque se sabe, algunos prefieren ignorarlo y esperan el milagro; si tarda, se quejarán y entonarán lamentaciones. Sus condicionamientos son la mayoría de las veces futuribles que no hacen historia, deseos e ilusiones que desaparecen por falta de sustento.
¿Qué se da en este modo de pensar? ¿Desidia, pereza o pasividad? Quizás de todo un poco. Pero algunos, en lugar de armarse de valor y afrontar la realidad como es, siguen esperándolo todo del futuro a la par que contemplan con añoranza el pasado, arrepentidos por lo que pudieron haber hecho y no hicieron. Para justificarse, se apoyan en excusas del siguiente tenor:
- Si hubiera estudiado con más interés
- Si hubiera elegido una carrera distinta
- Si me hubiera casado con otra mujer
- Si me hubiera ido al extranjero
- Si hubiera dedicado más atención a los hijos
- Si hubiera aprovechado mejor el tiempo
Excusas que poco o nada resuelven, y que más bien contribuyen a aumentar sus inquietudes y zozobras. Se ha de comenzar por aceptar el presente. Y eso significa dejar de mirar tanto al pasado como al futuro. En todo caso para sacar experiencias que ayuden a afrontar mejor el presente. Se le han de sacar más provecho a los talentos que se tienen, y no tirar la toalla en cuanto aparece el cansancio, la desilusión o el pesimismo; sin querer por otra parte atribuir a otros las desdichas y errores personales. Sería una falta de justicia, y además de realismo, por esperar que el tiempo resuelva lo que por pereza o desidia no se hizo. Condicionar la felicidad a verse libre de problemas, es una falacia, convertir la felicidad en un espejismo.
Ser feliz significa más, mucho más que tener trabajo, más que gozar de buena salud, más que poseer una gran fortuna... La felicidad no viene de fuera sino de dentro: se encuentra en el interior de la persona. De ahí que se haya escrito con gran lucidez: «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado» (Surco, 795). En el propio corazón es donde se fragua el amor, en él se encuentra el mayor de los tesoros, aquel por el que vale la pena darlo todo. Los bienes materiales, con ser valiosos, siempre son limitados, efímeros; por mucho que deseemos retenerlos se nos escapan, desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.
Ser realistas
La persona humilde es realista, vive con los pies pegados al suelo, no alimenta imaginaciones calenturientas. Sabe bien que los bienes de fortuna no están al alcance de todos, y que aunque los poseyera en abundancia no pueden en ningún caso garantizarle la felicidad. Se ve a diario. Banqueros famosos, magnates de empresas, artistas de relumbrón, futbolistas de élite: a ninguno les falta de nada, pero muy pocos son felices. Lo confiesan públicamente: no saben qué hacer con su dinero, aunque se empeñan no dan con la felicidad que desean. Buscan amores que dejan fría su alma, ilusiones que por falta de hondura se desvanecen en un instante. Y, como consecuencia, aparecen las desavenencias en casa, los desencuentros con amigos y compañeros. Buscan consuelo en personas y lugares inadecuados, que más que hacerles felices agrandan su desilusión y desconsuelo. Aún no han entendido que la felicidad no la da el dinero, ni la fama ni el éxito.
Vale la pena hacer un pequeño parón, para tomar nota y no caer en el mismo error. Cuando se toma conciencia de la realidad, se comprende que el camino que conduce a la felicidad pasa necesariamente por la humildad. La persona humilde rectifica cuando se equivoca, no le cuesta cambiar de chip al «ver» la realidad desde la óptica del amor de Dios. Lo cual le permite descubrir las razones íntimas que anidan en el corazón. Preguntémonos pues con sinceridad: ¿qué espero de la vida? ¿En qué tengo puesta mi esperanza? A estas preguntas deben añadirse otras dos más: ¿Por qué me sacrifico y llego a veces hasta la extenuación y el agotamiento? ¿Qué es lo que me mueve realmente a dar cada día un trocito de mi propia vida?
Contestando a estas preguntas quizá descubramos los espejismos y fantasmas que de rondón han podido colarse en nuestra imaginación, los proyectos ilusorios, planes inconsistentes o curiosidades malsanas que vamos alimentando. De la falta de realismo proviene el ir tirando, los cansancios y agotamientos, las desilusiones y hasta las infidelidades. Lo sensato en ese caso es rectificar tan pronto como se advierta, para ajustar las metas, lubricar el pensamiento y tonificar el espíritu con el bálsamo de la caridad. Se tendrá entonces una visión más real y objetiva de la vida y se podrá responder con más fundamento a esta pregunta: ¿Los bienes que poseo, la salud que tengo, la familia que Dios me ha dado, me ayudan realmente a ser feliz o suponen una rémora en la realización de mis planes y proyectos? No es cuestión de echar balones fuera; es preciso ir hasta el fondo, dar con lo que se hizo mal y rectificar con humildad.
Rectificar, cambiar de chip, imprescindible para lograr una visión más objetiva y certera de la vida. Se comprende entonces que no basta con amasar una gran fortuna para ser feliz. Que son otros los bienes que llenan y hacen feliz: por encima del dinero, de la salud, del prestigio o del éxito profesional. Son bienes de un orden superior, mas no por eso menos asequibles. Se acomodan a las posibilidades de cada uno: ricos y pobres, sanos y enfermos, sabios e ignorantes… Lo único que se necesita es responder con humildad, generosidad y espíritu de servicio.
Rabindranath Tagore dejó escritos unos versos que, en su sencillez y elegancia, encierran una gran sabiduría. Dicen así:
He soñado y he visto que la vida era alegría.
He despertado y he visto que la alegría era servicio.
He comenzado a servir y he comprobado que el
servicio se ha convertido en alegría.
Solo la persona enamorada de Dios puede captar en toda su hondura lo que significa servir; solo ella logra dar con los bienes que conducen a la verdadera felicidad, los que colman de paz y alegría. ¿De qué bienes hablamos?
Una anécdota para la reflexión
Hay personas que pretenden alargar el brazo más que la manga. Tienen mucho, pero quieren tener más. Y no terminan de ser felices. No han comprendido que la felicidad no depende del dinero que se tenga ni de los bienes que se posean. Por no entenderlo andan con el norte perdido, buscan la felicidad en cisternas agrietadas. Por lo general, actúan al dictado de sus gustos y caprichos. Por conseguir lo que les gusta gastan incluso lo que no tienen. Trabajan para ganar, y ganan para gastar. Pero, en lugar de ser felices, no pocas veces se topan con la decepción y el pesimismo.
Recuerdo una anécdota que puede ejemplificar lo que digo. La protagonista es una señora casada, con tres hijos. Llevaba tiempo dándole la «lata» a su marido para que le comprara un apartamento en la playa. Deseaba emular a sus amigas, pensando que teniendo un apartamento como el de ellas sería feliz. El marido no andaba muy sobrado de dinero, así que iba dándole largas al asunto. Pero la tensión entre ellos creció hasta hacerse insoportable. Para ponerle remedio, el marido haciendo de tripas corazón decidió comprar el apartamento. Tuvo que suscribir para ello una hipoteca, con lo que aumentaron los gastos domésticos y a duras penas lograban llegar a fin de mes. Tras la compra, su mujer se dedicó a decorar el apartamento hasta ponerlo a su gusto. Lo estrenaron unas vacaciones de Semana Santa. Allí se trasladó toda la familia. Días después, cuando estaban de vuelta de las vacaciones, me encontré con esta señora. La saludé y, como era natural, le pregunté cómo lo habían pasado. Yo daba por supuesto que tanto ella como su familia volverían felices. —¡Calle usted! —me espetó indignada—. Vuelvo cansadísima, desilusionada. El apartamento ha resultado muy pequeño para tantos como somos. Al final nos fuimos todos: mi marido, mis tres hijos, y hasta mi suegra… Nada más llegar, tuve que arremangarme, limpiar, fregar, lavar, cocinar… Yo sola, nadie me echó una mano. ¿Cómo quiere usted que vuelva? Agotada, eso es lo que estoy, con la cabeza que parece que en cualquier momento puede explotarme…
No hacía falta seguir preguntando. Estaba claro que el apartamento que con tanta ilusión había puesto a su gusto, no era la panacea de la felicidad que buscaba. Todo se había quedado en un mero espejismo. La realidad terminó por imponerse, y con ella la frustración y el desencanto. No tanto porque el apartamento fuera pequeño o porque hubiera tenido que atender a su familia. No. Es que ella, tal vez sin darse cuenta, había pensado demasiado en sí misma. Creía que disfrutando del apartamento descansaría y sería feliz. El trabajo que tuvo que realizar aquellos días no fue en realidad la causa principal de su agotamiento. No. Cuando se trabaja por amor y con deseos de servir, el trabajo no cansa porque se hace con gusto. El gran error de esta mujer fue pensar más en sí que en los demás....
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- ÍNDICE
- PRÓLOGO
- PRIMERA PARTE
- SEGUNDA PARTE