La invención del aire
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La invención del aire

Un descubrimiento, un genio y su tiempo

  1. 248 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La invención del aire

Un descubrimiento, un genio y su tiempo

Descripción del libro

"Éste es un libro de historia sobre la Ilustración y la Revolución norteamericana, sobre el ciclo del carbono dentro del planeta y la química de la pólvora, sobre el auge de los cafés en la cultura europea, sobre la dinámica emocional entre dos amigos". Así define su autor esta obra, una curiosa indagación sobre el origen de las ideas, sobre esos cambios trascendentales que definen una nueva época o un nuevo paradigma y que tanto deben, afirma Johnson, a las "redes sociales", hoy como hace dos siglos. Con la vida de Joseph Priestley, un científico inglés del siglo XVIII que fue el primero en observar que las plantas devuelven aire puro a la atmósfera, Johnson novela una época crucial, una oda al flujo de las ideas, la comunicación y el conocimiento democrático.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788415427292
La sociedad lunar.
IV
EL GAS SILVESTRE
Julio de 1791
Birmingham
Cuatro semanas después de que Franklin pasara con Priestley su emotivo último día en Londres, un contingente de soldados británicos partió de Boston con la orden de arrestar a John Hancock y Samuel Adams, precipitando la famosa cabalgada de Paul Revere, el “disparo que se escuchó en el mundo entero” y la asombrosa retirada de los chaquetas rojas. Para entonces, Franklin estaba todavía en medio del Atlántico, pero cuando por fin llegó a Filadelfia le escribió una carta a Priestley con su versión de lo ocurrido:
Para cuando recibáis ésta ya habréis tenido noticia[1] de la entrada de las tropas en el país por la noche y de su expedición de regreso. Se retiraron veinte millas en seis horas.
El Gobernador había convocado a la Asamblea para presentar el plan de paz de lord North; pero antes de que llegara la hora de la reunión empezó a cortar cabezas. Sabéis que se decía de él que llevaba una espada en una mano y en la otra una rama de olivo, y parece ser que decidió enseñar primero la espada…
Toda América está indignada con su comportamiento, y más firmemente unida que nunca. La brecha entre ambos países ha crecido y existe el riesgo de que se vuelva insalvable.
Mi travesía duró seis semanas; el tiempo fue tan apacible que una chalana británica habría bastado igualmente. Llegué al anochecer, y a la mañana siguiente fui elegido por la Asamblea delegado del Congreso, que se encuentra en plena sesión.
El mundo “transitorio” de la política irrumpía de nuevo en el universo “atemporal” de la ciencia. Franklin apenas tuvo tiempo de incluir una breve pero sugerente alusión al segundo hacia el final de su carta. “Durante el viaje hasta aquí he hecho un valioso descubrimiento filosófico”, escribió, “que os comunicaré en cuanto mis obligaciones me lo permitan. Por el momento, me temo que estoy extremadamente ocupado[2]”.
Ese valioso descubrimiento científico era, con toda probabilidad, “la corriente del Golfo”. Sabemos que Franklin había tomado la temperatura del agua en el transcurso de aquel viaje de 1775, y, unos pocos días después de su primera carta a Priestley desde Filadelfia, empezó a escribir otra en la que relataba su participación en el misterio del paquebote en su calidad de subdirector general de Correos. Pero no llegó a terminar esa carta (el borrador se encuentra hoy en la Biblioteca del Congreso) y las siguientes misivas que envió a Priestley trataban casi exclusivamente de la guerra y de su inmersión en la política revolucionaria.
A principios de 1776, Priestley escribió a Franklin:
Lamento esta infeliz guerra, si no por razones más graves, porque ha vuelto tan precaria nuestra correspondencia. He recibido tres cartas vuestras y os he escrito otras tantas; pero la última, según me ha informó el señor Temple, no podía llevarla. Ignoro lo que habrá sido de ella.
A continuación regresaba al mundo de la ciencia aludiendo a la reciente publicación de sus Observaciones sobre el aire, que adjuntaba a la carta, y describiendo su última tanda de experimentos, por entonces centrados en la circulación de la sangre. En los últimos párrafos escribía:
En una de vuestras cartas[3] mencionáis que en el curso de vuestra travesía a América hicisteis un valioso descubrimiento y me prometíais relatarlo. Si fue así, la carta debe de haberse extraviado, lo cual lamentaré, y más ahora que sé que me será difícil tener noticias vuestras hasta que todos estos problemas se hayan resuelto.
No hay indicios de que Franklin llegara a relatar su “valioso descubrimiento”, a pesar de los recordatorios de Priestley. He aquí un patrón que se repetiría en el resto de su correspondencia. Franklin obsesionado con el frágil progreso de la revolución, incapaz de dedicar sus pensamientos a los propósitos atemporales de la filosofía natural; Priestley declarando su apoyo a la causa americana, pero tratando a continuación de llevar la conversación de vuelta al laboratorio. “Aunque estaréis ocupado[4] en asuntos de mayor trascendencia, sé que os alegrará saber que he tenido un éxito considerable con mis experimentos desde la publicación de mi último libro”. De este tenor empezaban muchas de las cartas que escribió Priestley a finales de 1779. Los dos países que Franklin había considerado su hogar estaban en guerra, y el lado que él apoyaba iba perdiendo. En circunstancias así, ¿quién tenía tiempo para escribir cartas sobre la “corriente del Golfo”? Franklin, el científico y estadista más célebre del mundo, se había convertido, en última instancia, en estadista sin más.
Está claro que lamentaba la desaparición de su vida de la filosofía natural, y en una carta extraordinaria escrita en Passy, a las afueras de París, en 1782, resumió toda su decepción intelectual en un ataque fulminante y casi misántropo a sus colegas. Empieza valorando la importancia del tiempo libre para el descubrimiento científico –“Cuánto me agradaría[5] poder disponer de nuevo del tiempo necesario para explorar juntos las obras de la naturaleza”–, pero inmediatamente después irrumpe el pesimismo del político, que de nuevo divide el mundo entre lo atemporal y lo transitorio: “Me refiero a lo inanimado, no a la parte animada o moral de las mismas. Cuanto más sé de lo primero, más lo admiro; cuanto más aprendo de las segundas, más me desagradan”. A continuación emprende un ataque contra la humanidad de longitud e imprecisión sólo comparables a su intricada sintaxis:
Con frecuencia encuentro que los hombres son un género de seres mal concebidos, pues a menudo resulta más fácil enfrentarlos que reconciliarlos, más dispuestos al mal que a la compensación por sus malas acciones, y que derivan más placer y orgullo de asesinar que de engendrar nueva vida, pues se congregan sin pudor en grandes ejércitos destinados a destruir a plena luz del día, y una vez han matado a tantos como han podido exageran su número para magnificar su gloria; pero en cambio escogen los rincones más apartados y la oscuridad de la noche para engendrar, como si las acciones virtuosas los avergonzasen.
Es entonces cuando hace su aparición el Franklin satírico: “Una acción virtuosa, pero también malvada, sería matar a uno de ellos, si la especie fuera realmente digna de ser preservada y continuada, pero es algo de lo que empiezo a dudar”. Consciente del idealismo de su interlocutor, desvía entonces hábilmente la argumentación a las labores de ministro religioso de Priestley y a sus experimentos, con una última vuelta de tuerca tomada de Swift:
Sé que no albergáis dudas de esta índole porque, llevado de vuestro interés por el bienestar [de los hombres], os esforzáis considerablemente en salvar sus almas. Tal vez cuando seáis viejo recordéis esta empresa como algo inútil, o incluso os divirtáis lamentando haber envenenado a tantos ratones inofensivos con aire mefítico y deseéis, en previsión de daños mayores, haber usado en su lugar a niños y niñas para vuestros experimentos.
Al leer la carta ahora, es fácil dejarse impresionar por el estilo incendiario de Franklin y su visión desoladora de la especie humana. Pero las palabras más conmovedoras llegan hacia el final, cuando su pluma se calma después del arrebato de furia:
Ahora ya en serio, querido amigo, os aprecio tanto como siempre, como aprecio a todas las almas honestas que se reúnen en el café London. Tan sólo me pregunto cómo es posible que ellos y otros amigos de Inglaterra llegaran a ser criaturas tan bondadosas en medio de una generación tan perversa. Ansío verlos a ellos y a vos una vez más, y me entrego con más agrado a la consecución de la paz en la esperanza de poder hallarme de nuevo en vuestra grata sociedad.
Hay una punzante sinceridad en el ataque de Franklin a los seres humanos “mal concebidos”, pero quizá lo más llamativo de la carta sea la sinceridad que destilan las palabras de cariño que dedica a los Honestos Liberales. Cuando observamos a Franklin desde la perspectiva de su amistad con Priestley y con la sociedad del café London –y si interpretamos las palabras finales de su carta literalmente–, nos invade un pensamiento abrumador. En lo más profundo de su ser, Franklin era un londinense. Filadelfia lo convirtió en un hombre de reputación y París lo reverenció y sedujo, pero todo hace pensar que si el rey Jorge hubiera sido algo menos agresivo con su política tributaria, Franklin habría pasado los últimos cuarenta años de su vida en Londres. Se entrega “con agrado a la consecución de la paz” para poder regresar por fin a la grata compañía de su amigos del café London. Sin duda exagera su añoranza de la patria adoptiva para complacer a su viejo amigo, pero, leyendo la carta, es fácil darse cuenta de que el rencor que Franklin sentía hacia el rey Jorge estaba motivado, al menos en parte, por haberle obligado a embarcar rumbo a Filadelfia en 1775, dejando atrás a las “almas honestas” a la sombra de la catedral de San Pablo.
Aunque Franklin estaba en primera línea de los acontecimientos de la Guerra de Independencia norteamericana, Priestley también participó de la revolución en su doble condición de científico y teórico político. En sus reflexiones sobre el descubrimiento del aire deflogistizado había incluido sus potenciales usos militares, sugiriendo que los nuevos procedimientos químicos que había desarrollado podían emplearse para mejorar el poder explosivo de la pólvora o para hacer más eficiente su fabricación. Compartió muchas de estas ideas con un ex monje portugués con el que había trabado amistad, llamado John Hyacinth Magellan[6]. Éste, descendiente del navegante Fernando de Magallanes, resultó ser un espía de los franceses que enviaba extensas cartas a París con información sobre los avances científicos e industriales ingleses, en los que Priestley tenía un papel destacado. El propio Priestley pudo muy bien haber compartido algunas de sus reflexiones con Lavoisier en el transcurso de aquella famosa cena en París, a finales de 1774. De hecho, Lavoisier acababa de ser nombrado director de la Régie Royale des Poudres et Salpêtres (Administración Real de la Pólvora y el Salitre), institución parcialmente subvencionada por la Corona y dedicada en exclusiva a aumentar las reservas de pólvora del país. Las i...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. Citas
  5. Nota del autor
  6. Prólogo. El vórtice
  7. I Los electricistas
  8. II La rosa y la belladona
  9. III Interludio: una isla de carbón
  10. IV El gas silvestre
  11. V Un cometa en el sistema
  12. Bibliografía
  13. Agradecimientos