La idea de comunidad de Pablo
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La idea de comunidad de Pablo

Escenario cultural de las iglesias primitivas que se reunían en las casas

Robert Banks

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La idea de comunidad de Pablo

Escenario cultural de las iglesias primitivas que se reunían en las casas

Robert Banks

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El objetivo del Dr. Banks es revitalizar la experiencia de la comunidad cristiana en nuestros días y solucionar el alejamiento que existe entre la vida y la práctica en las iglesias actuales.

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Información

Año
2016
ISBN
9788482677781
1
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EL ESCENARIO SOCIAL
Y RELIGIOSO
PABLO: UN HOMBRE DE SU TIEMPO
No es posible entender a una persona y sus actividades sin tomar en cuenta el tiempo en el que vivió. Esto es especialmente significativo cuando tratamos con el apóstol Pablo. Al responder al llamado de Jesús no se apartó del mundo que lo rodeaba; por el contrario, se encontró lanzado en él, incluso con violencia. Como consecuencia, en varias ocasiones atravesó enormes extensiones de la región mediterránea en el curso de los siguientes treinta años. Estos viajes le permitieron encontrarse con gente de trasfondos raciales, culturales y lingüísticos muy variados, entre la que podemos contar a judíos de la dispersión; griegos nativos e inmigrantes; romanos en el corazón del Imperio y en algunos puestos distantes; chipriotas, macedonios y habitantes de distritos locales de diferentes partes del Asia Menor; incluso pequeños grupos que provenían de Egipto, Creta, Malta y hasta escitas. En estos viajes encontró escuelas filosóficas contrapuestas, en particular el estoicismo y el epicureísmo, movimientos religiosos alternativos, especialmente los cultos de las ciudades-estado griegas y las religiones de misterio importadas de Oriente. A lo largo de sus viajes y en diferentes ocasiones entró en conflicto con una amplia gama de autoridades civiles y políticas, experimentando de primera mano las ramificaciones de una variedad de procesos y fallos legales. De manera que Pablo se vio grandemente envuelto y afectado por muchas de las tendencias y tensiones significativas de su día y no puede ser estudiado debidamente si lo aislamos de ellas.
Hay otra razón que nos obliga a insistir en acercarnos a Pablo de esta manera. No solamente se enfrentó con las ideas e instituciones de las gentes entre las que se movió, sino que adoptó una política de deliberada adaptación a ellas. Esto sale a relucir claramente en su primera carta a los cristianos de Corinto. “A todos me hice de todo, para que de todos modos salve a alguno” (1 Cor. 9:22). Esto no significa que Pablo compromete sus creencias y prácticas conformándolas simplemente con las de aquellos a quienes se dirige en alguna ocasión en particular. Significa que siempre tiene en cuenta estas creencias y prácticas y las emplea como punto de partida para su propio mensaje y conducta. Cada vez que puede, reconoce la validez de otras ideas y las incorpora a las suyas (Hech. 17:22-34). Cuando esto no es posible, afirma la superioridad de su enfoque sobre el de los demás y sostiene que el suyo cumple las aspiraciones que erróneamente han sido conferidas a los otros planteamientos (Col. 2:8-23). De un modo u otro, lo que dice y hace no puede apreciarse adecuadamente sin referencia al contexto en el que habla y actúa.
Otra razón por la que Pablo debe ser estudiado en el contexto de su cultura tiene que ver con el reiterado interés que muestra por las actitudes y estructuras sociales de su tiempo. En algunas ocasiones las pone en tela de juicio y las contradice con sus propias declaraciones o conducta (1 Cor. 6:1-6); en otras, insiste en que deben observarse y seguirse cuidadosamente (11:14-15). Cuando los convencionalismos aceptados entran en conflicto con algún aspecto básico del mensaje del evangelio, el apóstol no duda en señalar a cuál debe ceder el paso (10:14-22). Cuando están en juego aspectos menos importantes del evangelio, hay que evitar de buena gana todas aquellas prácticas que aun siendo legítimas en sí mismas, dada la igualdad de todas las cosas, pudieran ofender a los que están fuera del grupo cristiano (8:7-13; 10:23-30). Esto significa que en cierta medida las actividades de los cristianos en sus comunidades estaban condicionadas por los valores y modelos de la sociedad que les rodeaba y no pueden comprenderse apropiadamente, a menos que se las considere con relación a ellos.
Muchos estudios que se han hecho en torno a la idea de comunidad de Pablo son inadecuados a este respecto. En vez de ver estos conceptos en su propio escenario histórico, se discuten independientemente del contexto más amplio del que surgieron. Esto resulta en un estudio fundamentalmente doctrinal de la perspectiva de Pablo, desvinculado de muchas de las circunstancias que jugaron un papel en su desarrollo. Sin embargo, fue a través de la interacción con la sociedad que le rodeaba, así como de la relación íntima que sostenía con sus comunidades, que Pablo llegó a adquirir los conceptos expresados en sus cartas, y no a través de la contemplación teológica, lejos de los asuntos cotidianos de la vida. Por esto, sus cartas llevan el sello de la realidad y rebosan de vida y creatividad. Constantemente se veía obligado a justificar conclusiones que ya había alcanzado y a demostrar su relevancia frente a las situaciones que surgían. También frecuentemente se encontraba apremiado profundizando sus convicciones para tratar con nuevas dificultades que recién habían aparecido. La concepción de comunidad de Pablo nunca es estática o se congela en un sistema teológico. Es algo vivo, siempre abierto al desarrollo y en contacto con el sentido práctico del momento.
EL MUNDO GRECORROMANO: CONCEPTOS CAMBIANTES DE COMUNIDAD
El mundo grecorromano a mediados del siglo primero se caracterizaba por una gran variedad y vitalidad. Aunque Roma dominaba ahora toda la región del Mediterráneo y la cultura griega había penetrado hasta los más apartados confines del Imperio, no solamente sobrevivieron los estilos de vida y los modelos locales de gobierno, sino que tendencias relativamente nuevas de organización social comenzaron a florecer y atraer a un mayor número de gente. Tradicionalmente había habido dos tipos principales de comunidad con los que la gente podía asociarse: la politeía, la vida pública de la ciudad o nación-estado a la que pertenecía; y la oikonomía, el orden familiar, doméstico, en el que la gente nacía o al que estaba sujeta. Para algunos, participar en ambos tipos de comunidades podía llegar a ser algo muy pleno y satisfactorio. El ciudadano griego en la Atenas del siglo quinto a. de J. C. tenía voz y voto en la polis, la ciudad-estado donde vivía, así como un rol de dirección en la oikos, la unidad familiar que encabezaba. Su contraparte judía en el Israel del siglo octavo a. de J. C. era el anciano, en el entorno de su pueblo local o aldea, que contribuía positivamente a los asuntos cívicos y tenía importantes obligaciones que cumplir dentro del clan familiar del que era responsable. Pero siempre había otros que no podían participar de una manera significativa y por libre elección en la vida de cualquiera de estas dos clases de comunidad. Entre éstos se contaban la mayoría de los esclavos, los que dependían económicamente de alguien más, los adultos solteros y los marginados de la sociedad.
En el siglo primero, aun los que habían jugado previamente un papel influyente en sus respectivas comunidades civiles y familiares encontraron que su libertad de acción menguaba ante los cambios que se producían en ambas instituciones de la sociedad. Mucho antes del surgimiento de Roma, pero acelerado por el crecimiento del Imperio, el poder político tendió a concentrarse en un número de manos cada vez menor y a permanecer en ellas por períodos de tiempo cada vez más largos. Esto ocurrió así aun en la misma Roma. Tras las legiones victoriosas, se creaban a menudo repúblicas tradicionales a las que, sin embargo, nunca se les concedía plena independencia, y la autoridad se confería a una minoría de aristócratas que sólo buscaban sus propios intereses. Surgió un desencanto con la polis no sólo entre las secciones de la sociedad políticamente en desventaja, sino también entre los que, en los días de antaño, habían encontrado su identidad dentro de ella. Hasta cierto punto la comunidad familiar fue la beneficiaria de esta exclusión de los verdaderos organismos donde residía el poder. Lo que la gente no pudo encontrar en la comunidad más amplia a la que pertenecía lo buscó en la comunidad más pequeña en la que vivía. El aliento de vida, la calidez y la intimidad que generaba el sentirse parte de ella se prestó muy bien a esto. No obstante, los deseos de muchos no pudieron ser satisfechos después de cierto tiempo dentro de una esfera tan estrecha, mientras que las esperanzas de los otros se frustraban para siempre por la posición subordinada que ocupaban dentro de la estructura familiar. Por estas razones, las aspiraciones y lealtades de la gente tendieron a apartarse de la oikos en otra dirección.
Algunos de los miembros más maduros y devotos de la sociedad comenzaron a ver más allá de la vida pública de la polis hacia un orden cosmopolita que incluyera a todos los pueblos. Escribieron o soñaron con una comunidad universal, una hermandad universal en la que fueran suprimidas las divisiones básicas que por aquellos días separaban a la gente. Ya sea que esto se viera como una comunidad estoica gobernada por la razón o como una teocracia universal gobernada desde Jerusalén por el Mesías, esta idea captó poderosamente el interés de muchos griegos, romanos y judíos.
Sin embargo, para otros estas expectativas resultaron ser demasiado abstractas y elitistas por una parte, o demasiado violentas y utópicas por la otra. Por todas partes se multiplicaron los grupos que comenzaron a ver realizados sus deseos con el surgimiento de una variedad de asociaciones voluntarias que se multiplicaban en las ciudades de todo el mundo antiguo, especialmente en los círculos griegos. Aunque estas asociaciones tuvieron como precursores a grupos de la élite social que se formaron para varios propósitos en los siglos precedentes, fue a finales del período helénico que consiguieron lo que se proponían y atrajeron a muchos seguidores –en parte a los miembros menos favorecidos de la sociedad. La característica novedosa de estos grupos era sus bases, las cuales aportaron algo más que los principios de la politeía o la oikonomía. Éstos vincularon a gente de trasfondos distintos sobre una base distinta a la geografía y la raza o los lazos naturales y legales. Su principio era la koinonía, es decir, la asociación voluntaria.
Esto no significa que cada una de estas asociaciones estaba abierta a todo el que quisiera unirse a ella. Muchas de ellas restringían la entrada a una cierta nacionalidad, familia, clase o género de la sociedad y excluían a todos los demás. Solamente unas cuantas parecen haber abierto sus puertas, al menos en cierto modo, a todos. Digo “en cierto modo”, porque la mayoría de ellas estaban establecidas en torno a intereses particulares, vocación o compromisos. Éstos eran extremadamente variados: políticos, militares y deportivos; profesionales y gremios comerciales; artesanos y artistas; escuelas filosóficas y sociedades religiosas. Aunque solamente algunas eran puramente religiosas en carácter (en casi todas estas organizaciones siempre estaba presente una dimensión religiosa, generalmente bajo el patrocinio de una deidad y adhesión a un santuario), la mayor parte estaban destinadas ante todo a hacerse cargo de las necesidades sociales, caritativas y funerarias de sus miembros. Fue en estas fraternidades voluntarias, que agrupaban de entre diez y cien miembros, pero que casi siempre promediaban entre treinta y treinta y cinco, que mucha gente en el mundo helénico comenzó a encontrar un punto de referencia personal y experimentar un nivel de comunidad que les estaba negado en otras partes. En esta proliferación de pequeños clubes o asociaciones y en la importancia que poseían para los que pertenecían a ellos, existe un vínculo interesante entre el siglo primero y el nuestro.
EL DESENCANTO CON LA RELIGIÓN TRADICIONAL
Los judíos
Teniendo presente la extensa gama de asociaciones que existieron durante este período, necesitamos ver más de cerca aquellas que por naturaleza eran predominantemente religiosas. Debemos decir una palabra, sin embargo, acerca del escenario religioso en general durante este tiempo. Había entre los judíos una insatisfacción generalizada con la jerarquía sacerdotal de Jerusalén, particularmente considerando su colaboración con las autoridades romanas y la absorción de la cultura griega. Como una reacción a esto, se formaron hermandades para preservar la pureza de la fe tradicional, mantener el vigor de la esperanza mesiánica y promover la observancia al código ético consagrado en sus libros sagrados. Para conseguirlo desarrollaron una extensa red de regulaciones para proteger a sus miembros de la invasión de influencias venidas del extranjero o la relajación de las obligaciones religiosas. Para algunos, tan apóstatas eran los líderes religiosos y tan impura la sociedad que los rodeaba, que terminaron por apartarse y formar comunidades monásticas en los límites de la civilización o formaron cónclaves dentro de la vida urbana. Ésta fue la línea de acción adoptada por la comunidad de Qumrán establecida a orillas del Mar Muerto y por las comunidades “esenias” asociadas esparcidas en todas las ciudades y colonias judías. Otros formaron fraternidades en el cambio continuo de la vida cotidiana para educar y estimular a sus miembros a vivir santamente en medio del mundo que les rodeaba. Entre éstas estaban los “fariseos”, un término que probablemente abarcaba a un grupo de puritanos de la misma opinión, aunque no idéntico, de la sociedad judía. Éstos se constituyeron en haburoth para mantener estándares rígidos de pureza y celebrar comidas religiosas.
Aparte de las hermandades, había otra institución dentro del judaísmo que se convirtió en el centro de la vida religiosa y comunal: la sinagoga. Su origen se sitúa varios siglos atrás y está parcialmente oculto en la oscuridad. Con la disolución de las monarquías israelitas a finales del siglo séptimo y comienzos del quinto a. de J. C. y el consiguiente exilio del pueblo en el que perdió su tierra y el Templo, se hizo evidente la necesidad de una nueva estructura que nutriera y preservara la fe judía. Fue probablemente en aquellos días que comenzaron a celebrarse reuniones locales de judíos donde la Ley podía leerse y exponerse y se hacía oración. No nos queda claro cuál de estos dos elementos, el educativo o el litúrgico, era el más importante o si ambos iban de la mano desde el comienzo. Después del regreso de los exiliados de Babilonia, parece ser que aquellas reuniones continuaron, al menos fuera de Jerusalén. En la capital, excepto para los residentes extranjeros, la reconstrucción del Templo proporcionó un centro para la adoración y la instrucción1. En otras partes, en los distritos del norte como Galilea2, centros helénicos como Cesarea3, y en las ciudades de la Diáspora, las sinagogas (o “casas de oración”, como a menudo se las llamaba fuera de Judea) se multiplicaron, especialmente durante los siglos primero y segundo a. de J. C4. El término “sinagoga” al principio se refería a la reunión misma (Hech. 13:43), más tarde, por asociación, a la comunidad que se reunía5, y por último, como casi siempre ocurre en el Nuevo Testamento, a los edificios que se construyeron especialmente para este propósito6. Hay evidencia que sugiere que cerca de la sinagoga se construían ocasionalmente otros edificios, por ejemplo, una casa de huéspedes, baños, habitaciones, etc., que podían usarse conjuntamente con ésta, especialmente para los viajeros7. Si bien los fariseos eran calurosamente bienvenidos por estos grupos a causa de su actitud piadosa, seria y práctica hacia la religión, no fueron principalmente responsables de la proliferación de las sinagogas, aunque frecuentemente las utilizaban para diseminar sus enseñanzas.
Los griegos y los romanos
Las religiones tradicionales también desencantaron a griegos y a romanos. Los filósofos habían puesto en duda la realidad y relevancia de los dioses oficiales, y los rituales asociados con el culto que se les trib...

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