
eBook - ePub
Guerra en el club de la miseria
La democracia en lugares peligrosos
- 300 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Paul Collier sigue la senda trazada en su éxito anterior, El club de la miseria (Turner, 2008), centrándose en las guerras y golpes de estado: su triste recurrencia, sus razones y sus posibles soluciones. En su línea imaginativa, sensata y políticamente incorrecta, Collier argumenta por qué la democracia "al estilo occidental" puede ser una trampa para los países subdesarrollados, y analiza con datos de primera mano la tensa situación política de las naciones más pobres del mundo.
Lectura fundamental para todos los interesados en el desarrollo y la cooperación, y una lectura apasionante sobre el mundo en el que vivimos y sus males de fondo.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Guerra en el club de la miseria de Paul Collier, Víctor Úbeda en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Política y relaciones internacionales y Relaciones internacionales. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Categoría
Relaciones internacionalesPRIMERA PARTE
NEGAR LA REALIDAD:LA DEMENTECRACIA
I
VOTOS Y VIOLENCIA
uestra época ha sido testigo de un cambio político radical: la difusión de la democracia por los países más pobres del mundo. Ahora bien, ¿se trata de una verdadera democracia? Los países del club de la miseria celebran, efectivamente, elecciones. Estados Unidos y Europa ejercieron una intensa presión en pro de las mismas, y, siendo como son el rasgo más visible de la democracia, se las trató como su característica definitoria. Pero una verdadera democracia no consiste únicamente en celebrar elecciones, sino también en imponer reglas que determinen su correcto desarrollo: las trampas deben castigarse. Una verdadera democracia también cuenta con frenos y contrapesos que limitan el poder del Gobierno una vez elegido, con el objeto, entre otras cosas, de que no aplaste a los derrotados. A primera vista, pudo parecer que el mencionado cambio político radical consistió en la difusión de la democracia, pero en realidad consistió en la proliferación de elecciones. Si no existen límites al poder del vencedor, los comicios se convierten en una cuestión de vida o muerte. Y si esta lucha a vida o muerte no está, a su vez, sometida a unas reglas, los contendientes adoptan posturas extremas. El resultado de todo ello no es la democracia, sino lo que yo llamo “dementecracia”, que es el tema de este capítulo.
El sistema político anterior a la dementecracia era la dictadura personalista. Esta forma de gobierno, que, por lo general, ni siquiera se revestía de un barniz ideológico, alcanzó su máxima expresión con el presidente zaireño Mobutu, cuyo insólito sistema de gobierno reflejó Michela Wrong en Tras los pasos del señor Kurtz. El gobierno personalista conllevaba favoritismos étnicos y la erosión de las instituciones. El poder de Mobutu se basaba en la codicia y el miedo: su clientelismo recompensaba la lealtad con una riqueza obscena, y sus esbirros castigaban a los sospechosos de disidencia con la tortura. En los casos en que sí había ideología, ésta era marxista, como la junta militar del Derg, en Etiopía, o el MPLA de Angola, regímenes nefastos y ruinosos que, como cabía esperar, concitaron el apoyo de ciertos sectores de la izquierda occidental. Pero lo más habitual es que la ideología marxista fuese una simple pátina decorativa, un lenguaje protocolario adecuado para los círculos en que se movían los líderes políticos, de la misma forma que los sentimientos cristianos eran de rigor en los salones decimonónicos. En Zimbabue, país en el que esta pantomima alcanzó su apogeo, existía un Politburó y la fórmula de tratamiento universal era “camarada”. Se diría que estos regímenes dictatoriales estaban pidiendo a gritos una oposición violenta. Tanto Mobutu como el Derg fueron derrocados por rebeliones, y el MPLA tuvo que hacer frente a la colosal insurrección de la UNITA.
Durante la década de 1990, a lo largo y ancho de África, Latinoamérica y Asia, las autocracias empezaron a caer como moscas. En unos casos, los ciudadanos, animados por el ejemplo de lo ocurrido en Europa del Este, se echaron a las calles; el episodio más clamoroso fue el derrocamiento del presidente Suharto en Indonesia. En otros casos, los países y organismos donantes anunciaron que sólo seguirían proporcionando ayuda a condición de que los países beneficiarios adoptasen sistemas democráticos; el ejemplo más palmario es el de Kenia, donde la comunidad diplomática reconoció que cabía presionar al presidente Moi. En otros casos, los autócratas percibieron por dónde iban los tiros y se dejaron llevar por la corriente. Los déspotas suelen estar rodeados de aduladores, lo cual probablemente contribuyó al establecimiento de la democracia. Piense el lector en un autócrata que se plantea si democratizar el país o no. ¿Qué preguntará a su camarilla? Sólo hay una pregunta posible: si celebro unas elecciones, ¿las ganaré? ¿Y qué responde un adulador? Lo más probable es que no tenga ni idea: su labor no es sondear la opinión pública. No obstante, aun cuando sospeche que el pueblo detesta al presidente, se encuentra en un buen aprieto, pues ¿acaso no lleva años diciéndole a su amo lo mucho que lo aman? Los asesores que decían la verdad al presidente no solían durar mucho en su puesto.
Al menos tres sátrapas cayeron en esta trampa, Suharto en Timor Oriental, Kaunda en Zambia y Mugabe en Zimbabue. Todos ellos dejaron votar a sus súbditos porque estaban convencidos de que ganarían. En Timor Oriental, el resultado fue que Suharto perdió la pequeña ex colonia portuguesa: una abrumadora mayoría de timorenses votó a favor de la independencia. A Kaunda le fue un poco mejor que a su homólogo indonesio, pues consiguió un veinte por ciento de los votos, luego algunos de sus conciudadanos, efectivamente, lo amaban; en concreto, los habitantes de su región natal, a quienes había favorecido con el gasto público. Naturalmente, conforme se fueron conociendo los resultados, su indignación ante la ingratitud de su pueblo fue en aumento. Nunca sabremos qué podría haber ocurrido en esos momentos, pero, por suerte, Jimmy Carter se encontraba en el país dirigiendo una comisión de observadores. Cuando aparecieron los primeros resultados, el ex presidente norteamericano intuyó lo que debía hacer. Se dirigió rápidamente al palacio presidencial, compadeció a Kaunda, y permaneció allí hasta que fuese demasiado tarde para anular las elecciones; al fin y al cabo, él mismo ya había pasado por una experiencia parecida. Con Carter en el palacio, Kaunda no tuvo más remedio que aceptar la derrota; no se sabe si habría hecho lo mismo de no haber estado Carter allí. Según se cuenta, lo primero que hizo Kaunda a continuación fue visitar las capitales africanas para aconsejar a los presidentes que no cometiesen el mismo error.
¿Y Mugabe? A mediados de la década de 1990, el presidente de Zimbabue, siguiendo la moda imperante, adoptó una Constitución que estipulaba la celebración de elecciones multipartidistas e imponía límites a la duración de las legislaturas. Muchos dictadores aceptaron estos límites confiando en que, para cuando el mandato tocase a su fin, ya habrían sido capaces de cambiar la Constitución de un modo u otro. El resultado fue que las fechas límite se convirtieron en bombas de relojería. Por supuesto, el ejemplo más espectacular de triquiñuela constitucional es el del presidente Putin, que, sin molestarse siquiera en ampliar el límite de su mandato, se nombró primer ministro, y trasladó el poder efectivo desde la presidencia al nuevo cargo. Obasanjo, el presidente de Nigeria, trató en vano de ampliar su mandato, y lo mismo le ocurrió al de Zambia, Chiluba. Deby y Museveni, respectivos presidentes de Chad y Uganda, tuvieron más éxito. Mugabe decidió modificar la Constitución para eliminar el límite de los mandatos y aumentar drásticamente los poderes presidenciales, sólo que para ello necesitaba convocar un referéndum. Y lo perdió. Por desgracia, el referéndum no coincidió con unas elecciones presidenciales, de modo que Mugabe siguió siendo presidente, sólo que sabiendo ya que en unos comicios democráticos saldría derrotado. Enseguida volveré a ocuparme del problema que se le presentaba, pero de momento debo seguir hablando de la difusión de la democracia. En un país tras otro, los Gobiernos se sometieron a elecciones abiertas. En unos casos las ganaron, y en otros las perdieron, pero, independientemente del resultado, la oposición gozó de mayor libertad para hacer oír su voz.
¿Cómo ha influido esta difusión de la democracia en la propensión a la violencia política? Está claro que la violencia debería remitir. No obstante, por evidente que resulte, nunca está de más explicar detalladamente el fundamento de nuestras convicciones. A mi modo de ver, hay dos razones por las que, en buena lógica, cabe esperar que la democracia reduzca la violencia política. Las llamaré responsabilidad y legitimidad; son complementarias y, como tales, se refuerzan mutuamente. La responsabilidad funciona de la siguiente manera. En una democracia, el Gobierno no tiene más remedio que tratar de satisfacer las demandas de los ciudadanos de a pie. Si su actuación se considera lo bastante buena, saldrá reelegido; si se juzga inferior a las otras opciones posibles, saldrá derrotado. En cualquier caso, el Gobierno se esfuerza por hacerlo lo mejor posible, puesto que tiene que rendir cuentas a los votantes. Un dictador, en cambio, puede optar por llevar a cabo una labor tan buena como la del gobierno democrático, pero en su caso se trata simplemente de eso, de una elección. El gobierno democrático no tiene la opción de elegir. En la práctica, además, la mayoría de los dictadores escoge hacer algo completamente diferente, como Mobutu. Así pues, la democracia tiende a mejorar la actuación de los Gobiernos al someter a sus dirigentes a la disciplina de la responsabilidad. ¿Por qué habría esto de reducir, a su vez, la violencia política? Pues, evidentemente, porque habrá menos motivos de queja. Si la labor del Gobierno beneficia a los ciudadanos de a pie, es menos probable que éstos se levanten en armas para derrocarlo.
Hasta ahí por lo que respecta a la responsabilidad, pero ¿y la legitimidad? En la actualidad se considera que la única base de la legitimidad de un Gobierno es la victoria en las urnas. A su vez, un Gobierno legítimo, al menos según la teoría democrática, adquiere ciertos derechos en virtud de esa victoria. Para empezar, posee la autoridad para hacer lo que prometió que haría, lo cual le da derecho a someter a la oposición, al menos dentro de unos límites, durante la puesta en práctica de su programa. En una democracia, los ciudadanos aceptan estas reglas, de modo que los opositores al programa de un Gobierno electo no pueden recurrir legítimamente a la violencia. He ahí un motivo más para la reducción de la violencia política. Aun cuando los oponentes más radicales no acepten que el Gobierno está facultado para imponer su programa, les será más difícil conseguir un respaldo masivo a cualquier forma de oposición violenta. Ya no podrán proclamar que su lucha es justa.
Así pues, la democracia debería asestar un doble golpe a la violencia política: por un lado, reduce el fundamento objetivo de los sentimientos de agravio, y por otro hace más difícil que quienes se sienten agraviados recurran a la violencia contra el Gobierno.
Venimos afirmando con tanta confianza que la democracia es la respuesta a la violencia política que ahora casi resulta grosero examinar las pruebas para verificar si efectivamente es así. Las bondades de la democracia como acicate de la paz se han convertido en uno de los dogmas fundamentales del mundo de la política; es más, tal vez sea una de las escasas opiniones que suscitan un consenso general a través de todo el espectro ideológico. George Soros y George Bush apenas han coincidido en nada, pero imagino que en este caso estarían de acuerdo, y con ellos millones de personas.
Cuando los países del club de la miseria empezaron a democratizarse, me mostré tan entusiasmado como el que más, pero los años subsiguientes han sido más complicados de lo que pensaba. No tengo ninguna confianza en los comentaristas forá-neos que se tornan jueces hipercríticos. Los cambios son tan difíciles como tenaces las fuerzas que les oponen resistencia. No se trata de que las sociedades del club de la miseria hayan defraudado mis expectativas, sino de que, poco a poco, empecé a sospechar que se me habían escapado detalles que, a toro pasado, resultaban ya evidentes. En efecto, seguro que había habido personas que, desde un primer momento, se habían mostrado escépticas pero cuyas voces habían quedado ahogadas en la algarabía del entusiasmo por la democracia. En dos palabras, empecé a sospechar que unas teorías que resultaban plenamente apropiadas para países más desarrollados que los del club de la miseria tal vez se habían forzado más de la cuenta. Puede que las sociedades del club de la miseria simplemente carezcan de las condiciones previas que posibilitan los efectos positivos de la responsabilidad y la legitimidad. Reconozco que albergué estas dudas de muy mala gana, pero había llegado la hora de recurrir a las pruebas.
Lo normal sería pensar que la relación entre democracia y violencia política es un terreno más que trillado en el mundo académico, pero, para sorpresa mía, descubrí que no. De hecho, resultó ser una de las áreas más desconocidas de la moderna ciencia social, hasta el punto de que no encontré un solo artículo publicado sobre el tema. Me asocié con Dominic Rohner, un joven investigador suizo, y nos pusimos manos a la obra.
Recopilamos información sobre todos los países del mundo desde 1960. Teniendo en consideración otras posibles influencias, queríamos analizar cómo afecta la democracia a la violencia política. En un primer momento, no encontramos ninguna relación entre el riesgo de violencia política y si el sistema era democrático o autocrático. Personalmente, este resultado neutro se me antojaba totalmente inverosímil por la propia naturaleza del asunto: un factor tan prominente como el régimen político tenía que importar, y punto. Entonces se nos ocurrió que la relación tal vez no fuese la misma en todo el espectro de desarrollo económico. Al fin y al cabo, las sociedades del club de la miseria se distinguen por ser mucho más pobres que las demás democracias. Quizá el efecto de la democracia en la violencia no fuese el mismo en los países pobres que en los ricos. Una vez que introdujimos esta posibilidad nos encontramos con que siempre importaba. De hecho, la democracia en los países pobres tenía el efecto contrario que en los países ricos. Dado que los efectos eran de signo opuesto, mientras no se les permitiese diferir parecía no existir efecto alguno. ¿Cuáles eran esos dos efectos contrapuestos?
Dominic y yo descubrimos que, en los países de renta como mínimo media, la democracia reduce sistemáticamente el riesgo de violencia política. En este caso se confirmaba la predicción del enfoque de la legitimidad y la responsabilidad, según el cual la democracia hace que las sociedades sean más plácidas. En cambio, en los países de renta baja, la democracia hace que la sociedad sea más peligrosa. Los países de renta baja son, en cualquier caso, más peligrosos, simplemente por ser pobres. Por si la pobreza no fuese ya de por sí bastante desgracia, además aumenta la probabilidad de que surja la violencia política. Para colmo de males, mientras que en las sociedades que no son pobres la democracia mejora las condiciones, ya de por sí más seguras, en las sociedades pobres agudiza los peligros, ya de por sí más graves.
Si la democracia hace más peligrosas a las sociedades que son pobres pero más seguras a las que no lo son, debe de haber un nivel de renta crítico en el que no se produce ningún efecto. Ese umbral crítico está en torno a los 2.700 dólares per capita anuales, o siete dólares diarios por cabeza. Todas las sociedades del club de la miseria se hallan por debajo de este umbral; la mayoría de ellas, muy por debajo.
A mi modo de ver, la consecuencia clave de estos resultados era que la teoría de la responsabilidad y la legitimidad, según la cual la democracia beneficiaría a las sociedades más míseras del mundo, debía de haber pasado por alto algo. Y algo enorme, además. En gran medida, el objeto de este libro es encontrar esa grave omisión. Pero todavía no he terminado con los resultados de nuestra pesquisa.
Como recordará el lector, las sociedades de niveles de renta elevados son más seguras. Resulta que el efecto benéfico de la renta elevada depende íntegramente de que la sociedad sea democrática. En realidad, la cuestión es aún más sorprendente: conforme una sociedad no democrática se hace más rica, se vuelve más propensa a sufrir violencia política. A medida que asciende la renta, las democracias se vuelven más seguras, y las autocracias más peligrosas. Visualicemos, para facilitar la comprensión, dos rectas inclinadas, una ascendente que simboliza cómo las democracias se vuelven más seguras a medida que sube la renta, y otra descendente que simboliza cómo ocurre lo contrario con las autocracias. El nivel de renta en el que la democracia no ejerce ningún efecto sobre la violencia, 2.700 dólares, es simplemente el punto en que se cruzan las dos rectas. Si aplicamos esto a la sociedad con el cambio de renta más asombroso de nuestros tiempos, China, vemos que el gigante asiático ya ha rebasado el umbral crítico (la renta per capita ha ascendido vertiginosamente hasta superar los tres mil dólares). Así pues, si China sigue en esta línea, su espectacular crecimiento económico año tras año la irá haciendo cada vez más propensa a la violencia política, a menos que se democratice.
Al principio, nuestro trabajo había sido bastante heroico en el sentido de que nos habíamos lanzado sobre un montón de avisperos estadísticos. A partir de ahí, buena parte de nuestra labor consistió en agitarlos y ver si los resultados sobrevivían. Por ejemplo, la renta probablemente se vea afectada tanto por los conflictos como por el régimen político. Efectivamente, era muy posible que la causalidad operase en sentido opuesto a nuestra interpretación. Lo analizamos y nos quedamos convencidos de que ésa no era la explicación: nuestros resultados, al menos a este respecto, no eran falaces. En el reducido ámbito del estudio estadístico de la violencia política, nuestros rivales han sido James Fearon y David Laitin, de la universidad de Stanford. Dominic y yo decidimos que su modelo podría ser una buena piedra de toque de nuestra hipótesis: que la democracia aumentaba el riesgo de violencia en el club de la miseria. Por desgracia para los mil millones de personas más pobres del mundo, la hipótesis pasó la prueba. En mi opinión, el resultado más extraordinario lo obtuvimos al investigar una gama de diversas formas de violencia política, desde asesinatos, disturbios y huelgas hasta episodios de actividad guerrillera y guerra civil pura y dura. Cuál no sería mi asombro al constatar que en todas ellas se repetía la misma pauta: dado un nivel bajo de renta, la democracia agravaba la violencia política.
No pienso que estos resultados revelen relaciones inalterables: más adelante sostendré que es posible hacer que la democracia funcione en las sociedades del club de la miseria. No obstante, pensemos por un momento qué supondría que fuesen inalterables. Supondría que, si el objetivo es la paz, habría un orden cronológico preferible para el cambio económico y el político. El momento ideal para democratizar una sociedad sería cuando ésta hubiese alcanzado un módico nivel de desarrollo.
Mientras asimilábamos estos resultados, Dominic y yo empezamos a hacernos la inevitable pregunta del porq...
Índice
- Portadilla
- Créditos
- Dedicatoria
- Introducción. La democracia en lugares peligrosos
- Primera parte. Negar la realidad: la dementecracia
- Segunda parte. Afrontar la realidad: sucia, brutal y larga
- Tercera parte. Cambiar la realidad: responsabilidad y protección
- Agradecimientos
- APÉNDICE EL CLUB DE LA MISERIA
- TRABAJOS DE INVESTIGACIÓN EN LOS QUE SE BASA ESTE LIBRO