Historia de la iglesia primitiva
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Historia de la iglesia primitiva

Desde el siglo I hasta la muerte de Constantino

E. Backhouse, C. Tyler

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Historia de la iglesia primitiva

Desde el siglo I hasta la muerte de Constantino

E. Backhouse, C. Tyler

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La Iglesia Cristiana, aún en medio de las vicisitudes de su vida externa, de sus avances y persecuciones, aciertos y apostasías, victorias y derrotas, siempre ha tenido en su seno testigos de Cristo marcados con el sello del Espíritu Santo. La influencia de los Ireneos, de los Tertulianos, de los Ciprianos, de los Clementes y de los Orígenes, se ha hecho patente en todo momento y ha sido crucial para solidificar los fundamentos de la fe. Por ello, estudiar y conocer bien su historia es esencial. Ahondar en los comienzos y saber exactamente de donde venimos, no es una opción, es una necesidad. Y no sólo para pastores y líderes, sino para todos los creyentes.

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Información

Año
2016
ISBN
9788482677750
SEGUNDA PARTE
El Cristianismo durante los siglos III y VI
Sección Primera: Historia del Cristianismo
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Mosaico de Felicitas, que se conserva en el palacio archiepiscopal de Rávena. (copiado del original por Eduardo Backhouse).
Capítulo I
Los mártires
de África
Las referencias que hemos hecho acerca de la suerte de la Iglesia llegan hasta el reinado de Séptimo Severo, quien en el año 202 prohibió bajo severas penas la conversión de sus súbditos al judaísmo y al cristianismo. Por lo que podemos deducir, las regiones que más sufrieron a causa de esta prohibición fueron Egipto y África1.
Ya en el año 200, habían sido martirizados algunos cristianos de esta última provincia, naturales de Scilita en Numidia, quienes conducidos a la presencia del procónsul fueron requeridos para volver al culto pagano, a trueque de obtener el perdón. Uno de ellos, llamado Sperato, respondió:
«–Contra nadie hemos hecho ni dicho mal alguno. A los que nos han dañado, les hemos contestado con palabras de gratitud. Alabamos a nuestro Señor y Rey por todas sus bondades.
–También nosotros somos piadosos –respondió el procónsul–Prestamos juramento por los manes del emperador y oramos por su prosperidad, lo que espero hagáis vosotros igualmente.
–En la tierra, no conozco ningún espíritu de rey2 –replicó Sperato–Sirvo a mi Dios que está en el cielo, a quien nadie ha visto ni puede ver. Yo proclamo al emperador como a mi soberano, por lo cual he pagado siempre todos los tributos. Sin embargo, no me es posible adorar a otro que a mi Señor, el Rey de reyes y dueño de cuanto existe.
Concluido el interrogatorio, fueron encarcelados de nuevo, hasta el día siguiente, que salieron para ser interrogados otra vez. Entonces, Sperato respondió en nombre de sus compañeros:
–Somos cristianos y no queremos renegar de la fe en Jesucristo, nuestro Señor. Haced lo que os plazca con nosotros.
Así, se les condenó a muerte y, conducidos al lugar del suplicio, se arrodillaron para dar gracias a Dios»3.
Dos años más tarde, tuvo lugar en Cartago4 el memorable martirio de Perpetua y de sus compañeros. A saber, seis catecúmenos jóvenes, de los cuales dos, Revocato y Felicitas, eran esclavos, fueron presos y acusados de ser cristianos, juntamente con Saturnino, Saturio, Secundulo y Vivia Perpetua. Esta última, que era de familia acomodada, tenía sólo 22 años y acababa de enviudar. Su madre era cristiana, pero no su anciano padre. Tenía dos hermanos, uno de ellos era catecúmeno. Cuando la prendieron estaba amamantando a su hijo...
He aquí algunos detalles del relato escrito por ella misma, antes de morir:
«Mientras estábamos en poder de nuestros perseguidores, mi padre hizo cuanto le fue posible para alejarnos de nuestra fe.
–Padre mío –le dije–, ¿ves este cántaro en el suelo?
–Sí –me respondió.
–¿Podemos darle otro nombre?
–Ciertamente que no.
–De la misma manera tampoco se me puede dar otro nombre que el
de cristiana, porque lo soy.
Estas palabras le exasperaron de tal modo que se echó sobre mí como si quisiera arrancarme los ojos».
Antes de ser encarcelados, pudieron aún recibir el bautismo...
«Durante mi bautismo, el Espíritu Santo me inspiró para que no pidiera otra cosa a Dios, sino la fuerza de padecer el martirio con serenidad. Algunos días después fuimos encerrados en los calabozos. La oscuridad era tal que me aterrorizó. ¡Qué día tan horrible! No me era posible soportar el calor producido por tantos presos encerrados, ni la aspereza de los soldados y, sobre todo, era grande la ansiedad que sentía por mi hijo. Esta agonía se prolongó durante algunos días, hasta que me fue concedido permiso para tener conmigo a mi hijo, con lo cual me sentí con gran valor, tanto que la cárcel me parecía un palacio.
Cuando mi padre supo que tenía que ser de nuevo interrogada, renovó sus instancias para hacerme vacilar en la fe...
–Hija mía, ten misericordia de estas canas; ten piedad de tu padre y no le expongas al menosprecio público. Déjate de estas cosas y no seas la causa de nuestra ruina.
Mientras me hablaba así, cayó de rodillas, y me besaba las manos. Ya no me llamaba hija mía, sino señora. Al considerar sus canas y que era el único en la familia que no se alegraba del martirio, se me partió el corazón. Procuré, pues, consolarle, diciéndole:
–Hasta en el mismo suplicio, sólo podrá sucedernos lo que Dios quiera. Nosotros no confiamos en nuestras fuerzas, sino en que Dios nos sostenga con su poder.
Más tarde, cuando estábamos comiendo, vinieron a buscarnos para llevarnos a la audiencia, donde se había reunido una gran multitud de curiosos. Nos hicieron subir sobre el tablado (catasta). El interrogatorio empezó por mis compañeros y cuando me llegó el turno, acercóseme mi padre, llevando a mi hijo en brazos, y me dijo:
–Ten piedad de tu hijo.
El procónsul añadió:
–Compadécete de las canas de tu padre y ten piedad de tu hijo.
Sacrifica a la salud del emperador.
–Esto que me pedís no puedo hacerlo.
–¿Eres, acaso, cristiana?
–Sí que lo soy.
Y como no me dejara mi padre y se esforzase en hacer que renegará de mi fe, el procónsul mandó que lo echaran del tablado abajo y que le azotaran con varas. ¡Entonces, sí que sentí su dolor como si me pegaran a mí! El procónsul dictó la sentencia, por la que se nos condenaba a ser arrojados a las fieras… Inmediatamente nos condujeron al calabozo, donde regresamos gozosos».
Desde la cárcel, Perpetua hizo pedir a su padre que le llevara a su hijito. Pero el anciano negóse obstinadamente a satisfacer sus deseos.
Perpetua profesaba ideas muy en boga en su tiempo, pero equivocadas, sobre el estado de los difuntos, por lo cual oró ardientemente en favor del descanso eterno de un hermanito suyo, fallecido a los siete años. Hasta creyó haberle visto liberado de las tinieblas y de las penas.
Uno de sus carceleros, llamado Pudens, conmovido por el valor de los prisioneros, y creyendo ver en ellos el poder de Dios, permitió que varios hermanos entraran en los calabozos para consolarles. El día fatal se aproximaba. El padre de Perpetua hizo un nuevo esfuerzo para convencerla...
«Estaba desconocido a causa del dolor. Arrancándose la barba, echóse a mis pies, con la cara en el suelo, y pronunciaba palabras capaces de conmover al mundo entero. Yo sentí una viva pena al considerar su infortunada vejez».
«Mientras tanto, había fallecido Secundulo y, tres días antes del martirio, Felicitas dio a luz una niña. A causa de los dolores del parto, la pobre joven daba grandes voces. Entonces el carcelero la reprochó, diciéndole:
–Si tales son ahora tus sufrimientos, ¿qué será cuando seas echada a las fieras? Cuando te negaste a sacrificar no habías caído en la cuenta.
–Lo que ahora sufro –replicó Felicitas–, lo sufro por mí. En cambio, lo que padeceré entonces, no lo sufriré sola, sino que compartirá mi pena Aquel por quien la sufriré.
El día del triunfo, los mártires fueron conducidos al anfiteatro. Al verlos, no parecía sino que iban a una fiesta. Perpetua iba la última. Su actitud era solemne y su paso el de una matrona cristiana amada de Dios. No pudiendo soportar las miradas curiosas de la muchedumbre, bajaba los ojos.
Una antigua costumbre, que se remontaba a cuando se celebraban sacrificios humanos, hacía que se obligara a las víctimas a que cubrieran sus cuerpos con vestidos sacerdotales. Con este objeto, se pretendía vestir a los hombres como a los sacerdotes de Saturno y a las mujeres como a las sacerdotisas de Ceres. Las víctimas protestaron en nombre de su fe y de su libertad contra tamaña degradación y, reconocida la justicia de su queja, se les autorizó a que guardaran puestos sus propios vestidos. Perpetua iba al suplicio cantando un himno. Revocato, Saturnino y Saturio amenazaban a las turbas con el juicio de Dios. Una vez llegados a donde estaba el procónsul, le dijeron:
–Ahora nos juzgas a nosotros, pero Dios te juzgará a ti.
Exasperado el pueblo ante tal atrevimiento, pidió, y obtuvo, que fueran azotados con varas. Después, echaron un leopardo y un oso a Saturnino y a Revocato. A Saturio le echaron un jabalí salvaje, que en vez de atacar al mártir, se lanzó contra el guardián. Después le ataron a la jaula abierta de un oso, pero éste no quiso salir.
A Perpetua y a Felicitas les quitaron los vestidos y, envueltas en una red, fueron expuestas a una vaca furiosa. Ante tal espectáculo, especialmente a la vista de la recién parida, los espectadores conmovidos, pidieron que fueran cubiertos sus cuerpos con una vestidura flotante. Perpetua fue la primera lanzada en lo alto por la vaca y, al caerse, recibió un fuerte golpe en los lomos. Apercibida de que su vestido había sido desgarrado, preocupada más por su pudor que por su pena, arreplegó la ropa sobre su cuerpo. Llamada de nuevo al sacrificio, arregló su cabellera, recordando que el mártir, al morir, no debe tener desordenados sus cabellos, porque en medio de su gloria no debe llevar señal ninguna de su duelo.
Apercibiéndose de que Felicitas había sido pisoteada y herida, le dio la mano para que se levantara. Aquellas nobles mujeres permanecieron en pie, en presencia de una muchedumbre indigna de presenciar espectáculo tan conmovedor. El pueblo se sintió conmovido y permitió que aquellas jóvenes fueran retiradas. Acababan de salir de la plaza y Perpetua, como despertando de un profundo sueño, mirando a su alrededor, exclamó: No puedo decir cuándo se nos lanzará a esta vaca bravía… Y al recordarle que ya lo había sido, sólo se convenció de ello a la vista de su destrozado traje y de sus propias heridas. A su hermano y a un catecúmeno fiel que estaba cerca de ella, les dijo: Permaneced firmes en la fe, amaos unos a otros y no os escandalicéis por mis padecimientos.
Saturio, que había sido librado de un oso y de un jabalí, fue arrojado a un leopardo y, antes de que la fiera pudiera lanzarse sobre él, se volvió a Pudens: Cree con toda tu alma; al irme hacia el leopardo, éste me matará de un solo golpe. La primera dentellada de la fiera cubrió el cuerpo del mártir de tal cantidad de sangre, que el populacho, aprovechando aquel trance para ridiculizar el bautismo de los cristianos, empezó a dar voces, diciendo: ¡Ya estás salvado! ¡Ya te has purificado! Luego Saturio, dirigiéndose al soldado Pudens, le dijo: Adiós, acuérdate de mi fe y que este espectáculo te fortalezca en vez de entibiarte. En seguida le pidió la sortija que llevaba en el dedo y, mojándola en su sangre, se la devolvió para que la guardara como recuerdo de su martirio. El momento fatal había llegado ya; pero el pueblo, queriendo gozarse en la agonía de los mártires, pidió que fueran llevados a la plaza. Al oírlo, se levantaron todas las víctimas y fueron a colocarse en el centro del anfiteatro. Diéronse el último beso de paz y, uno después de otro, fueron rematados, sin hacer movimiento alguno y sin dar un solo grito. Solamente Perpetua, que había recibido el golpe entre las costillas, lanzó un grito y, cogiendo la temblorosa mano del joven gladiador, la dirigió a su garganta. ¡Así acabaron su carrera terrestre aquellos héroes!».
El autor termina su narración, diciendo: «¡Oh, mártires valientes y benditos! Es con justicia que fuisteis elegidos para la gloria de Nuestro Señor Jesucristo!»5.
La precedente reseña es conocida desde antiguo, y se la considera auténtica. Se cree que el autor fue contemporáneo y, tal vez, testigo ocular de los hechos. Habría que añadir, además, que si bien hemos prescindido del relato de varias visiones, que ocupan mucho espacio en la narración, la tendencia a lo maravilloso que tanto abunda en este escrito y algunas particularidades doctrinales hacen suponer que nuestros mártires eran montanistas6.
Bajo el imperio de Caracalla, de odiosa memoria (211–217), no se persiguió a los cristianos. El sirio Heliogábalo (218–222), que se nombró así mismo sumo sacerdote de Baal Peor, procuró amalgamar el cristianismo con los abominables cultos de aquella divinidad, cuya locura no llegó a realizarse. Alejandro Severo, su noble sucesor (222–235), hizo colocar...

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